Tal vez no sea el mejor momento (IX)

En agosto se lanzó el Plan Nacional de Educación en Derechos Humanos (DDHH), fruto de un largo proceso que contó con la participación de los más diversos actores vinculados a la educación. Fue elaborado por la Comisión Nacional de Educación en Derechos Humanos (CNEDH) y aprobado por la Comisión Coordinadora del Sistema Nacional de Educación Pública, en diciembre de 2016. No constituye una meta en sí misma, sino un nuevo insumo para la deliberación pública y la elaboración de políticas públicas en esta materia.

En estas líneas quisiera recoger este desafío y continuar la tarea, de modo que el documento no quede relegado a un segundo plano, atrapado en el conjunto de urgencias que demanda la educación en Uruguay: mejores edificios y recursos didácticos, la consolidación de la carrera docente, la ampliación en la distribución territorial, la diversificación de recorridos y aprendizajes, los cambios en los planes de estudio, etcétera.

Como asunto medular a considerar aquí, me detengo en la triple intención que sustenta la educación en DDHH: una educación sobre (efectivamente conocerlos), por medio de (que se plasmen en las relaciones humanas que entablamos) y para los DDHH (para ejercerlos y gozarlos). Una primera cuestión pedagógica, entonces, será el desafío de afrontar la simultaneidad entre abordar la cuestión de los derechos humanos como saber específico (la primera acepción) y como “atmósfera” o “clima” que brinda marcos de referencia para la convivencia (la segunda acepción). Es decir, se deberán elaborar estrategias, didácticas, ámbitos, itinerarios que problematicen esta doble dimensión. Incluso, para complicarla algo más, en esta construcción se podría introducir la tercera acepción, en la que ya se podrá ejercer ciertos derechos, como la participación, la asociación o la expresión, entre otros.

De la mano de este desafío, se puede problematizar esta cuestión en aquella síntesis de Pablo Martinis (et. al, 2011) expresada como “Hacia una educación sin apellidos”. Es decir, la educación moderna siempre es en DDHH porque necesariamente guarda relación con la construcción de ciudadanía y no sólo con aprender ciencias, deportes, artes, etcétera; en este sentido, no sería necesario aclarar que la educación es en DDHH, porque ello sería una redundancia. Pero, por otro lado, tal vez sea necesario, al menos transitoriamente, contar con algunos apellidos, como el de “educación sexual”, “educación científica”, “educación ambiental”, “educación en DDHH”, en la medida que se hace necesario enfatizar, afirmar un sendero, consolidar un marco normativo. En esta dirección, aunque la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas vaya a cumplir 70 años en 2018, la historia cotidiana nos muestra su flagrante violación, por lo que se hace imprescindible seguir insistiendo. De todos modos, estas consideraciones no eximen de un segundo desafío pedagógico: qué dinámicas y qué tiempos nos daremos para considerar “suficiente” la consolidación en derechos humanos para que no tengamos que explicitarlos porque estarán integrados en las relaciones sociales que vivimos.

Y aquí habrá un amplio campo de discernimientos para quienes participen en el acto educativo, presuponiendo, claro está, que los DDHH están, sin cuestionamientos, en la base de lo que acordamos como marco para convivir. Las mismas búsquedas que animaron y animan a amplios colectivos de la humanidad a cuestionar y luchar por la ampliación de estos derechos. Es decir, simultáneamente a que los DDHH puedan enseñarse (primera acepción), habrá que mostrar que son dinámicos, son fruto de conquistas, que no son reconocidos de buenas a primeras, que no todos los aceptan tácitamente. Aquí tenemos, entonces, un tercer desafío pedagógico: en la medida en que los podemos conocer y varios derechos ya nos han llegado como legado de otros que nos precedieron (sufragio universal, legislación laboral, entre otros), y los podemos ejercer, simultáneamente es necesario situarlos en el seno del conflicto social e histórico, por lo que se arriba a ellos luego de planteos, movimientos, expresión de ideas, argumentaciones (por ejemplo, renta básica universal, o la naturaleza como sujeto de derecho). Y educar en estas marchas y contramarchas no es un camino exento de dificultades.

En un tiempo histórico cuyas referencias se pueden poner en entredicho por relaciones líquidas, tecnologías móviles, segregación territorial o flexibilización laboral, los DDHH pueden constituirse en una fuente de autoridad, entendida como legitimidad otorgada porque la reconocemos como construcción compartida, no exenta de conflictos, naturalmente. Y como se trata de un horizonte compartido, nos implica, involucra y compromete, haciéndonos responsables. Se trata del binomio autoridad- responsabilidad que tan bien abordaba Hannah Arendt, según el cual los DDHH (conquistados y formulados) se constituyen en fuente para reconocer su ejercicio en los demás sujetos (tercera acepción) y en eso consiste su autoridad, haciéndonos responsables por generar las condiciones para que efectivamente se disfruten (segunda acepción).

Esta sería una gran apuesta, comprendida en términos de Adela Cortina (1986, 1993) como ética de máximos, como aspiración de una sociedad que aspira al bien común, para que los DDHH no sólo refieran a una ética de mínimos, es decir, de acuerdos básicos para convivir. El presente Plan Nacional de Educación en DDHH puede constituir un instrumento valioso para transitar este paisaje intermedio entre unos y otros.

Referencias

Martinis, Pablo; Ubal, Marcelo y Varón, Ximena (compiladores) (2011): Hacia una educación sin apellidos. Aportes al campo de la Educación no formal, Montevideo: Psicolibros-Waslala.

Cortina, Adela (1986): Ética mínima, Madrid: Tecnos.

Cortina, Adela (1993): Ética aplicada y democracia radical, Madrid: Tecnos.