Hace unos días se difundieron algunas interpretaciones que emergían del informe La educación en Uruguay mirada desde los Objetivos de Desarrollo Sostenible, del Instituto de Evaluación Educativa (Ineed) y UNICEF. Por ejemplo, en el caso de una nota de El Observador publicada el 5 de abril, se advertía que si bien los recursos asignados a la educación han crecido, se corre el riesgo de que, de no haber transformaciones profundas en nuestro sistema educativo, no tengan impacto. Ello dio lugar a diferentes manifestaciones públicas de diversos actores vinculados al sistema educativo y político uruguayo.

Intentaré tomar algo de distancia de ellas para abordar la cuestión desde otro lugar. Para empezar, acudo a otro documento del Ineed, llamado Educación en Uruguay: ¿qué opinan los ciudadanos?, publicado en 2017, elaborado a partir de una encuesta de opinión pública sobre educación obligatoria realizada en 2015. En este documento se puede apreciar la distribución porcentual de las opiniones respecto de cómo ha evolucionado la educación en los últimos diez años (1). En uno de los gráficos se puede apreciar que no es el 100% el que piensa que la educación ha empeorado; esa percepción, aunque puede considerase alta, se ubica en 51%. Pero la otra mitad, algo menos, en realidad, piensa que está igual (22%) o, incluso, ha mejorado (21%). El Ineed se preocupa, al inicio de este documento, por explicitar el carácter representativo de la muestra en el Uruguay urbano (mayores de 18 años de localidades de más de 5.000 habitantes).

Si bien la opción “ha mejorado” puede asimilarse más claramente a una “transformación profunda”, como menciona el informe La educación en Uruguay mirada desde los Objetivos de Desarrollo Sostenible y, por otro lado, “estar igual” puede significar que “no ha habido transformaciones”, en un contexto en el que se recita como una letanía de que “en educación se está cada vez peor”, puede ser motivo de celebración que casi 45% sostenga que este sector no ha empeorado; quizá sea conformarse con poco.

En clave pedagógica, me interesa profundizar en algunas cuestiones vinculadas con el cambio educativo. En este sentido, en el libro que compilaron Gabriela Diker, pedagoga argentina, y Graciela Frigerio, titulado Educar: ese acto político, se advertía sobre la caracterización del cambio como permanente deterioro: una referencia a un “antes” que no se sitúa históricamente y cumple más bien una función mítica. Además, fundamentalmente se apela a una dimensión normativa: lo que la institución educativa debe ser, una suerte de esencia, postergando nuevamente su dimensión histórica, en la que dialoga con el contexto social, responde a nuevas demandas, y es escenario enfrentar nuevos conflictos y contradicciones. Sobre todo, apela a una paradoja en la que Diker se apoya en Christian Baudelot y Roger Establet y su texto El nivel educativo sube: ¿Cómo es posible que experimentemos avances en múltiples áreas de la vida social (tecnología, comunicaciones, derechos) si estamos ante un deterioro permanente que, llevado a un razonamiento al infinito, impediría iniciar cualquier acción educativa? Pues bien, para 45% de nuestra población, según el Ineed, este deterioro no es inexorable.

Otro de los sentidos que se puede atribuir al cambio en educación es su abordaje como promesa. Básicamente, afirma Diker, opera según la siguiente cadena: “Diagnóstico de una realidad siempre necesariamente negativa y perjudicial; enunciación de un punto utópico de llegada y fundación de un nuevo y superador modelo para alcanzarla”. Un cambio que se visualiza como necesario, deseable y posible. Ahora bien, el problema de este planteo, siguiendo a Diker, es que nuestros saberes determinan lo posible, cuando en realidad presenciamos hechos en las instituciones educativas que no habíamos anticipado en nuestros diagnósticos. En efecto, no formaría parte y hasta contradiría nuestros diagnósticos que 45% de nuestra población no diga que nuestra educación está peor; y una posible reacción, cuando la realidad habla, es tender a negarla diciendo que hay cosas que se midieron mal, cuestionando a quiénes buscaron para encuestar o qué parámetros tomaron para medir si algo está mejor o peor. Echarle la culpa a la herramienta, pero no a nuestro esquema mental. La vigencia de la alegoría de la caverna de Platón.

La cuestión aquí no es complicarla con reflexiones sobre cómo se produce conocimiento en educación o con qué sustentos epistemológicos se cuenta. Lo que sí vale la pena anotar es que otro documento del propio Ineed contradice cierto sentido común instalado de que “en la educación está todo cada vez peor”. Este documento no se difundió tanto como el que elaboraron Ineed y UNICEF porque, entre otras cosas, la difusión de este último cumple la función de reforzar el sentido común cuando alimenta una profecía autocumplida por la que se termina creyendo que no podrá haber transformaciones profundas en educación obligatoria en Uruguay. Y aquí, para finalizar, vuelvo a Hannah Arendt: el sentido común basa su potencialidad no en una obviedad o en algo intuitivo para todos, sino que se construye como común, como una trama pacientemente zurcida en el conjunto de las interacciones sociales que lo vuelven común, de todos, clave de interpretación acordada, que remite a símbolos e identidades compartidas. Y esta construcción es, precisamente, la política.

  1. La pregunta fue: “¿Cree usted que en los últimos diez año la educación en Uruguay ha mejorado, se ha mantenido igual, ha empeorado?”