Hace aproximadamente un año publiqué una nota, en esta misma columna, sobre el proceso de un grupo de niños que trabajó durante el correr de un mes con la historia clásica de Romeo y Julieta en una escuela de “contexto crítico”. Todo había comenzado con un diálogo en el que vagamente identificaban los nombres de los personajes, pasando por un breve relato oral, luego el disfrute grupal, a través de sus ceibalitas, de una versión cinematográfica disponible en Youtube, hasta sus reflexiones morales sobre la culpa a partir de la tragedia. El proceso había culminado con la presentación en vivo, en el gimnasio de la escuela, de una versión clown del original de William Shakespeare, a cargo del colectivo teatral Al Borde.

Desde mi niñez he sido fanática de la historia de los enamorados veroneses, cuyo noviazgo, prohibido por la enemistad entre las familias, había desembocado en la desgracia. Más adelante perseguí detectivescamente sus orígenes y descubrí que se trataba de hechos reales acaecidos en 1303, transmitidos por tradición oral y retomados más tarde en las más variadas versiones escritas: las hubo en forma de verso, de prosa, con diferentes títulos; la misma historia de los mismos amantes pero con distintos nombres. Historiadores han señalado que eran familias rivales en sus posturas políticas, dispuestas a todo en su enemistad, y quizás eso explique que el mismísimo Dante Alighieri los mencionara en el Canto VI del Purgatorio de su Divina Comedia. La tradicional versión de los hechos quedó establecida de una vez por todas en una novelita que el italiano Mateo Bandello escribió en la primera mitad del siglo XVI, que fue traducida al francés y al inglés y sirvió de inspiración a Shakespeare para inmortalizarla, pero también para legarnos una versión castellana muy poco conocida, Castelvines y Monteses, de Lope de Vega.

A lo largo de la vida leí fragmentos de casi todas las versiones, vi algunas puestas en escena y todas las películas, visité Verona y me asomé, como no podía ser de otra manera, al dudoso balcón, pero debo decir que jamás me emocioné tanto como con la última representación de Julieta y Romeo al borde, el 6 de noviembre, en el Centro Cultural Florencio Sánchez. Yo ya había relatado, en aquella nota de 2018, que los actores de la compañía eran nada más que tres, Cathy, Juan Pablo y Christian, que se turnaban para cambiarse de traje y cubrir todos los personajes, siempre a la vista del público. Explicitando la fragilidad del hecho teatral, poniéndose y quitándose pelucas y máscaras y protestando por el poco rédito de todo ese trabajo, pedían ayuda a participantes del público para encarnar algún personaje faltante.

En la reciente tarde de miércoles tuvo lugar la última función de la obra hasta quién sabe cuándo, y eso implicó cierta nostalgia en los miembros de la compañía, que habían estado trabajando juntos durante cinco años. El cierre fue un insólito broche de oro, a sala llena (300 localidades), para un público de un promedio de 14 años. Había cierta añoranza que podía olerse en el aire también: en una fecha equidistante entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones nacionales, por una y otra razón, habríamos querido detener el tiempo para siempre en una foto instantánea de ese paisaje diverso, de comunión, de alegría, que no había sido sencillo construir.

La propuesta, financiada por la Comisión Sectorial de Extensión y Actividades en el Medio de la Universidad de la República (Udelar), había implicado la organización, durante cuatro funciones, en una sala profesional, de una instancia de teatro-foro gratuita para estudiantes de la educación pública. Desde 2005, la Udelar ha estado incrementando sus fondos para este tipo de actividades con el fin de compartir su trabajo con la sociedad y, como era de esperarse, un proyecto cultural para niños y adolescentes fue aprobado. La Udelar se encargó, así, del alquiler de la sala, el transporte de la compañía y los insumos de maquillaje, cotillón y papelería para la puesta en escena. Cada acción cultural implica una serie de elementos costosos que no todo espectador imagina. El más valioso es el trabajo de los artistas, que ponen su talento, su tiempo y su cuerpo, pero eso no estaba cubierto. Todavía falta para que las sociedades lo comprendan, pero vamos en camino. O tal vez no; ya se verá.

Descendiente de inmigrantes llegados de la Europa del este en la década de 1930, nací en el Cerro; por eso fue una excelente noticia que, después de una ardua exploración por teatros de Montevideo, la compañía hubiera concretado con el Florencio Sánchez. Se trataba del viejo Teatro Cinema Apolo del que hablaba mi abuelo en entrañables recuerdos, que quedaba a nada más que tres cuadras de mi casa. Yo lo había visto como parte de mi paisaje cotidiano cada vez que hacía algún mandado de la mano de mamá por la calle Grecia, desde siempre llena de comercios, como si fuera un centrito apartado del mundo. El teatro, inaugurado en 1915, había sido una iniciativa privada barrial, y cuando yo nací, en 1968, hacía sólo cinco años que se llamaba “Florencio Sánchez”, tras haber pasado a manos de la Junta Departamental de Montevideo. Durante la gestión de Tabaré Vázquez en la Intendencia de Montevideo, con el fin de impulsar la vida cultural del barrio fue proyectado como teatro “polivalente” por el Instituto de Diseño de Facultad de Arquitectura de la Udelar, y se reinauguró en 1996 como “Centro Cultural”. Hace 15 días volví a ver su fachada modernizada, después de tanto tiempo, y algo tembló en mi garganta cuando traspasé la puerta.

El público fue el detalle determinante de tanta magia. Minutos antes de cada función, el hall se llenó de túnicas blancas, cabecitas inquietas como pájaros y adolescentes taciturnos de mirada curiosa. Provenían en su mayoría de la zona: el Cerro y La Teja. Yo estaba a cargo de pasar la lista de los grupos registrados, y disimulaba mi perplejidad ante la variedad de instituciones públicas educativas. Hace tiempo que no trabajo con niños y adolescentes, y no estoy familiarizada con la variedad de centros que han ido surgiendo durante los últimos años. Entre estudiantes de escuelas, escuelas técnicas, liceos y un colegio privado, descubrí que existen los clubes de niños, dependientes del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, para complementar la acción de la familia con hasta seis horas de cuidado diario y contenidos educativos de apoyo a la escuela. Había grupos de adolescentes del Centro Educativo de Capacitación y Producción, dependiente del Ministerio de Educación y Cultura, para jóvenes fuera del sistema educativo formal y que no trabajan, y de los Centros Educativos Comunitarios, espacios barriales dependientes del Ministerio de Desarrollo Social donde se enseña robótica, informática y creación audiovisual.

El Sistema de Cuidados también estuvo presente: durante una de las funciones, un preadolescente ciego, acompañado por su asistente personal, vivenció como uno más la obra desde las filas centrales. Inesperadamente, Romeo se había escabullido hasta terminar sentado junto a él, procurando esconderse de sus anfitriones durante la escena del encuentro en la fiesta de los Capuleto. Julieta, desde el escenario, le pregunta a su nodriza (Christian con peluca y pollera) quién es aquel caballero entre la multitud. La nodriza finge no ver y aprovecha la oportunidad para hablar descaradamente de los jóvenes del público. El asistente le describía al oído el paisaje visual, el niño lo terminaba de armar en la mente con su percepción de las voces, y el cascabel de su risa se extendía por el teatro.

La muerte de Romeo y Julieta nunca me pareció tener sentido. Realidad o ficción, mi obsesión por la obra ha estado marcada por una búsqueda de su reescritura. Y eso es lo que hace este público juvenil, una y otra vez, al final de las distintas funciones. Reflexionan de forma guiada durante el breve foro sobre las acciones de los personajes, proponen resoluciones alternativas, y la última escena vuelve a comenzar. Con leves variantes, suele reducirse a que Romeo se demora en su ingesta del veneno, Julieta se despierta, y son felices para siempre. Todos nos vamos sonrientes. Dicen que la verdadera historia no fue así; todas las leyendas del mundo contra esta diminuta legión convocada en un rincón del Cerro de Montevideo. Pero esta es su propia versión, la que necesitan.

Tras la última función, queda una sensación extraña, de una paz desolada. Ya los actores hablan en sus tonos de voz corrientes mientras se van quitando las pelucas y las capas. Desde la platea sólo son testigo unas mudas sillas vacías, sobre las que brillan restos de papelitos de colores. Los personajes reconvertidos, tras sonar las campanadas de la ficción, en personas comunes y corrientes se abrazan con los ojos húmedos. Los oigo murmurar que tal vez lo vuelvan a hacer, que no quieren parar, que es algo necesario.

Así que todavía no sabemos. Puede que acaben los amores y contiendas entre los Capuleto y los Montesco por un tiempo, quizá cinco años. Pero si este momento de las vidas de estos niños, las emociones, las reflexiones y el bienestar suscitados han dejado alguna huella, no importa lo que venga. Todo habrá tenido sentido y podrá recomenzar.