Carlos Magro es español, se formó en ciencias físicas, historia y geografía, aunque nunca se dedicó a esos temas específicamente: desde hace unos 20 años está vinculado desde la gestión y “la periferia” al mundo educativo, en actividades de gobierno en Madrid, en universidades y en proyectos sobre cultura científica. En los últimos años ha buscado desarrollar una actividad “a caballo entre la gestión, la acción y la reflexión”, y se desempeña como consultor independiente y vicepresidente de la asociación Educación Abierta, que está integrada por personas interesadas en la educación y busca “propiciar un debate social y educativo más rico que el que normalmente hay”. Su trabajo lo ha vinculado con la Red Global de Aprendizajes, que lo invitó esta semana a recorrer algunos centros educativos en Uruguay y a participar en el evento Enlace 360, el miércoles.

Magro cuenta que la asociación es plural y que entre sus integrantes no comparten “un decálogo de lo que hay que hacer”. “No hacemos nada con muchas pretensiones, no intentamos ser un think tank ni generamos documentos para inspirar una reforma educativa o un libro blanco”, aclara. Lo que sí buscan desde hace unos años, en un eje al que llaman “Calmar la educación”, es que el debate sobre educación sea “amplio y participativo”, porque para lograr cambios en esta materia se necesita, asegura, “mucha conversación”.

¿Qué pasa con el debate educativo?

Lo que pasa es que no pasa nada, que no cambian casi nada las cosas, que nos enzarzamos en cuestiones secundarias, periféricas, y que no se discute sobre temas que verdaderamente importan a las familias, a los niños, a los docentes, a las escuelas. Calmar la educación era cambiar el debate. El debate es muy crispado normalmente, porque está muy utilizado políticamente, entonces calmarlo es eliminarle crispación, lograr un debate más sosegado, más profundo, más lento. Calmar está unido a lo slow, a la necesidad de recuperar la idea de que la educación es algo lento; necesitamos hacer las cosas sin prisa, sin estar presionados por [las pruebas del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos] PISA [que aplica la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico], sin estar presionados por los resultados ni por los empresarios... Pero es necesario sí discutir sobre cosas importantes, porque creemos que en estos momentos la educación necesita transformación, cambio. Vivimos en una especie de encrucijada. No comparto el discurso negativo de que todo va peor, de que los niños saben menos, de que son más indisciplinados, discurso que también, seguro, está instalado aquí... Creo que hemos avanzado muchísimo, hemos universalizado la educación, hemos llegado a todos y hemos mejorado los niveles de aprendizaje. En España no hay ninguna prueba, incluidas las PISA, que pueda decirnos que las generaciones actuales están peor preparadas que las anteriores; todo lo contrario. Otra cosa es que no nos guste todo lo que vemos y otra cosa es que necesitemos mejorar, que no sea suficiente y que sigamos teniendo problemas de aprendizaje y de equidad; pero estamos mejor. Otra idea importante en este debate que hemos planteado es que la sociedad civil y la escuela, en tanto que conjunto de comunidades educativas, de profesores, de alumnos y de familias, aunque en muchos casos está paralizado, en otros va delante de la legislación y de lo que los políticos dicen. Va por delante la sociedad de los marcos que tenemos.

¿Cuáles son las claves del cambio educativo?

No lo tengo muy claro, pero me hago eco de la investigación y lo que las prácticas educativas están mostrando. Cuando digo que es un buen momento es porque tenemos mucha investigación sobre qué significa aprender hoy y cómo deberíamos enseñar, es decir que sabemos cómo hacerlo; hay escuelas que lo hacen bien, es decir que tenemos buenos ejemplos; y sabemos también mucho más que antes sobre cómo cambiar las cosas, cómo hay que provocar procesos de cambio. Sin contar con que creo que las infraestructuras que tenemos, en el sentido más tecnológico, favorecen cambios pedagógicos y metodológicos sobre los que ya se hablaba hace 40 o 50 años, pero entonces no estaban las infraestructuras para llevarlos adelante. Contamos con muchos datos.

Lo que tenemos claro es que después de muchas décadas de reformas educativas muy claras desde arriba hacia abajo, las prácticas escolares se han mantenido más o menos igual, y no hemos transformado la educación como deberíamos. Parece claro que no es suficiente con las políticas educativas, que sí son necesarias y nos dan el marco, pero el cambio que necesitamos no se impone, no se ordena, no se prescribe... Todo eso lo tenemos bastante claro. También tenemos claro que no es suficiente lo que pasa abajo, porque siempre ha habido profesores y maestras muy innovadores en su aula. Eso no ha transformado ni los centros educativos ni en general, no es suficiente tampoco lo que pueden hacer los individuos solos. Entonces, en lo que parece que hay un acuerdo, con las dificultades que esto tiene, es en decir que el ámbito del cambio hay que situarlo en lo mezzo, ni en las macropolíticas ni en las micropolíticas. Y lo mezzo son muchas cosas, pero en primer lugar son los centros educativos. Cada centro educativo potencialmente es un nodo del cambio y la innovación. Ahí tenemos que actuar, y hay que ver qué condiciones tienen que darse para que eso se produzca. Lo mezzo también es la red de centros, generar redes de centro que compartan un interés, un proyecto es un tema tremendamente importante; ahí sí se producen cambios. Lo mezzo también sería prestar más atención a las políticas pequeñas, a nivel municipal, que a las grandes políticas, y lo mezzo sería también actuar mediante pequeñas políticas de mucho impacto y bajo costo en todos los sentidos (de implementación, de diseño).

Lo otro que sabemos es que el cambio, da igual por dónde empieces, al final es como un cubo de Rubik o una roseta con muchas dimensiones, y que es muy sistémico: hay que cambiar muchas cosas. Si, por ejemplo, decido empezar a trabajar por proyectos, esa decisión va a tener implicaciones enseguida –y lo saben los docentes–, en qué entienden por currículum, cómo lo ordenan, si tienen que unir materias, contenidos y disciplinas, es decir, ataca directamente al contenido curricular. Lo siguiente que van a darse cuenta es que van a tener que cambiar la evaluación: cómo se evalúa el proyecto, en qué nos fijamos, quién evalúa, cuándo, entonces de repente la evaluación ya no es calificación sino algo mucho más rico; es parte del proceso, pero hay que cambiarlo. Se van a dar cuenta de que a lo mejor hay que tirar una pared porque necesitamos un aula más grande para que los chicos trabajen en equipos, a lo mejor la clase de 50 minutos típica ya no nos sirve; es decir que provoca cambios en la configuración escolar, del espacio y del tiempo. Luego, si yo quiero trabajar en un proyecto, que casi siempre es multidisciplinar, tendré que trabajar con mis compañeros docentes y necesitaré tiempo... Lo que sí sabemos es que es multidimensional, muy sistémico, y que tiene muchas dimensiones que hay que atender, aunque empecemos por una.

Hablabas del aprendizaje basado en proyectos. ¿Hay que optar por un método?

Lo que vemos es que necesitamos diversidad; clarísimamente, diversidad metodológica. Igual de buena puede ser la clase magistral de toda la vida, la lección, que incluir un aprendizaje activo, una metodología por proyectos, salir al campo. No hay una metodología única, lo que precisamos es diversidad metodológica. Eso complica la tarea del docente, que tiene que manejar una panoplia de metodologías mucho más rica que lo que tenía antes; necesita una formación más amplia, y otra característica importante es que es necesario trabajar con otros. Sólo va a ser difícil que, como docente, maneje todas las metodologías, todas las formas de evaluar, los contenidos, gestione bien el aula, sepa de tecnología... Esto es difícil, porque no son supermanes. Sin embargo, es más sencillo pensar que un equipo de tres, trabajando con un equipo de alumnos, tenga esas competencias repartidas. Es tremendamente importante y nos cambia mucho la manera que tenemos de vernos como docentes.

Eso refiere al rol que debería tener el docente en el cambio.

En esas dimensiones, una de ellas tiene que ver con la formación docente y desarrollo profesional, y otra con la concepción de cultura profesional. Tradicionalmente, no sólo en Uruguay sino también en España, es una cultura muy individualista: “Yo, mis alumnos, mis problemas, mis exámenes, mis materias”, y ahora sabemos que es todo lo contrario, que la docencia es esencialmente una tarea colectiva. Uno de los problemas que detectamos con esto del cambio y la innovación es la presión que sufren los docentes con todas las cosas que tienen que hacer o qué les dicen que tienen que hacer; ese malestar docente, que existe, que se traduce en muchas cosas, tiene que ver con esa gran presión que ponemos sobre los individuos, y yo creo que una de las cosas que habría que cambiar es la cultura de los centros educativos y la cultura profesional, para entender que tiene que ser colectiva: es mucho más sencillo soportar la presión en un equipo que individualmente. Tal como decía que necesitamos diversidad de metodologías, en los equipos docentes necesitamos diversidad de roles y de personas, para abordar la complejidad actual. Igual te diría con respecto a la evaluación: ¿el examen está bien o mal? Depende. Estará bien hacer una prueba tipo examen de vez en cuando, pero tendré que ser más rico si quiero evaluar competencias o proyectos, necesitaré más instrumentos de evaluación (rúbricas, portfolios, autoevaluación...). La escuela tiene que ser más diversa en todos los sentidos: ya lo es en los alumnos, ahora necesitamos darles respuestas desde el otro lado.

Muchos estamos de acuerdo en decir que la enseñanza hoy es más complicada que antes, no porque ahora sea más difícil enseñar la matemática o la historia, sino porque en las aulas tenemos otra sociedad. Tenemos que pensar un aula mucho más diversa: donde antes había unos pocos, ahora están todos, por tanto hay mucha más diversidad –cognitiva, de atención, social, económica, religiosa, de interés– y eso hace mucho más compleja la labor de enseñar. Además, los fines de la escuela han cambiado. Antes nos bastaba con que unos pocos llegasen al final, en un proceso de selección digno de una empresa de recursos humanos; al final sólo llegaban unos poquitos que iban a ocupar los grandes puestos. Ahora un país no puede permitirse que en su enseñanza obligatoria no lleguen todos ni que todos lleguen con una formación básica mínima. Esa diversidad que tenemos en las aulas requiere diversidad.

Uno de los instrumentos a los que a veces se presenta casi como un mito, con el objetivo de personalizar la educación, es la tecnología como una herramienta para que los estudiantes adapten el proceso de aprendizaje a sus ritmos. Pero a la vez la tecnología genera mucha resistencia. ¿Cómo introducirla?

Tenemos que reflexionar mucho sobre el tema. Personalizar exige personalización, no individualización. Si la personalización que ofrecemos a los alumnos los aísla, no les permite trabajar juntos, desarrollar competencias de trabajo en equipo, no es buena personalización, no es lo que estamos buscando. Personalización significa ser capaces de atender las diferencias; ahí la tecnología puede ayudar, pero también ayudan otras cosas. Sobre tecnología y educación hay que pensar mucho. Primero hay que tener en cuenta que siempre ha habido tecnología: el boli es una tecnología, el libro es una tecnología tremendamente potente, el pizarrón... incluso tecnologías más modernas han sido vistas como fuente de transformación, aunque no lo han conseguido en los últimos 100 años. Todas las tecnologías de la comunicación, desde el cine hasta la televisión, el video, los primeros ordenadores, las tablets, todas las tecnologías de la comunicación de los últimos 100 años han sido vistas como palancas para transformar, para personalizar, y no lo hemos logrado, porque pensábamos que esto era cuestión de una sola variable. Pensábamos que bastaba actuar sobre una cosa, en este caso la tecnología, para provocar esa transformación que estamos viendo que es muy sistemática. Plan Ceibal es un buen ejemplo; en estos diez años hemos visto cómo ha ido rápidamente evolucionando y de lo primero que hizo, cuando era proveedor de unos dispositivos con la idea de garantizar el acceso a unas tecnologías a todo el mundo, ha ido evolucionando a lo que tenemos ahora, a la Red Global de Aprendizajes, en lo que la tecnología empieza a ser una infraestructura casi invisible. Nunca va a ser invisible, porque la tecnología no es neutra, pero empieza a ser una infraestructura invisible en términos de conectividad o dispositivos, y lo importante está –y eso la Red lo plantea muy bien en su marco teórico y práctico– en las pedagogías y en la manera que tenemos de gestionar el cambio. Esto es tremendamente importante, darse cuenta de que no es una cuestión de tecnificar la escuela sino de escolarizar la tecnología, y escolarizar la tecnología pasa por entender qué va adelante: una reflexión sobre qué pedagogías son las más adecuadas para los objetivos que queremos y qué tipos de organización escolar –y, por tanto, de gestión del cambio– tenemos que hacer.

Y la última reflexión sobre la tecnología sería que no podemos sacarla de la escuela. Vivimos en un mundo tecnológico, queramos o no, nos guste más o menos. Tecnología no es un conjunto de herramientas, es un ecosistema en el que vivimos, trabajamos, nos relacionamos, estudiamos, aprendemos, y por lo tanto no podemos ignorarlo. Sacar la tecnología del contexto escolar es desconectarla de la realidad social, de la realidad en la que vivimos y, por tanto, es desconectar a la escuela de su fin principal, que es educar para la vida. Sí hay que desarrollar un espíritu crítico hacia la tecnología, un espíritu reflexivo sobre los usos que hacemos de ella; necesitamos trabajar todo eso en la escuela y fuera de la escuela, pero cortar de lleno, como si fuera una burbuja, lo que sucede en la escuela de todo el resto sería un disparate que iría en contra de los fines mismos de la educación.