Hay quienes sostienen que las transformaciones educativas deben surgir desde abajo, o sea, desde los protagonistas de la tarea de educar. Incluso se afirma que las iniciativas innovadoras que ya han surgido desde los propios docentes constituyen en sí mismas el mentado cambio educativo. Esta perspectiva seguramente tiene sustento en algo vastamente estudiado, no alcanza con que quienes están al frente de la educación propongan un cambio para que este ocurra. Por lo tanto, puede crearse un nuevo programa o aprobarse una nueva normativa pensando en transformar las prácticas educativas, pero no implica que con ello se efectivice el cambio deseado. Así ocurriría con otras profesiones, como la de los médicos y la de los abogados, por ejemplo. Sin una apropiación de los profesionales de la necesidad y la forma de llevarlo adelante, no habrá cambio alguno.

Siguiendo con el ejemplo de médicos y abogados, para ejercer su profesión ellos necesitan adquirir un conjunto de saberes. Pero, además de eso, cargan con una forma de llevar adelante su rol, relacionada con lo que la sociedad históricamente le atribuye a la profesión, en la que se ponen en juego determinados valores en un marco de ética profesional. En la docencia, una profesión tan poco reconocida, sucede lo mismo. Además, queda impregnada con la experiencia personal que atravesó el docente en su proceso educativo, en sus etapas escolares y liceales. Se necesitan potentes procesos de reflexión y deconstrucción en el transcurso de la carrera docente para que estas formas no se perpetúen. Es necesario que esos procesos de deconstrucción sean colectivos, ya que los profesionales comparten un imaginario y una identidad que, a su vez, son parte de una cultura construida histórica y socialmente.

La sociedad internaliza los roles profesionales de determinada manera. Hay un imaginario social acerca de cómo se desempeña el ser docente, de qué forma se relacionan con él la familia y los estudiantes, cuál es el comportamiento esperado de cada uno. Transformar la forma en que se ejerce una profesión implica entonces procesos complejos que deben ocurrir a nivel personal y del colectivo docente, que a su vez tendrán que ser procesados y acompañados socialmente. Transitar estos procesos requiere el convencimiento y el deseo de sus protagonistas, pero también, y ante todo, que existan condiciones habilitantes para que esos procesos sucedan.

Desafiada

La docencia se ejerce en un marco muy especial, un ámbito en el que la interacción humana es particularmente intensa. Gran número de estudiantes y de adultos conviven cada día durante muchas horas. Una realidad cotidiana llena de bullicio, en la que la emotividad y los conflictos emergen permanentemente de múltiples formas.

La diversidad de estilos y hábitos de vida, de estructuras y vínculos familiares, de concepciones y valores, de experiencias de vida, de expectativas, están allí expresándose constantemente. Las capacidades profesionales de los docentes han sido desarrolladas para otros tiempos educativos. Se ven hoy desafiadas permanentemente por esa diversidad que convive día a día y, a su vez, por todo lo que sucede en la sociedad, que también penetra en los centros. La desintegración y brechas sociales, la violencia, la discriminación, la “fragilidad del mundo adulto” (como la nombra Víctor Giorgi), llegan con cada niño, adolescente y adulto. Asimismo, ingresa la paradójica relación de comunicación e incomunicación que generan hoy los dispositivos tecnológicos junto con sus mejores y peores usos.

Amalgamar esta creciente complejidad social presente en las aulas en medio de demandas cada vez mayores de la sociedad a los centros educativos y a quienes educan es, sin duda, una tarea desafiante y muy ardua. Las múltiples capacidades que requiere hoy conducir los procesos de enseñanza y aprendizaje se ponen a prueba a cada instante.

Educar es actualmente un reto imposible de ser abordado en forma solitaria. “Para educar a un niño hace falta la tribu entera”, dice el proverbio africano al que podemos dar un sentido más amplio, como lo hace Santos Guerra: “Todo educa o deseduca en la sociedad. Por eso es necesario el esfuerzo de todos, la cooperación de todos, la generosidad de todos. Personas, instituciones, medios de comunicación y organismos de cualquier tipo han de contribuir a esta tarea”. Es responsabilidad de la sociedad en su conjunto, más allá de que existan instituciones que específicamente tienen como misión educar. Es indispensable asumir que hoy se trata de una tarea esencialmente colectiva. Ya no es suficiente el trabajo aislado de maestros y profesores en un salón de clase, ni la simple pretensión de traspasar conocimientos.

La escuela hoy necesita ser un espacio con capacidad de brindar múltiples escenarios de aprendizaje, donde equipos de educadores acompañen una construcción activa de conocimientos. Los estudiantes son los protagonistas y aprenden haciendo, resolviendo problemas, investigando, relacionándose con el entorno y trabajando en forma colaborativa. Para avanzar hacia estas escuelas y liceos que interactúan con la sociedad y el mundo, que tienen la flexibilidad para adecuarse a las necesidades de sus estudiantes y sus contextos, es necesario el desarrollo de verdaderas comunidades educativas.

Con un inmovilizador malestar

En Uruguay la carrera docente no resulta atractiva como primera opción para quienes finalizan bachillerato. La falta de reconocimiento social hacia ella y los ingresos bastante inferiores a los de otras profesiones no resultan estimulantes para los jóvenes. Pero, además, los signos de burnout (elevado estrés laboral, agotamiento emocional y psíquico) entre docentes y directores se evidencia en escuelas y liceos. El ausentismo y el desinterés suelen ser signos de ello. Los cargos de dirección tampoco resultan atractivos, debido a la elevada y múltiple responsabilidad que implican, la escasa compensación económica y la reducida gratificación profesional que brindan. O sea, nada contribuye a que sea una carrera que seduzca a los jóvenes.

La exigencia y la sobrecarga emocional a las que están sometidos a diario maestros y profesores al desarrollar su tarea en estas sociedades que mutan vertiginosamente, bombardeadas por información e hiperconectividad y en las que los estudiantes son cada vez más diversos, agota y desborda. Más aun cuando la rigidez de los sistemas educativos impide desarrollar nuevas capacidades para desenvolverse en estas nuevas realidades.

Llegan, en cambio, a las escuelas y liceos programas y proyectos que atienden los problemas que preocupan a la sociedad, como la convivencia y la participación, la formación en sexualidad, la prevención de la violencia y de las adicciones, el cuidado del medioambiente, etcétera. Estos se añaden de forma fragmentada a la ya compleja tarea de educar, desconociendo la integralidad curricular y la capacidad profesional de quienes enseñan para construir y adecuar la currícula a las necesidades del centro educativo.

No es un malestar exclusivo de los docentes de nuestro país. Una reciente publicación española titulada Calmar la educación hace referencia al malestar generalizado en los ámbitos educativos y convoca a prestar atención a un problema que se incrementa junto a la complejidad de educar. Aun con las elevadas diferencias organizativas, curriculares y pedagógicas existentes entre países, la profesión docente es retada en todos ellos, y esta publicación apela a la urgente necesidad de aliviar el malestar de una profesión sumamente exigida y poco preservada. Es la sociedad en su conjunto la que debe comprender esto, para cuidarla y jerarquizarla, defendiendo así el potencial de la educación para integrar socialmente y para desarrollar capacidades y posibilidades de ser.

Transformarse sí, pero ¿qué condiciones son las que habilitan a hacerlo?

Existe certeza de que es indispensable abordar la enseñanza desde el trabajo colectivo, y muchas investigaciones respaldan la importancia de conformar equipos para potenciar las capacidades docentes. Pero estos equipos no se logran tan sencillamente. No basta con enunciarlo o con crear normas que lo determinen. Esto exige condiciones en las que sea posible cultivar y desarrollar apoyos que los promuevan.

Docentes con sobrecarga horaria que trabajan en varios centros educativos o con multiempleo, con salarios que sólo contemplan las horas de trabajo con los estudiantes, sin tener en cuenta la necesidad de tiempos para reunirse, planificar, discutir, evaluar, interactuar con las familias y el entorno, jamás conformarán equipos. Docentes que cada año rotan de liceo o de escuela difícilmente cuenten con la oportunidad y la disponibilidad para conocerse e integrarse a un trabajo colectivo.

Si la transformación implica recorrer caminos de reflexión y de deconstrucción de lo que está internalizado y arraigado por los colectivos profesionales, es necesario generar marcos que los viabilicen; entornos en los que se consoliden verdaderas comunidades educativas, capaces de construir nuevas miradas y prácticas.

¿Pueden las escuelas y los liceos realizar solos “el cambio”?

En escuelas y liceos han surgido iniciativas innovadoras que son muy difíciles de sostener y generalizar en las actuales condiciones. Un sistema, al igual que un organismo vivo en el que cada órgano desempeña diferentes funciones y asegura en conjunto que el todo funcione, necesita un indispensable y dinámico equilibrio. Una capacidad de adaptarse continuamente a los cambios de su entorno, ajustando permanentemente el funcionamiento de sus partes y logrando así nuevos equilibrios.

Así ocurre en los sistemas educativos; sus partes inciden unas en otras y se retroalimentan, por lo que se necesita coherencia entre ellas para funcionar armónica y equilibradamente. Cuando cambia solamente una de sus partes, al ser dependientes entre sí, inevitablemente estará en contradicción con el resto, lo que obstaculiza el cambio.

El conjunto de la educación que tenemos hoy en Uruguay conforma, mal o bien, un sistema. Todas sus partes responden a una forma de concebir la educación, a una forma de pensar el funcionamiento de los centros educativos y el rol de sus actores, de suponer su relacionamiento, de controlar cómo actúan. Hasta la forma en que se diseñan las escuelas y las aulas responde a ese todo, a cómo se piensan los espacios y las prácticas de enseñanza y aprendizaje.

Las iniciativas innovadoras que están surgiendo en algunas escuelas y liceos apuntan, principalmente, a nuevas formas de enseñar o de abordar los contenidos. La enseñanza por medio de proyectos y en forma interdisciplinar es un claro ejemplo. Sin embargo, parece ser como navegar contra la corriente: los programas continúan atando a los docentes a series establecidas de contenidos, como si eso asegurara los mejores aprendizajes y que estos se realicen con equidad. Resulta ser más importante cómo incluirlos en el proyecto que el proyecto mismo. El formato escolar, la evaluación y los ritmos pautados no guardan sintonía con la innovación.

Muchos aspectos, determinados por la estructura organizativa o la normativa del sistema, como por ejemplo que los docentes y directores asumen sus nuevos cargos el mismo día en que los estudiantes ingresan a los centros educativos (el 1º de marzo), ¿hacen viable planificar un proyecto o plan de trabajo, o conformar un equipo? Los exámenes, a los que se dedica más de 15 días en febrero, ¿continúan siendo formas de evaluación válidas en educación media? ¿De cuánto tiempo se dispone para planificar el trabajo colectivo en un centro? La evaluación, concebida como verificación permanente de saberes (con énfasis en la información memorizada) y el rígido ritmo establecido, ¿favorece el cambio de las prácticas educativas, los mejores y los más equitativos aprendizajes?

Sea cual sea la parte del sistema que se pretenda modificar, ocurrirá algo semejante: entrará en conflicto con las que no cambien. Modificar solamente los planes de estudio y programas, o las reglamentaciones de evaluación de saberes, o incluso la formación docente, no hará viable una real transformación educativa.

Si bien el cambio esencial seguramente es el que suceda en los centros educativos y en las aulas, son muchas las decisiones y las acciones que deben confluir apuntando en una misma dirección para asegurar una transformación. Es el funcionamiento de todo el sistema en conexión y armonía con ese cambio lo que asegurará que se concrete.

La responsable de direccionar los cambios es la política educativa. Y esa dirección –el hacia dónde ir– necesariamente debe ser consensuada, no es patrimonio de ningún partido político ni sector de la sociedad. No puede cambiar con cada período de gobierno. Es responsabilidad de la sociedad en su conjunto garantizar la educación que asegure el mejor futuro a nuestros niños y adolescentes, así como a nuestra nación.

Cambiar el todo

Un cambio educativo exige, además de ser pensado de forma sistémica, que se planifiquen todas las acciones que apuntarán a lograrlo, así como de qué forma participarán la sociedad y los actores educativos, en qué etapas se llevará adelante, cuáles serán los tiempos que insumirá cada una, qué recursos humanos y económicos se requieren.

Es vital una política educativa clara y bien conducida, que brinde los necesarios espacios de participación y coloque a los docentes y directores en un lugar de profesionales en el que pueden desplegar sus capacidades. Conocer y comprender esta planificación, involucrarse y sentirse parte de los procesos de transformación es fundamental para generar la indispensable confianza de todos los actores educativos y de la sociedad. El clima de confianza recíproca entre los docentes y las autoridades, entre los centros educativos y la sociedad, genera el necesario terreno fértil para avanzar en los cambios.

No vivimos tiempos de grandes iluminados, sino tiempos complejos en los que sumar visiones, experiencias y saberes se ha vuelto esencial. Necesitamos superar tanto los compartimentos partidarios como los que constituyen los propios subsistemas educativos, para elevar nuestra mirada y asegurar a todos nuestros niños y adolescentes el desarrollo de sus capacidades, con equidad, para construir el futuro que nuestra sociedad merece.

Sumemos para cambiar.

Prof. Virginia Piedra Cueva, integrante del Comité Académico de Eduy21.