La del título es la pregunta que me hago siempre. Cada día, cada minuto, cada segundo que estoy en un salón de clase y fuera de él desde 1983, que fue el primer año en que me dediqué a dar clase. Educar no es meramente transmitir conocimientos; es muchísimo más. Por eso creo que la gente no le da la importancia debida a la educación. Se la identifica con el mero traspaso de conocimientos de una mente a otra. Pero ¿cuánto dejamos afuera si definimos la educación como un simple trabajo intelectual que se puede llevar a cabo dictándoles a los alumnos de un libro o un cuaderno? Pienso que, en parte, el mundo está mal por la mala educación que impartimos, por la creencia de que en el salón de clase sólo debe imperar la transferencia de conocimientos de una mente a otra y dejar el alma afuera, los sentimientos, las emociones. Existe en nosotros, los docentes, cierta timidez de traspasar los límites de lo que hemos heredado de generaciones anteriores como definición de educar. Pienso que el error está en no darse cuenta de que es necesario educar con el alma más que con la mente.

Ser menos racionales, o aquello de Descartes: “Pienso, luego existo”. A lo largo de los años, recorriendo liceos de Montevideo he visto la enorme necesidad de los adolescentes en el aspecto afectivo y cómo esa necesidad no se les satisface con un poco de cariño; y no basta con decirles “mi amor”. Hay que actuar en consecuencia. Me angustia mucho ver el asesinato de las emociones que se produce en nuestras instituciones educativas, como si el amor estuviera prohibido. Sos mal considerado si no te referís al amor como “los elementos afectivos”. Creo que el amor es el elemento absolutamente indispensable en el educador para ayudar a esta juventud tan necesitada. Pero parece que nadie quisiera darse cuenta de lo que está pasando, un sistema totalmente perimido que sigue su curso por un miedo paralizante a innovar, a hacer del salón de clase un estupendo laboratorio sobre cómo ayudar a mejorar la raza humana. Estas líneas no servirían de mucho si no las acompaño de algunas cartas en las que algunos de mis ex alumnos se refieren a la incidencia de mis clases de matemáticas en sus vidas, en las que siempre he intentado, con mayor o menor éxito, poner en práctica lo que expongo en estas pocas líneas.

Buen día profesor, soy la chica de 1° 7, la que el año pasado dejó el liceo. Hace días estuve pensando en si ir al liceo y hablar unos minutos contigo; a decir verdad no se me presentó la oportunidad, entonces pedí su nombre y apellido para poder hablarle aquí. Me gustaría que supiera que como para muchos, en mí también marcó algo: aprontar las cuadernolas y pensar “qué bueno, hoy tengo Matemáticas”, y que, a pesar de que el día no haya sido muy bueno, tú eras una de las personas que podían arreglar algo, siempre llegando con una sonrisa a la clase, siempre con su buen humor. No sé si sabía, pero hace seis años que tengo depresión, tuve intentos de suicidio (dos ese año), suelo tener problemas en mi hogar, autoestima baja, etcétera... Te cuento esto para decirte que con tu humor puedes alegrar a muchos alumnos, que pueden haber pasado o estar pasando por lo mismo que yo. Te conocí con 12 años, de un día para el otro no pude asistir más al liceo y no pude volver a disfrutar de tus buenas clases. Hoy con 14 te vuelvo a buscar para hacerte saber lo que eras para mí, además de un profesor, una de las personas que más alegraba mis días, y ojalá sea así para más alumnos... Hasta estuve con miedo de que te jubilaras, jaja, porque recuerdo que dijiste un día que planeabas hacerlo. Gracias por todo, siempre estarás en mi memoria.

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Querido profesor, tal vez no se acuerda de mí, pero fui un estudiante de su matemática tan exótica en 1996. Quiero agradecerte, Rodolfo. Vos me cambiaste la vida, hermano. Debo confesar que siendo estudiante tuyo en esos días lo que menos me importaba eran las matemáticas, es que la vida estaba siendo dura para mí y no me gustaba mucho tu forma canchera, jeje. Pero lo importante es lo que hiciste por mí. Un día había llegado al liceo, como muchos, con una paliza arriba de mi padrastro por aquellos días. Ya con 16 años sentía que mi vida no tenía sentido, y pensaba en no seguir más con ella. Pero un día me dijiste que me quedara al terminar la clase... Ufffff, pensé, era lo que me faltaba. Pero vos me pusiste una mano en el hombro y, mirándome a los ojos, me preguntaste: “¿Qué te pasa, guacho?”. Y eso hizo que rompiera a llorar, me invitaste a un café y te conté mi historia, fue la primera vez que sentí que lo que me pasaba le importaba a alguien. Después de escucharme y dejarme llorar, me diste un consejo: “Andate de tu casa”. Y lo hice, me llevó unos meses pero lo hice, y eso me marcó y me permitió seguir viviendo; hoy tengo hijos, amigos, una familia, mi casa, he viajado, conocido personas y sigo adelante, tengo una profesión y vivo haciendo lo que me gusta. Estoy estudiando Psicología Social, estoy terminando el primer año y la vida sigue dura, ¡pero no me rindo! ¡Como vos dijiste! Quiero pedirte algo: tomemos otro café, dejame agradecerte y decirte que has sido una de las personas más importantes en mi vida y que no te olvidé nunca. ¡Simplemente gracias, Rodolfo!

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¡Rodolfo! Hoy estudiando me acordaba de tus clases. Me acuerdo que eran entretenidas, dinámicas, inclusivas, y por lo menos yo sentía que vos nos veías como personas, no como una especie de computadora en la que había que ingresar información. Me acuerdo de tu forma de enseñar, de las calabazas, los fantasmas, y los acertijos que proponías, siempre explotando el mayor potencial de cada uno de tus alumnos. Me llevé varias anécdotas de tu clase, aparte de los conocimientos, y a pesar de que estoy segura de que tus alumnos te agradecen tu forma de ser y la celebran siempre (como cuando saliste votado profesor consejero de todos los segundos que tenías), me pareció buena idea compartir contigo esto. Espero que nunca cambies, en ningún aspecto. ¡Espero que puedas seguir repartiendo regocijo entre las cuatro paredes de los salones, y seguir mostrando la excelente persona que sos fuera de ellos! Les deseo mucha felicidad a vos y a Analía, quien por el tiempo que compartí con ella sé que es una compañera a tu altura, maravillosa también. ¡Besos y gracias!