Adolecer lo común, de Carmen Rodríguez y Diego Silva Balerio. Edición: Instituto Nacional de la Juventud, Ministerio de Desarrollo Social, Fondo de Población de las Naciones Unidas.
Ya desde el título se puede constatar una toma de posición de los autores, que abordan lo que se constata a partir de la existencia del programa Jóvenes en Red: la vulneración de los derechos de los adolescentes respecto de dos instituciones que construyen la trama de lo común; por un lado, el sistema educativo; por el otro, el mercado de trabajo.
Podría plantearse que este libro se ubica desde un lugar diferente del que habitualmente encontramos las evaluaciones de los programas. Para ello suelen construirse unos indicadores a partir de las metas propuestas, desde los cuales se mide el grado de su cumplimiento. Ese lugar se expresa desde la tapa, tanto por medio del nombre como de la foto de portada. En ella se ve a dos adolescentes sentados de espalda al fotógrafo, y es una imagen que proyecta a esos dos adolescentes hacia adelante. Pero estos adolescentes no adolecen por ser jóvenes, sino por estar privados del acceso a lo común, lo que vuelve a un adolecer mucho más complejo y difícil de transitar. A esos adolescentes la ley no los está haciendo formar parte de un mundo en común; por el contrario, muchas veces se convierten en los destinatarios del endurecimiento de penas frente a la manifestación de lo que adolecen.
En palabras de los autores: “Estas páginas proponen pensar la asociación entre las políticas sociales, educativas y laborales, con los adolescentes de los hogares más vulnerables (es decir, donde recaen los efectos de las injusticias sociales), más allá de los programas concretos que de una u otra forma se ocupan de esta dimensión de la cuestión social, se trata de políticas y prácticas que tienen la responsabilidad de poner en relación a los adolescentes con lo común”.
Adolecer lo común, entonces, nos ubica en la senda de pensar la complejidad de la intervención educativa en un contexto en el que se fragilizaron los vínculos de los adolescentes con lo común. A partir de esta toma de posición, se expresa un lugar de enunciación particular: desde la interpelación que esos adolescentes que participan en el programa Jóvenes en Red lanzan al sistema educativo y al mercado de trabajo, donde políticas y prácticas se ponen en tensión. Este es un punto interesante del libro, inspirado por el trabajo de los educadores que son parte de esas políticas, pero que logran ir más allá de ellas. Los autores intentan deliberadamente definir una forma diferente de hablar que no quede atrapada en los discursos que se construyen sobre los jóvenes y la pobreza, que la política también refleja, donde la injusticia tiende a nombrarse como porcentajes.
“No es raro –dicen los autores–, mucho menos casual, que en las políticas de adolescencia (vale también para otras políticas sociales) se hable con insistencia en porcentajes, números, territorios. La política es hablada por unos discursos que dicen: tantos y tantas adolescentes no están en la educación, un porcentaje X de jóvenes están desempleados, las acciones prioritarias están en tal o cual territorio, barrio o ciudad”.
Y dicen que esto “no es raro ni casual porque en el campo de las políticas, como territorio de acción y como territorio donde se distribuye el poder, unos saberes resultan ser más jerarquizados que otros”. Para Diego y Carmen se trata de un modo distinto de contar, y, por lo tanto, aluden a otros saberes que bien pueden ser nombrados como los saberes del hacer, pero también del saber contar.
Formas de contar
Los autores de la publicación proponen otra manera de contar y de hacer la cuenta de los que no tienen parte en lo común, para que puedan tomar parte. Justamente, para eso es necesario contar de otra manera, contar otra historia, o mejor dicho, empezar a contar la historia de cada uno de los adolescentes y de los educadores que forman parte del programa analizado. Tomar la palabra es un comienzo para narrar esa historia sobre la forma de hacer del educador que, si bien se inscribe en una política, por efecto de su trabajo puede trascenderla con su práctica. Para eso es necesario aprender a contar, y este libro es un ensayo sobre aprender a contar cómo es el oficio de educar en contextos en los que los adolescentes son privados del derecho a la educación.
Esa es una contradicción que va a atravesar todo el trabajo. Se trata de una contradicción entre la política y la práctica, pero también entre los programas y la política. Es una contradicción que está presente en el accionar de los educadores que a diario se debaten en el marco de una política que busca restituir los mismos derechos que la política educativa y la política laboral les están privando.
Para aprender a contar distinto, Carmen y Diego nos invitan a usar otro lenguaje. A lo largo del texto no aparecen palabras como “resiliencia” y “empoderamiento”, ni ninguna otra que coloque a la vulneración del lado de los sujetos que la sufren, por lo que no se los sobrecarga con la responsabilidad de salir de su situación. En cambio, en el texto aparecen palabras que nombran situaciones en la lengua de los derechos: “vulneración de derechos”, “restitución de condiciones de vida digna y acceso a la cultura”, y “filiación de los adolescentes”, entre otras. Se trata de términos que nombran otra manera de contar y, en ese relato –que no es el de los guarismos que homogeneizan–, las buenas prácticas comienzan a tener visibilidad en la singularidad.
Los autores cuentan que, muchas veces, la forma en que los adolescentes son definidos por las políticas públicas los coloca como responsables por lo que ocasionan: como causa de problemas sociales, de embarazos tempranos, de violencias que afectan a la seguridad pública o de la deserción educativa. En tensión con la política pública, en el libro se encuentran otras cosas en las prácticas de los educadores, actores de una gestualidad que enuncia una posición diferente: “Que les da tiempo a los adolescentes, espera, los escucha, los confronta, propone una y otra vez, y otra más, hace un voto de confianza, ofrece un lugar para pensar, planificar y actuar otra vida, una mejor”.
La política abstracta debe poder traducirse en gestos cotidianos, posiciones y palabras. Es mediante ese movimiento de traducción en un lenguaje de la acción que esta se vuelve práctica, en este caso, práctica socioeducativa a la que los autores van a acercarse como a través de un acto de descripción densa.
Nuevas formas
En ese contexto, emerge una nueva figura del adolescente y del educador. Y aparece también el esfuerzo por tratar de nombrar al adolescente por medio de cuatro rasgos que definen lo que está en juego si lo pensamos como sujeto de la política: la transformación identitaria; la moratoria, que supone la concesión de un plazo para que el trabajo identitario pueda realizarse; la creciente autonomía y la confrontación generacional. Son cuatro rasgos frente a los que los educadores van a tomar posición. Al respecto, el libro se pregunta cómo lo hacen. “¿Cómo los adultos educadores y educadoras acompañan ese proceso de transformación identitaria en la que se produce una confrontación generacional y que necesita tiempo para que pueda ser procesada como condición para el desarrollo de su autonomía? Según entienden, esos procesos son “una posición” antes que un conjunto de técnicas y metodologías: “Una posición que puede construirse sobre la base de ciertos saberes, pero también sobre la base de ciertos gestos, modos y maneras de llevar adelante la tarea política de educar en la adolescencia”.
Al descomponer los elementos que caracterizan la posición del educador, mencionan tres dimensiones que la definen: la presencia, la paciencia y la confianza. Cada una de ellas puede volver a descomponerse en otro conjunto de acciones que fueron recogidas por los autores como parte de su trabajo de relevamiento con los educadores. Tomemos por ejemplo el caso de la presencia. Según la etimología de la palabra, se trata de la condición de alguien o algo que se encuentra en cierto lugar. Para los autores, “la relación de un educador con los adolescentes se cimienta en tanto exista un cierto lugar tan real como simbólico, tan fijo como itinerante, en el cual encontrarse”. Sin presencia, el encuentro no puede producirse.
“Estar presentes como educadores para los adolescentes –plantea el libro– supone las más de las veces un estar disponibles. Por supuesto que en el marco de una relación que tiene sus límites; como toda relación humana se compone de presencias y de ausencias, de autorizaciones y de prohibiciones, de posibilidades y de los imposibles. En esta dimensión, el educador actúa siempre como un artesano que busca hacer bien las cosas por el simple hecho de hacerlas bien, con más oficio que técnica, descubre vez a vez y ocasión a ocasión la pertinencia de esas oscilaciones”. Se trata de una descripción de ese oficio de componer el lazo, de inscribir a los adolescentes en una trama compartida, que representan los educadores.
Cuando comienzan a describir la forma en que actúa el educador en condiciones de fragilización del lazo y de vulneración de derechos, nos encontramos con lo más universal que tiene la tarea de enseñar. ¿Qué más universal en este oficio de educar que sostener una posición adulta que pacientemente confíe en el otro, en su capacidad e inteligencia? ¿De qué forma si no es interviniendo en cada situación para encontrar el punto justo, para ayudar a encontrar la forma en que se puede tomar parte de lo común? ¿Qué otra cosa es el proceso educativo más que la posibilidad de ofertar a las nuevas generaciones participar en ese patrimonio cultural valioso que ponemos a disposición de ellas porque les corresponde por derecho? Paradójicamente, donde este derecho es puesto en cuestión es donde más se visualiza su esencia.
En acción
El libro vuelve visible que la acción educador no puede dejar de lado aspectos que son inherentes a la tarea educativa, aun cuando se desarrolle en condiciones de privación del derecho a la educación. Aun cuando estos aspectos son negados por la forma en que son diseñados los programas y las políticas, no pueden dejar de ponerse en juego sin que se niegue la posibilidad misma de que el acto educativo tenga lugar. Por eso, educar en estos contextos es un acto político radical, y la acción misma de hacerlo pone en evidencia que aquello que tendría que tener lugar no está presente.
Al mismo tiempo, si la política no acompaña al educador cuando intenta sostener su presencia en un contexto en el que se han producido daños en la vida de los adolescentes, su tarea puede ser titánica. Cuando las instituciones que nos hacen formar parte del mundo en común expulsan a los adolescentes en vez de acogerlos, es difícil que esa posición pueda sostenerse durante mucho tiempo.
Es entonces que uno se pregunta qué sentido tienen los programas para trabajar con jóvenes en contextos de exclusión si las instituciones que los deben acoger los expulsan o no les hacen lugar. Justamente, esta es una interpelación fuerte que hace el libro. El trabajo con los adolescentes debería plantearse para garantizar los derechos en las instituciones donde deben estar y no generar políticas sustitutivas para paliar los efectos perversos de su forma de funcionamiento. Desde este punto de vista, el libro denuncia lo que no están haciendo las instituciones que construyen el lazo con lo común.
En este sentido, recojo el guante respecto de un planteo que se hace en la publicación. Lo que actualmente está pasando en el sistema educativo para quienes tienen hasta 17 años es que los jóvenes están, pero no avanzan. La política educativa está logrando que no se vayan, pero aún no hemos conseguido revertir una matriz desde la cual fue construida la educación secundaria: la selección de los mejores que van a ir a la universidad. No nos engañemos; si hay instituciones que no acogen es porque coexisten fuerzas en su interior que tienden a expresar proyectos de sociedad diferentes. Que a los pobres les vaya peor no quiere decir que los pobres tienen una inteligencia inferior para aprender. Ocurre que la selección opera con más crudeza sobre ellos, en un sistema que aprendió a identificar la calidad y la exigencia a través de ella. Socialmente está instalada la idea de que, si a todos les va bien, es porque somos populistas o bajamos el nivel de exigencia; desde esta perspectiva, no es que todos los adolescentes tengan derecho de estar en la educación pública. Esta es una batalla pedagógica, pero principalmente política. En la medida en que no terminemos de asumir que una política educativa es un asunto político de primer orden, en el que se juegan las representaciones de la sociedad que queremos, no vamos a ninguna parte. Efectivamente, la política educativa tiene una dimensión técnica, pero este es un segundo momento de su traducción operativa. En la medida en que tengamos pudor en sostener que el principio de igualdad es el que debe batallar en esta disputa educativa, vamos a seguir discutiendo cómo hacemos para aumentar las tasas de egreso, o qué cambios curriculares habría que hacer para mejorar la oferta. No podemos seguir diseñando programas para pobres, cuando el sistema educativo funciona con una lógica selectiva.
Pero la discusión entonces pasa por el tipo de sociedad que queremos. ¿Queremos un Uruguay donde todos los adolescentes puedan llegar a una educación terciaria o universitaria, o apenas queremos que los adolescentes terminen lo que la ley define como el tramo obligatorio? Ahí se juega el proyecto de país al que aspiramos. Y si ese es el horizonte, deberíamos pensar cómo hacemos para que todos los adolescentes no adolezcan de lo que les corresponde por derecho, la participación en la cultura y en el trabajo. Lo que se pone en evidencia en la posición de los educadores es la igualdad ante los adolescentes. Sin esa igualdad, el acto educativo no es posible. Y eso es lo primero que debe traducir una política educativa, la forma en que nombra a sus sujetos no es menor. Después vemos qué medidas de política lo traducen, pero antes tenemos que saber si estamos dispuestos a compartir las plazas con los recién llegados. Esa es la discusión política primera.