Federico estaba en la mesa del salón de actos del instituto con la misma cara de siempre; la mirada positiva, alegre, jugada, no por eso carente de inquietud, y quizás hasta una cierta molestia. Es que como educador convive con los intentos, a veces agridulces, de dejar alguna huella en las futuras generaciones. Pero lo hace con gusto y convicción. Lo conocí a través de una investigadora que se dedica a la microbiología; me comentó que su trabajo me podría interesar. Ese día, cuando llegué al Instituto Clemente Estable, lo encontré con unos niños sentados junto a él con los ojos brillantes y la sonrisa impregnada de orgullo. De inmediato me metí en la conversación. Eran ellos, los investigadores de la escuela.
Los maestros Federico y Micaela Sanguinetti ejercen la docencia en la Escuela 319 del barrio Casavalle hace más de siete años. Junto a otros maestros comunitarios, cada año desarrollan proyectos que integran varias disciplinas, desde las dimensiones educativa, pedagógica, científica y comunitaria. Son planes de trabajo que a veces, con suerte, se extienden afuera de la institución. Para ellos, la escuela es un camino de aprendizaje serio, comprometido y continuo. También para los niños y sus familias, incluso para los vecinos de Casavalle.
Trabajar con base en proyectos es una idea emergente en el ambiente educativo. Casi que está de moda. Como con todo lo que surge y se contagia, hay matices. Federico considera que es fundamental potenciar el trabajo en equipo, la tarea lúdica y la búsqueda de soluciones a problemas que surgen en la propia comunidad. Porque también es clave trabajar con los niños y su medio, sus familias, sus inquietudes, sus prioridades, su situación económica.
Su enfoque pedagógico rompe con la lógica dominante y se dispara hacia el trabajo productivo. Se inspira en Jacques Rancière, filósofo crítico de la pedagogía clásica. Busca romper con las prácticas que reproducen la desigualdad y potenciar las capacidades emancipatorias a través de la creación, la reflexión y la cooperación. “El punto de partida son los niños y sus inquietudes. Un proyecto no lo puede imponer el docente, debe surgir de la motivación del colectivo infantil”. A partir de una pregunta, una historia, o la inclinación hacia cierto tipo de actividad, como el rap, llega la excusa para aprender y emprender.
Menudo emprendimiento surgió en Casavalle cuando se enteraron de que existía un combo microscópico que al parecer hacía maravillas. ¿Qué es un microorganismo? Eso era fácil de responder. ¿Qué microorganismos tenía este producto misterioso? Eso ya no era tan fácil, aunque bastaba con leer un folleto. ¿Funcionaría en la escuela, en la casa, en la huerta escolar? Ahí empezó el desafío.
El puntapié
La aventura comenzó en 2015, cuando visitaron el Centro Ecológico Integrado al Medio Rural (Ceimer), en Rocha. Este es uno de varios centros de pasantías del Consejo de Educación Inicial y Primaria, creados para extender el aula al medio rural. Allí maestros y niños conocen diferentes lugares y realidades de Uruguay, mientras que desarrollan actividades propias del entorno. Una de las actividades del Ceimer es “la activación de microorganismos eficientes”. Vaya título, habrá dicho más de uno.
Cuando conocieron los microorganismos eficientes (EM, por su sigla en inglés), los niños quedaron boquiabiertos y, sobre todo, con muchas preguntas para responder. ¿Realmente servían para limpiar los pozos negros, los corrales, y al mismo tiempo fertilizar los cultivos? Ese potencial les generó mucho interés y fue el origen de un proyecto que todavía sigue dando frutos.
Los estudiantes decidieron que debían llevarse los EM a Montevideo. Era una buena idea: empezar un proyecto y ver qué tan eficientes eran. Lo aplicarían en una huerta escolar, que había comenzado en 2010, en los pozos negros de la escuela y de la zona, y para limpiar los corrales. Lo jugoso del asunto es que antes de aplicarlo quisieron saber más, pero por cuenta propia. Pequeño detalle: no quisieron la receta de aplicación, quisieron experimentar y conocer; quisieron descubrir qué son, cómo se aplican y por qué funcionan, en un proceso real de investigación y aprendizaje.
Ya sabían que “el producto”, un sujeto a esa altura misterioso, técnicamente es un consorcio de microorganismos, a saber, un conjunto de microorganismos que al crecer juntos se benefician entre ellos y, además, benefician al medio que los rodea. Por eso se interesaron y, con la guía de Federico, desarrollaron un proyecto que los llevó a descubrirlos y, más adelante, a crear su propio producto casi milagroso.
Lo primero que hicieron fue experimentar, buscar información sobre los EM y entrevistar a usuarios activos. Realizaron experiencias para conocer sus aplicaciones y qué proporciones debían utilizar. Los introdujeron en el agua de riego, como producto de limpieza y tratamiento de aguas residuales, y también como probiótico para animales y plantas. Justamente probiótico es la palabra que define a los EM como un conjunto de organismos que aportan beneficios a la salud.
Luego volvieron al origen, a lo que hacen en el Ceimer, que es conseguir EM y activarlos. Esto significa ponerlos en funcionamiento, porque los EM se compran en fase estacionaria, en la que los microorganismos que contienen no comen ni se reproducen. Al activarlos, comienzan a hacerlo y así se logra multiplicar el producto a una velocidad importante.
Ensayo y error
En esta etapa de activación hubo idas y venidas, pruebas y correcciones, además de varios golpes de puerta sin respuesta. El relato de Federico no se detiene en estos portazos en la cara, y rescata el trabajo con los estudiantes: “Lo importante es colocar a los niños en una posición de orgullo, de saber, de sentido de identidad y pertenencia; ampliar sus horizontes de deseos”. Querían saber qué había allí, por qué a veces echar los “bichitos” funcionaba y otras no. Podían hacerlo.
Finalmente, lograron apoyo del Plan Juntos, que financió el desarrollo de la infraestructura necesaria para la activación, y del Municipio D, que los ayudó con la difusión, una vez que lograron el producto deseado. También contaron con la ayuda de Felipe, el representante de la Estación Experimental Agropecuaria para la Introducción de Tecnologías Apropiadas de Japón (EEAITAJ), donde se fabrica el EM en particular.
Comenzaron a producirlo a pequeña escala y a usarlo en la escuela. También lo repartieron entre estudiantes, vecinos, otras escuelas e instituciones, incluso vendieron una parte a personas interesadas. En esto también sobresalieron: los niños no sólo lo repartieron, recorrieron una serie de barrios del Plan Juntos con el producto y el conocimiento adquirido para enseñar a usarlo y activarlo; en definitiva, realizaron la transferencia de la tecnología.
A esta altura, ya sabían qué contenía el EM: una combinación que no podía dejar de tener tres especies predominantes: levaduras, bacterias acidolácticas y bacterias fotosintéticas. Además de concurrir a nueve instituciones educativas del Plan y a ferias organizadas por el Municipio D, estuvieron en la cárcel de Punta de Rieles para que lo utilizaran en sus invernáculos y en la Feria Nacional de Clubes de Ciencia en 2015. También llegaron al Programa Huertas en Centros Educativos, de la Facultad de Agronomía, y a la Unidad de Extensión de la Universidad de la República. Este último contacto, junto con el del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable, fueron clave para la siguiente fase.
Los súper MEN
En un momento los japoneses creadores del EM subieron el precio del inóculo, en este caso, la bolsita o botellita que contiene el consorcio de microorganismos. Entonces, en vez de bajar los brazos, ocurrió lo contrario. Una integrante del grupo, Vanesa, de 11 años, dijo: ¿y si los creamos nosotros a partir de nuestros propios microorganismos? Y listo. Se armó el proyectazo.
Había pasado un año desde la primera visita y volvieron al Ceimer: “Volvimos y empezamos el proceso de crear nuestros propios EM con una guía que nos dieron, que no funcionó. Hicimos siete intentos hasta llegar a un consorcio que fuera útil. Los llamamos MEN, por microorganismos eficientes nativos”. Los estudiantes que iniciaron el proyecto ya habían pasado de año y siguieron involucrados. Luego se sumaron nuevos estudiantes y maestros, junto con algunos padres y vecinos del barrio. “La respuesta de la comunidad fue muy buena, fijate que algunos padres iban a la una de la mañana a ver cómo estaba saliendo la activación”.
En 2016, entonces, comenzó una nueva etapa, que requería capturar microorganismos y despejar los que eran eficientes, para producir, del primero al último paso, los increíbles MEN. Probaron distintas técnicas de captura, de activación e inoculación. Llevaron muestras de cada intento al Instituto, donde con la ayuda de Natalia Bajsa comprobaron que los grupos de microorganismos buscados estuvieran presentes; esa combinación mágica de levaduras y dos tipos de bacterias, aunque 100% cultivadas en Uruguay. También testearon que no hubieran microorganismos patógenos con la ayuda de otra microbióloga, Claudia Piccini.
Su esfuerzo, dedicación y cada paso de su investigación están detallados en un informe que realizaron, disponible en formato digital e impreso. Los resultados de toda la aventura van mucho más allá de un MEN que funciona. Formaron una cooperativa para producirlo y venderlo, lo compró la Liga Sanitaria y, como si fuera poco, forjaron un proyecto de investigación que acaba de ser aprobado en la Universidad de la República para estudiar su efectividad en pozos negros y aguas residuales. También quieren comprobar si el MEN sirve para cortar la reproducción del mosquito del dengue. En 2016 fueron a la Feria Nacional de Clubes de Ciencia y ganaron el Premio Nacional de Ciencias.
Actitud vital
Un acto político, un acto de amor, como describe María Eugenia Parodi al final de su informe. Eso es la educación para Federico y muchos otros. Eso es actitud política, militancia de oficio, en busca también del “desarrollo endógeno sustentable”, como lo llamó. En busca de vivir en un mundo donde todos podemos crear conocimiento, compartirlo y producir riqueza. Y que esta producción mantenga un medio sano y limpio. El proyecto Entre Bichitos ha disparado una serie de acontecimientos dignos de un documental, o como mínimo de una charla TED. Es un trabajo digno seguro, de nuevos apoyos financieros para multiplicar la experiencia. Podemos enseñar haciendo y aprender con los niños. Tenemos un ejemplo a seguir, a valorar y difundir, tenemos un proceso real y tangible de apropiación social del conocimiento. A sacarse el sombrero, sí que se puede.
El nacimiento de los MEN
Dicen que fue casualidad. El doctor Teruo Higa volcó su mezcla en el pasto y unos días después empezó a ver cómo crecía vigorosamente la vegetación. Sin más, comenzó a probar mezclas en el suelo hasta que al final, mágicamente, desarrolló la mezcla perfecta. La llamó EM, por microorganismos eficaces, y registró su marca en 1982. Hoy los EM recorren el globo, cual Beatles del mundo microscópico: a donde van hacen explotar las cadenas tróficas y se arma una fiesta de diversidad biológica. Allá a donde van, hacen el bien, sanan el medio, enriquecen el alma de los ecosistemas.
Teruo nació en diciembre, en 1941. Hoy tiene 86 años. Creció entre agricultores y probablemente vivió varias revoluciones agrícolas: la verde, la atómica, la de los pesticidas, la transgénica. Dicen que nunca siguió el camino tradicional de la agricultura, y esto podría depender de quien lo lea. Lo cierto es que su legado es grande y su producto estrella es muy, muy pequeño: una combinación de microorganismos que más que una comunidad es un consorcio, porque no sólo alberga distintos seres vivos, sino porque estos se alimentan y reproducen en plena sinergia.
Según su sitio oficial en Japón: “Es un producto de la Organización para la Investigación de los Microorganismos Eficientes, seguro con el ambiente y amigable con la gente [...] logra efectos sinérgicos combinando microorganismos beneficiosos que existen en la naturaleza, como bacterias del ácido láctico, levaduras y bacterias fototróficas”.
Con esta descripción y muchos casos de éxito, los EM llegaron a 120 países, como una solución tecnológica a la pila de trastornos que sufren la tierra, los cultivos, las vertientes, los ríos y arroyos. Se utilizan en la agricultura, la industria pecuaria, la limpieza de industrias y hogares, incluso se consumen como probiótico. También llegaron a Uruguay en 2003. Su sede de producción es la EEAITAJ, cerca de la localidad de Egaña, en Soriano.
Los MEN se pueden comprar en la cooperativa de la Escuela 319, en Martirené esquina Volpe. También se llevan a domicilio. Contacto: [email protected].