Cada año, al percatarme de que estamos en la época en que “van a comenzar las clases”, se me vienen a la pantalla de la mente –como a todo el mundo, supongo– las góndolas de los supermercados abarrotadas de cuadernos y útiles escolares, las financieras haciendo publicidad de los préstamos para sobrellevar mejor los gastos, las túnicas blancas salpicando las calles, resplandecientes y casi crocantes, recién salidas de la fábrica, los cuadrillés con puñito fruncido, los abanderados, el himno, esas cosas. Dependiendo de la etapa de la vida, me vi a mí misma lamentando el fin de las vacaciones, más adelante me sentí liberada de mis hijos inagotables, en otras ocasiones los anuncios de los préstamos fueron información muy importante; incluso una de mis preocupaciones fue, alguna vez, que ojalá no llorara mucho mientras esperaba afuera de la escuela a que mi hijo hiciera la adaptación. Qué él no llorara mucho; en cuanto a mí misma, ya me las arreglaría. Esas diferentes perspectivas se han alternado dentro de mí, dependiendo de mis edades y de mis roles, muchas veces superpuestos.

Esto hasta el año pasado, cuando mi mirada cambió después de transitar cuatro meses por la oficina donde una vez por semana iba a anunciar mi llegada: la dirección. Ahora, cuando pienso que recomienzan las clases, me imagino el amplio portón de entrada de esa querida escuela pública y cómo ese conjunto modesto de dos habitaciones interconectadas, de paredes blancas y un bañito común, pasará, de la noche a la mañana, del silencio fresco y ordenado tras las venecianas corridas a ser la pasarela de cuerpos de distintos tamaños, rostros de variadas expresiones y voces casi siempre superpuestas de diferentes tonos revelando un abanico inabarcable de emociones posibles.

De mi niñez recordaba la dirección como un terrible lugar de castigo. “¡El que converse se va a la dirección!” era una de las más temidas amenazas, y la directora, o su secretaria (siempre fueron mujeres, en mi limitada experiencia que abarca una sola vida) eran imaginadas como brujas malvadas de mirada torva. Tanto miedo me daba, que nunca hice nada para terminar allí. O tal vez eran sólo amenazas, y a nadie enviaban a la dirección realmente; ahora no lo recuerdo. Sería bastante lógico, porque, ahora lo sé, con todo el trabajo que tienen en esa oficina, lo que faltaba era que cayera un alumno a quien, encima de todo, hubiera que convencerlo, a fuerza de sermones y ceños fruncidos, de que le habían infligido un castigo horrible. Porque, la verdad sea dicha, ¿qué podía tener de espantoso ir a la dirección?

Pero recién ahora comprendo eso. Los últimos meses de 2018, mientras me cobijaba allí entre taller y taller, esperando que terminara el recreo, observaba ese trajín sofocante desde mi silla. Ya desde mi entrada se percibía el agobio. La secretaria, con el tubo del teléfono fijo sostenido entre la barbilla y el hombro y escribiendo un mensaje de texto con ambas manos, me saludaba con apenas un levantar de cejas que a veces insinuaba una sonrisa, pero otras veces una profunda preocupación. Entonces decía, mirándome fijo como saludo: “¿Pero ya le dieron de alta?”, y yo tenía que saber interpretar que la pregunta no era para mí, aunque me mirara, sino para un familiar de un alumno del otro lado de la línea telefónica. Con la misma mirada con la que seguía reaccionando a la conversación del teléfono me señalaba la silla frente a su escritorio, y entonces podía retomar, con sus ojos, ahora sí, el mensaje de texto, mientras interactuaba: “Claro, me imagino”. Pocas veces le di un beso. Es que casi nunca quedaba lugar en su cuerpo –que a veces cargaba libros, otras veces alzaba niños, y otras hacía malabares con teléfonos y otros objetos– para un acercamiento. Cuando al fin quedaba libre de los usuales enredos, ya se había pasado el momento de saludarnos, entonces ella simplemente me cebaba un mate como agasajo. Mientras me lo extendía, entraba desde el patio una maestra y ella ya interpretaba, quizá por el horario, quizá por el semblante, un requerimiento que seguramente se llevaba a cabo como un ritual. “En el segundo estante”, indicaba, y la maestra, sin mediar palabra, tomaba una carpeta y se iba, rauda.

Pocas veces podía ver a la directora en ese ámbito. La puerta, entrecerrada, dejaba entrever padres preocupados mirándola atentamente; yo sabía que sus miradas desembocaban en ella, pero desde mi ángulo no podía más que imaginarla, a lo sumo captar algunas inflexiones compasivas de su voz. Otras veces, algún niño de gesto adusto, túnica ennegrecida y moña desatada estaba sentado frente a ella, coloreando concienzudamente una lámina sobre el escritorio. La secretaria me susurraba, señalando con el mentón: “Está en penitencia”, y yo no me atrevía a romper el hechizo y me sentaba en mi silla de siempre, sin entrar a saludarla. Así que eso era lo tan horrible que les pasaba a los que se portaban mal. Se quedaban un rato en el silencio y el orden de la oficina de la directora, oliendo en ese aire sagrado el perfume de su mate de hierbas, el suavizante de su túnica de maestra, escuchando el pasar de las hojas de una libreta que revisaba sin hablar, sintiendo la tibieza de su aliento de madre. A salvo del mundo que lo volvía violento, al fin y al cabo el malhechor estaba en el paraíso.

Pero el silencio no dura; una niña mayor trae de la mano a una pequeñita que llora. “Iba corriendo y se cayó”, es el informe. Secretaria y directora van las dos a recibirla. “¿Dónde?” Y la niña se arremanga el vaquero hasta la rodilla para mostrar un raspón. “¿Te duele mucho?”. Ante la ternura del tono, un puchero, un asentir de cabeza. La hacen sentarse en un banco largo y bajito que, para estas ocasiones probablemente, hay contra la pared. “Poné la pierna en alto que te vamos a poner hielo”, y de un pequeño freezer en un rincón sacan una botellita de plástico, vieja, sin etiqueta, deformada, congelada. Está allí para esto. Se apoya el frescor de la botella en la rodilla y el puchero comienza a desarmarse en el pequeño rostro. “Ya está”, dice la niña de pronto, se arregla el pantalón y sale corriendo otra vez.

Y un maestro que pide marcadores, y una alumna que viene a mostrar su cuaderno para que le firmen poniendo “¡Qué precioso!”, y otro accidentado, y el plomero que pide indicaciones, y un señor que golpea la ventana, desde la calle, blandiendo una bordeadora. “Pero mire que hoy no tenemos presupuesto y no le podemos pagar”, le dicen a través del vidrio. “No hay problema, le corto acá adelante nomás, lo hago por la escuela, usted después me recomienda”. Y más y más. Me alivio cuando suena el timbre y me voy a la clase. Allí también es ruidoso, pero por lo menos se hace de a una tarea por vez.

A la salida, sí, la directora me acompaña al portón y me da un beso. Un día, emocionada: un niño de tercero que, posiblemente, si este mundo lo deja, será artista, ha abandonado sigilosamente sobre su escritorio una hoja de cuaderno doblada en cuatro con una rosa dibujada dentro. “Y del caos”, me dice risueña, súbitamente feliz, “nace una flor”.

La dirección vuelve a poblarse, es lo que pienso ahora cuando soy consciente de que recomienzan las clases. Más allá del fragor de las librerías y papelerías, de las camionetas amarillas, de las clases y los recreos bulliciosos, en ningún otro sitio hay más vida en acción por centímetro cuadrado que allí.