A veces me pongo a pensar pero corte que... no sé, ¿sabías? Yo cuando era chico pensaba que no me querían. Firme. (p. 98)
En 2018 salió finalmente a la luz este libro de filosofía y educación, o, mejor dicho, de filosofía en un inusual contexto educativo. Yo había estado esperando ansiosa su publicación, porque seguí muy de cerca el trabajo llevado a cabo entre 2011 y 2014 por el autor, mientras él impartía, a un puñado de jóvenes internados en la Colonia Berro, que acogieron la iniciativa, los talleres de filosofía en los que se basa su investigación. Es un libro que habla de aulas inusitadas, y también de historias personales, y de almas (paradójicamente) inocentes e infantiles.
El libro se presenta con una seria fundamentación teórica que toma como base el enfoque del desarrollo humano formulado paradigmáticamente a partir del economista indio Amartya Sen y la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, poniéndolo en diálogo con la tradición del reconocimiento de la Escuela de Frankfurt. Esa parte teórica es vital para que lo que el libro revela, denuncia, sea tomado con la seriedad que merece. A la vez, es un libro que puede ser leído como literatura si se lo hojea por partes, buscando únicamente las páginas relacionadas con la anécdota particular en la que el autor nos regala, en un estilo casi poético, algo así como fotografías de momentos durante esos talleres.
–Conseguime unos poemas que vos andás bien –me dice Seba, y acercándose a la grabadora agrega, poniendo un gesto dulce–: Algo lindo, para escribir… alguna frase linda o algo. Semanas después, comprobé que la expresión ‘algo lindo para escribir’ obedecía a que los poemas que pedían, y que supe acercarles luego, los copiaban en las cartas que enviaban a la calle; ocasionalmente dirigidas a algún amor, pero muy especialmente a las madres. Quizás tras la solicitud de poemas se expresara la necesidad de que quienes conocemos las palabras se las prestemos para ayudarlos a gobernar tantos sentimientos huérfanos de expresión y de ejercicio. (p. 164)
El relato de las atmósferas donde tuvieron lugar esos diálogos entrañables, que fueron transcriptos a partir de archivos de audio, envuelve al desarrollo de esta investigación en un halo intimista, que, aunque Abadie no se lo haya propuesto, puede por momentos ser considerado literatura. Y creo que eso es lo que necesitamos para nuestra muchas veces adormecida ciudadanía. La investigación es imprescindible. Pero la literatura que toca el alma, más. Ojalá el libro hubiera sido lanzado en 2014, cuando la campaña por la baja de la edad de imputabilidad penal estaba candente, porque quizás los resultados del plebiscito habrían llegado a revelar entre nuestros conciudadanos un más civilizado desarrollo de la compasión por estos adolescentes, que no son nuestros enemigos sino nuestra responsabilidad.
La experiencia misma de los talleres de filosofía, por una parte, y su descripción en el libro, por otra, tienen una capacidad masiva de transformación. En su aspecto literario, el libro puede enriquecer la percepción del lector acerca de un grupo social que desconoce y, posiblemente, aborrece. La filosofía de los talleres, a su vez, habilitó la reflexión de esos chiquilines, quizás por primera vez en la vida.
Damián: ¿Qué aportamos nosotros a la vida? Disgusto. Les damos disgusto a nuestras familias. [...]
Joaquín: Pero es realista, es así. Es tal cual. Viste que en algo estamos de acuerdo.
Docente: ¿No aportaste nada en dieciocho años de vida? [...]
Damián: Yo, nada... no me acuerdo de nada... Amor...
Joaquín: Aportamos cosas nuevas...
Damián: ¿Cómo? ¿Qué aportaste nuevo a la vida?
Joaquín: Yo qué sé. Algo nuevo siempre aportás...
Docente: Esta pregunta, lo que mostró es que no se han puesto a pensar en las cosas buenas que ustedes aportan al mundo.
Joaquín: Capaz que hay más cosas malas que aportamos...
Damián: [...] Hay más cosas malas que cosas buenas.
Docente: Les cuesta mucho decir cosas buenas de ustedes.
Damián: Y si no tenemos. [...]
Joaquín: Si no aportaste nada bueno no te quiere nadie entonces. (pp. 131-132)
Esos seres que tantas veces miramos por la calle con temor, con su vocabulario, sus gorritas con visera y sus gestos amenazantes, en la intimidad de un aula dedicada especialmente a la autorreflexión, ponen al descubierto su alma. Con el mismo vocabulario y gorrita, pero el gesto se suaviza ante alguien que está dispuesto a escuchar. La oportunidad de filosofar a sus dieciséis o diecisiete años revela que no están tan afectados por la falta de libertad. Están más afectados por la carencia de amor.
Puede parecer cursi utilizar estas palabras para hablar de un libro académico. Pero creo que no hay mejor manera. Es importante que sea un producto de una investigación, porque su andamiaje teórico da confiabilidad a los testimonios que leemos allí, en un grado que no podría darnos una simple novela. Y esa creencia en su veracidad es clave, porque reconocer la potencialidad de estos jóvenes abre los ojos a toda una posibilidad de cosas para hacer, tomando entonces la privación de libertad como una oportunidad para su educación y un futuro diferente; no como su destino. Escuchar sus voces es determinante en la formación de la opinión pública y también en la información que deben tener los diseñadores de políticas sociales para hacer su trabajo. Abadie tuvo un acceso privilegiado a sus pensamientos y emociones, y nos los lega por medio de este trabajo académico, que también nos toca el corazón porque tiene su cuota de intimidad.
Las narraciones tienen ese potencial de arrancar del silencio a ciertas voces que, por tratarse de minorías o grupos menospreciados, son sistemáticamente acalladas. Judith Butler expresa este silenciamiento mediante la noción de “borramiento” o invisibilización. No es porque estén censurados. Es que ni siquiera están censurados: simplemente su voz no tiene la suficiente fuerza para hacerse oír, y lo que sabemos de ellos proviene de otros, que generalmente los desprecian. Eso es lo que pasa con estos jóvenes, cuyos rostros borrados Abadie vuelve a dibujar. El filósofo Paul Ricoeur señala que la literatura consiste en “un vasto laboratorio para experiencias de pensamiento”, en el que pasamos a ser más que pasivos receptores de lo que se narra, para ser partícipes. Durante la inmersión en un relato, el lector tiene acceso a los detalles de una realidad que quizás le está vedada, de ahí que para Ricoeur “el arte de narrar es el arte de intercambiar experiencias”, de acceder a mundos invisibles que, aunque nos pese, forman parte también de nuestro mundo.
Las aulas retratadas por Abadie nos recuerdan además la importancia de la filosofía, disciplina prioritaria en la educación como espacio para la autorreflexión. Ningún ciudadano debería ser privado de ese encuentro consigo mismo, donde una transformación esencial se hace posible.
Termino con esta anécdota perturbadora: el docente había pedido “de deberes” que trajeran una reflexión sobre el amor escrita en unas cartulinas, para exponer.
Ya comenzada la actividad y con bastante retraso, recibimos a Emanuel, un joven de llamativa corpulencia. Su llegada tarde se explicaba porque venía del SER, el centro de máxima seguridad de la Colonia, debidamente amarrocado y secundado por un par de funcionarios, seguramente luego de una infinidad de trámites y revisaciones. Tanto su corpulencia como su procedencia contrastaban con el contenido de su mensaje, que leyó con voz muy serena luego de desplegar la cartulina:
“El amor es cuando estás enamorado. El amor es vida, es cuando sentís algo por alguien en el corazón, ganas de cuidar a otro, ser buenas personas. Las cosas materiales van y vienen, pero el amor queda. Hay objetos y signos de amor: animales, cosas materiales como una antigüedad que te dejaron, recuerdos”... (pp. 162-163)
Más aulas de estas, por favor.
Huellas del menosprecio. Adolescentes privados de libertad y desarrollo humano. De Santiago Abadie. Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2018.