El de José Pedro Martínez Matonte es un nombre que ha dejado huella en el barrio Villa García y en varias personas que en distintas etapas de su trayectoria han pasado por ese lugar, muchos de ellos docentes. Después de haber trabajado en sus primeros años en una escuela rural de su natal Durazno y en otra de Tacuarembó, experiencia que matrizó en gran medida su práctica posterior como director, compuso el grueso de su carrera como educador en la escuela 157 de Villa García y construyó un legado que sigue vigente en la actualidad. la diaria accedió a una entrevista inédita grabada por el fotógrafo Vladimiro Delgado (ver recuadro), que se reproduce a continuación, en la que en los últimos años de su vida el educador cuenta cómo se forjó la experiencia de la Unidad Educacional Cooperaria. Martínez Matonte reflexiona sobre su idea de la educación y la importancia del “clima de aldea” en el que se formó en Durazno, a donde volvió ya retirado. El maestro vivió en un rancho próximo a la base aérea de Santa Bernardina hasta su muerte, en 1990.
¿Hacía cuántos años te habías ido de Durazno cuando llegaste a Villa García?
Me fui en 1952, después vine esporádicamente a Durazno. De 1952 en adelante estuve en Villa García.
¿Cuántos años estuviste?
21 años, ¡una vida!
¿Cuántos en escuela rural?
Cinco años. Cuatro en Durazno y uno en Tacuarembó. Nuestra generación se formó en un clima muy especial, muy fermental. Un Durazno que era un ateneo popular permanente, por las ruedas del [bar] Sorocabana o de la plaza Sarandí o del Centenario, el viejo café. Allí había blancos, colorados, católicos, anarcos, socialistas, comunistas. Y asistíamos a las conversaciones de ellos, a sus intercambios de ideas. Eso es a lo que le decíamos el clima de la aldea. La aldea es el vecino no ignorado, el bolichero amigo, el guardia civil servidor. La aldea es la tranquilidad de la familia porque se elonga en el entorno, no está encerrada en una finca particular. Los muros no son de tres metros de altura, la calle no es un peligro, es un aporte para el contexto social, es el fútbol.
¿De qué años hablamos?
De la década del 40. Nosotros hicimos la escuela aquí, el liceo aquí, con formidables maestros y con un aprendizaje fundamental con los marginales, los autodidactas, los analfabetos más sapientes que muchos sapientes, que en las conversaciones informales y las ruedas imprevistas nos daban ese conocimiento de vida que no dan los libros. Nosotros teníamos 12, 13 o 14 años y sobrevino el avance brutal del nazismo; la prepotencia de los nazi-fascistas-falangistas lugareños. Se traen un día al entonces diputado Calle, que tenía un diario, Libertad; mirá que nombre. Por ejemplo, el señor Morgati abre la ventana de su casa con la mesa servida y con imágenes de Hitler y Mussolini, iluminado todo para que la gente viera la festichola que preparaba. Los ejércitos de Hitler estaban, no era broma la cosa. Se produjo una balacera frente al Hotel Español, con la muerte de un compañero y siete u ocho heridos. Nosotros inocentemente los enfrentamos con gritos y ellos sacaron a relucir armas, armas largas. Y sobrevino un gobierno popular que hubo en Durazno durante diez días. No había jefe de Policía ni intendente que frenara la cosa.
Algo escuché de gente de esa época, que hubo algo de dejar hacer...
Seguro que sí. Venía el ejército de Galarza con caballos, desenvainaban sables y parecía que iban a llevarte por delante, pero pasaban de largo.
Era protección oficial.
Cuando [había] alguna pedrea se paraban entre nosotros y el blanco de nuestras piedras, pasivos. Lo único que no querían era que les pegaran a ellos. Cuando estábamos errando mucho nos decían: “No tiren”. Y por las noches los guardias civiles nos acompañaban por las dudas. ¡Era un gobierno popular! Inmediatamente sobreviene la prolongadísima huelga universitaria, que arrastra a preparatorios y dura tres meses, y en Durazno se funda el primer liceo popular. Nosotros mismos salimos a buscar a los profesores y los elegimos; teníamos un elenco excepcional y funcionábamos en un club de fútbol cerca de la plaza Artigas. Teníamos que ser limpiadores, pasar la lista, tocar la campanilla, ir a la casa de los compañeros que se decepcionaban y decirles: “Vamos, vamos”. Cuidábamos nosotros mismos la disciplina, fueron tres meses... Tuvimos que ir a exámenes libres y la casi totalidad salvó el año. Las preguntas nos las hizo un día don Juan J Apolo, el padre del intendente actual. Yo era un mal estudiante y cuando empecé a responderle todas las preguntas y ejercicios que me ponían él me dijo: “Muchacho, ¿dónde aprendiste todo eso?”. Y yo respondía orgulloso: “En el liceo popular”. Después se limaron las asperezas con los pocos que se habían infiltrado. Sufrimos el desgarramiento tremendo por la muerte de un compañero que había sido uno de los suspendidos; le cortaron la carrera y las posibilidades. Se fue quedando triste y se fue. ¡Era brillante! Esos son antecedentes, pienso que importantes. Pero siempre he sostenido que la vocación se construye en el transitar; no hay vocación, nadie nace para nada, la va a encontrar en el camino. Te puedo mostrar el carnet de estudiante; yo tenía el pase para Derecho-Abogacía, soñaba con defender. Cuando le llevé el carnet a mi padre, don Justo, y le dije que quería ser abogado, me miró con ojos tristes y me dijo: “¿A usted le parece que lo podemos mandar a Montevideo? Yo no puedo. Pero ahí está el instituto que dirige María Emilia Castellanos, ¿por qué no estudia aunque sea para maestro?”. Y en ese entorno empecé a estudiar para maestro.
¿Instituto libre también?
Por supuesto, fuimos los primeros. El elenco de profesores del instituto era también excepcional: don Carlos Scaffo, María Emilia en el comando. La llamábamos “la leona” porque a nosotros nos trataba duramente, pero cuando venían de afuera, ¡que no les tocaran a sus cachorros! Incluso llegó a echar a una de las integrantes de la comisión examinadora que había venido desde Montevideo, con la que nosotros dábamos los exámenes libres. La práctica fue realmente fecunda porque nos facilitó todo, nos tenía una gran confianza. Nos daba la llave de la escuela, porque nosotros no teníamos a nadie y no respetábamos vacaciones. Todo eso contribuyó, y después la experiencia de trabajo. Siempre sostuve que debería ser exigencia que el maestro cuando se recibe debe estar no menos de cinco años en escuela rural. Porque cuando llegás a la escuela rural, con la visión libresca del ranchito florido, los pájaros, los niños que llegan en sus caballitos, ¡se te borran los libros! Y recién ahí empezás a estudiar magisterio. Fijate que empecé en La Alegría, siete leguas al norte de La Paloma, contra el río Negro, a un kilómetro y poco de Rincón del Bonete. La Alegría... era la tristeza, ¡claro! En realidad el lugar era Sarandí del Río Negro. Con la guerra faltó el combustible y se echó mano al gasógeno; precisaban carbón de leña y se establecieron carboneras alrededor del río Negro. Los monteadores y carboneros ganaban bien, y todos los fines de semana eran bailes y bailes. Pero se terminó la guerra y se fueron.
Vuelve el petróleo.
Y se produce el descalabro. Para mí La Alegría fue muy importante. Después El Farruco, a una legua de la Capilla de los Farrucos. Luego tuve diferencias con las jerarquías de Primaria en Durazno y me fui a Tacuarembó, a Rincón de Durazno, con la promesa de que sólo regresaría a Durazno por concurso; iba elegir la escuela que yo quisiera. Y así elegí la escuela de Las Cañas. Después me presenté al Concurso Nacional de Dirección, al que nos presentamos 145 maestros. Siempre dije que el tribunal se había equivocado, porque me encontré con la sorpresa de que había sacado el número uno en el concurso. La única escuela que estaba habilitada, espléndida, con casa-habitación –yo ya estaba casado–, era la de Villa García. Ese fin de año el inspector general de Montevideo, que era nada menos que don Julio Castro, me cita por telegrama colacionado para que concurra a la Inspección. Voy, nunca me olvidaré, un 30 de diciembre de 1951. Yo lo conocía por su obra, por su trabajo, no lo conocía personalmente a él ni él a mí. Nos saludamos y me dijo: “Usted viene del interior y presumo que cuenta con la casa-habitación”. Yo le digo que sí, que de otra manera no podría venir. Me dice: “Pero sabe que no se la van a dar porque se la prometieron a una de las limpiadoras”. “Entonces”, le digo, “la cosa cambia: no voy a agarrar, renuncio y me vuelvo a mi escuela rural”. Yo no podía irme a Montevideo si no tenía la casa-habitación. Me dice: “No, la vamos a pelear”. Me dijo que le hiciera una nota y la peleó él. Eso te demuestra la total y válida concepción de justicia que tenía Julio Castro. Fue mi maestro. Estuve 21 años, pero hay una cosa fundamental con Villa García: José Pedro Martínez Matonte fue la experiencia de Villa García, pero Villa García no era Martínez Matonte. Yo llevaba la concepción de Durazno del liceo popular, llevaba la experiencia de cinco años de escuela rural, trabajando no con los estancieros sino con la gente humilde de los rancheríos, escuchando más que diciendo, aprendiendo más que enseñando. Y practiqué lo que había aprendido, abrir la puerta para adentro y para afuera abrirle a la gente. Te puedo decir cómo empezó la apertura de puertas, fue apenas un accidente. Era amigo por guitarrero, no por subcomisario, del encargado de la sub 16 del kilómetro 16 de Camino Maldonado. Una noche me llega el sargento Cabrera, nos saludamos y me dice: “Vengo a hablar con usted, maestro; tenemos un concurso de cambio de grado y el comisario me dijo que venga a hablar con usted”. “¿En qué puedo ayudarlo?”, le pregunto. “Es que necesitamos que nos dé unas clases”. “Bueno, si me traés el programa yo encantado, ¿cuántos son ustedes?”. “Son tres guardias civiles y yo. Pero hay un inconveniente: nosotros terminamos el turno a las 12 de la noche”. “¿Y por qué es un inconveniente?”. “Porque nosotros no lo vamos a molestar a usted a las 12 de la noche”. “No hay problema, ustedes terminan el turno y se vienen, pero mire que vamos a trabajar duro, hasta las dos y media de la mañana”, le digo. Y de los cuatro pasaron tres de grado. El sargento Cabrera con el tiempo me cuidaba a mis hijas en cuanta movilización había; él, que estaba allá por la novena, que todavía no estaba cerca del estadio.
En 18 de Julio, donde estaba el liceo policial.
Ahí mismo. En la tardecita venía en la motocicleta y me decía: “José Pedro, a Silvita la vi en tal lado y está bien”; “A Marisa la vi en tal movilización y está bien, no hay problema”. Por supuesto que lo del pasaje de grado de ellos trascendió y surgió como necesidad de la gente; uno que tenía que presentarse a concurso, otro que tenía que salvar un examen... lo que llamamos cursos extrahorario.
¿Salió a partir de eso?
A partir de eso y vinieron los cursos extrahorario, que se dictaban en la escuela a partir de las nueve de la noche. Cursos que se fueron ampliando: se daba dactilografía, dibujo, que lo daba yo, se preparaban para exámenes, se daba inglés con un muchacho italiano que trabajaba en el Servicio de Información de la Embajada de Estados Unidos. Eran múltiples los aspectos que enfocábamos. Por eso te decía que, si algo sucedió como fundamento para la experiencia, fue la sensibilidad frente al requerimiento de la gente.
Surgían problemas diferentes...
Por supuesto. Esa es la respuesta que tiene que dar la escuela, el docente frente a la comunidad. Siempre he repetido que ingresamos a primer año en tiempos normales, en tiempos felices; ingresábamos 100 y cuando llegamos a fin de año éramos 30.
De 100 quedaban 30, ¿eso en la escuela pública?
En todas, en las urbanas y en las rurales. Había 70 que ya no estaban. Y jamás se nos ocurrió mirar para atrás a ver dónde habían quedado aquellos 70. Ya empezaban a ser la gran columna de los que no pudieron. Íbamos al liceo 15 de los 30, y los otros 15 a la Escuela Industrial, que en aquella época era la formación de mano de obra barata.
Como la Escuela Agropecuaria, era una sanción.
Seguro, pero es más: era un vicio de los maestros de sexto decirle a los padres al terminar el año: “Mire que es un niño muy inteligente, no me lo deje de mandar al liceo”. Y al otro le decía: “Le voy a dar el pase, pobrecito, y mándelo a la Escuela Industrial”. ¡Era lamentable! Con eso también rompimos nosotros: dábamos un solo pase y que hicieran con el pase lo que quisieran.
¿Pero entonces había dos pases?
Había especialmente para secundaria o para Escuela Industrial. Pero en el liceo no terminábamos los 15, y tampoco se nos ocurrió pensar que había sido de los compañeros que en el transcurso de los cuatro años de liceo habían abandonado. Y cuando llegábamos al título llegaba uno. Quiere decir que 99 que integraban esa columna estaban trabajando para que nosotros llegáramos. Porque yo reconozco el esfuerzo tremendo de mi buen padre y mi buena madre para que pudiera estudiar, pero no sólo ellos pagaron; pagaron otros, esos 99 que no llegaron. ¿Y qué compromiso adquirí yo con esos 99 que trabajaron para mí? La mayoría no asume, porque al otro día nos fabricamos en otro ser triste, en el ser que vive por y para el sueldo, o por y para el billete. Eso es común; muchas veces se lo critiqué a los propios compañeros estudiantes universitarios que colaboraban con nosotros formidablemente en Villa García. Les decía: “Cuidado, muchachos, porque mañana cuando se reciban yo los voy a encontrar en la calle y les voy a decir: ‘Che, te esperamos en la villa, ahora te necesitamos más que nunca’. Y ustedes me van a decir: ‘Ah, esperá, vamos a ir sí, pero ahora tengo que poner el consultorio y tú sabes lo que cuesta’”. Y un día voy a ver la chapita de bronce “Doctor fulano de tal”, y a una sirvienta que es la que la lustra una vez a la semana. Y le voy a decir: “Fulano, mirá que ya pasé por tu consultorio, te estamos esperando”. “Sí, voy a ir, pero viste que con la cantidad de pacientes que tengo y todas las actividades no me da el tiempo”. “Ahora me tengo que comprar el autito”, me va a decir. Y voy a bajar la cabeza y voy a volver a la villa. Un día por 18 de Julio caminando los voy a ver pasar en el auto, que no es un autito, y les voy a poner la mano en alto, van a frenar: “Muchachos, los estamos esperando todavía, aunque sea una vez a la semana”. “Sí, voy a ir, tranquilo, pero sabés lo que pasa: trabajo toda la semana como un energúmeno y los domingos quiero respirar un poco, refrescar la cabeza; cuando me compre la casita en la playa...”. Y le voy a bajar la cabeza y otra vez a la villa, con la esperanza de que van a ir en algún momento, y al tiempo voy a saber que ya tienen la casita en la playa y los voy a encontrar el día mismo en que se van de vacaciones y les voy a decir: “Qué bueno, ahora sí, descansen, ¿pero algún día a la semana no podrán ir a Villa García? Mirá que te precisan”. Y me van a responder: “Tengo que atender a mi mujer y mis hijos”. “Así que tu mujer y tus hijos... ¡y a los demás los parió un repollo!”. Y ahí se va a terminar el diálogo; ese es el riesgo que siempre corremos. Y a veces los más avanzados en ideas, cuando vienen escalando pero ya se han olvidado de los 99 de los que veníamos hablando, son los que más fácilmente se tientan con la posición. Esa fue la gran virtud de Villa García. Esto que te decía de los compañeros universitarios, que fue una extensión hecha por ellos, no era oficial. La gran mayoría son personas que dieron y siguen dando, algunos hasta la vida. Entonces, en esa apertura de puertas para fuera y para adentro Villa García fue acumulando vigor. Era la gente, en razón de sus necesidades, la que imponía el ritmo, la que daba las mejores ideas para liquidar la escuela tradicional. Y la transformaba en ese centro oyente fecundo donde todo el mundo podía integrar. Tengo un papel que dice algo importante: “¡Leé fuerte!”.
“Esta escuela atrapa”, dice una maestra, “uno de acá no se va porque encuentra compañerismo, trabajo desinteresado, hay una coincidencia completa de todos los maestros y profesores con los que hablamos en valorar la experiencia como muy positiva, y destacar el lado humano que encierra. Un visitante de afuera lo primero que nota es la preocupación por el prójimo, sea este padre, alumno, compañero de tareas o visitante. Encontrar al hombre, decía el director, y lo logra”.
Es un testimonio de una de las maestras. Eso lo decía todo el mundo, porque se asombraban en la propia Inspección de Escuelas. Maestro que caía a Villa García, no se iba. Te voy a decir más: un día me llevé a la encargada para el comedor escolar, Amanda Rorra de Espinosa, una negra a quien quiero mucho, brillante mujer de Villa García, maestra; tenía calidad docente. Le mostré la escuela, el comedor, la cocina, le expliqué cómo funcionábamos. Me dijo: “Está bien, yo le agradezco todo, pero yo estoy de paso acá, voy a estar muy poco porque a mí me queda a trasmano; yo vivo en el Prado, voy a estar un año y voy a pedir traslado a otro comedor”. ¡Y estuvo 14 años! ¿Cómo surge el liceo popular? Fijate que yo era profesor del liceo de Pando.
¿De Pando?
Sí, además era maestro de escuela nocturna en la plaza Lafone, quiere decir que yo empezaba a las seis de la mañana y terminaba a las 12 de la noche. Daba la clase del liceo de Pando, volvía a la escuela, hacía los dos turnos; a mí me pagaban por cinco horas y hacía 16. Un día un grupo de padres se reúnen conmigo y dicen: “Bueno, flaco, los gurises nuestros van a terminar sexto, ¿y después qué?”. “Después ustedes saben: el liceo, tienen Pando y tienen el 19, allá cerca de la Curva de Maroñas”, les respondo. “Sí, pero tú sabes que Pando ni el 19 son iguales a Villa García, porque nosotros los vamos a poner en lugres donde llega fin de año y los profesores no conocen a nuestros hijos. Ya que te has preocupado tanto sobre el transitar de ellos, ahora tendrás que ver el liceo”. “Ah no, están locos, para empezar un liceo lo tenemos que hacer en carácter de libre, ¿ustedes saben lo que va a implicar para esos gurises cuando terminen primer año haciendo el liceo tener que dar exámenes libres?”. “Ya hablamos con los gurises y están dispuestos a todo, al mayor sacrificio, a mayor responsabilidad. Pero no tenemos profesores. Vos los vas a conseguir”. Yo abandoné Pando, abandoné la escuela nocturna, dejé lo rentado y me quedé en Villa García con lo no rentado y pasé a ser, además del director de la escuela, el director del liceo popular de Villa García, primer año libre. Terminado primer año los profesores que conseguí fueron los propios estudiantes universitarios que venían a colaborar con nosotros y los maestros de la escuela, el cura de la capilla de enfrente, Frugoni, brillante tipo, muy amigo, que daba Francés. Pusimos la clase en el galpón-taller porque no podíamos disponer de aula; eran 26 muchachos. Terminado el año fueron a Pando a dar sus exámenes y, con gran dolor para mí, los que durante diez años habían sido compañeros míos como profesores del liceo me masacraron a los gurises. Les exigieron lo que no debieron exigirles, porque eran estudiantes libres. Salvaron algunos y perdieron muchos, después los preparamos y salvaron en el 19. Pero me quedó la vergüenza. Comenzaron las vacaciones y me fui a Parque del Plata, a un ranchito, y avisé que no había más liceo en Villa García. A mediados de enero llega una camioneta con seis vecinos de la villa, padres de ex alumnos. Nos sentamos a conversar, venían con un portafolio grande. Les reiteré que se había terminado la experiencia: “Yo no voy a hacer experiencia con el sacrificio, con la sangre, con la decepción de sus hijos. Hay cosas fundamentales que ustedes tienen que tomar en cuenta, la función del docente es mucho más importante que la del médico, aunque los médicos se me enojen. Un médico puede cometer un error por ignorancia, por imprudencia o por accidente y al enfermo lo mata muerto. Pero en el caso nuestro la cosa es mucho más seria, porque si nos equivocamos corremos un riesgo real de dejar un muerto vivo. Y ese ser, con el que nosotros nos equivocamos, va a seguir hablando por la calle, caminando, conversando, y va a ser un muerto en vida por culpa nuestra; eso es muy serio”. Abrieron el portafolio y sacaron un mazo de papel oficio: era el pedido de habilitación de primer año para el liceo popular de Villa García a Secundaria, con la firma del presidente y 50 firmas de padres. Allí tuve que abandonar mi resistencia y ese año se hizo primer año habilitado; era entonces el director don Arturo Rodríguez Zorrilla, de gratísimos recuerdos, que nos ayudó mucho. Nos adscribieron al liceo 19 y empezábamos a trabajar. Se nos respetó con la habilitación, se nos respetó a todos los profesores y funcionarios que teníamos.
¿En qué año fue eso?
En 1963. Los resultados fueron formidables, las reuniones de profesores eran muy serias. No se pasaba lista en juego, como normalmente se hacía en otros lados. Se estudiaba caso por caso exhaustivamente. Las reuniones duraban a veces hasta cinco o seis horas. Y no se les ponía en el juicio “puede rendir más”, se ponían otras cosas que llegaban a los padres con el carnet. Por supuesto, a las reuniones asistía la directora del liceo adscriptor, y se mantenía allí hasta el último momento. Naturalmente, la reunión final era con un inspector de secundaria. Salvo uno, impertinente, inspector de Matemáticas, los demás que concurrieron a esas reuniones fueron siempre muy comprensivos, siempre justos, dando la posibilidad de la opinión nuestra, no sólo de ellos, y llegando a conclusiones después de oír a nuestros profesores y a la dirección. Y un día, a raíz de un informe viene el inspector Ubilla, cuando en el mismo año se produjo un informe que está en el libro Villa García por dentro, ¿tú lo leíste?
Sí.
Ese mismo año Ubilla hace un informe a encargo de secundaria y reconoce que es un caso atípico y recomienda, en caso de llegarse a la oficialización, que se seleccione para la dirección a un director muy especial. Yo no podía ser director; hasta entonces lo era, pero si se oficializaba yo no podía ejercer las dos direcciones a la vez. El consejo atiende la sugerencia y nos mandan un regalo inaudito, nada menos que al maestro Julio Macedo, fundador de fundadores, brillante maestro, brillante director de escuela, brillante en el instituto magisterial, fundador del liceo de La Teja. Por sugerencia de Macedo, quedaron los profesores que teníamos honorarios, que pasaban a ser oficiales; quedó todo el equipo administrativo y el personal de servicio. Se nos respetó todo el equipo que había funcionado hasta entonces. En el transcurrir de esta experiencia, un día, por voluntad propia del Consejo de la Universidad del Trabajo nos hicieron saber que estaban dispuestos a colaborar con nosotros en lo que pidiéramos. Y empezamos con un taller de construcción.
En contexto
La presente entrevista fue realizada por el fotógrafo Vladimiro Delgado, que mantenía una relación de amistad con Martínez Matonte, de quien admiraba su pensamiento, entre otros aspectos. Más que una entrevista, se trata del fragmento de una conversación, que fue grabada con autorización del educador y recuperada por Graciela Gnazzo, compañera de vida de Delgado, luego de que este falleciera, en 2017. Gnazzo pudo reconstruir que la charla tuvo lugar aproximadamente en 1988 en la casa donde vivía Martínez Matonte, en Durazno, de donde también era oriundo Delgado.