Los niños se acomodaban en sus sillas, las miradas fijas en mí con curiosidad, porque les había pedido una tarea “rara”: formular una pregunta filosófica. La semana anterior habíamos llegado entre todos a una definición de estas preguntas y la habíamos anotado en el pizarrón. Convinimos en que son cuestionamientos cuya solución “no está en Google” (¡Pensar que Kant no entendería de qué hablamos!), que tienen varias respuestas posibles y que casi siempre son acerca de cosas importantes para mi vida, que me preocupan o sobre las que tengo que tomar alguna decisión. Habían formulado algunas, con orientación, en el entorno de esa clase.

Una niña dijo, por ejemplo, en aquella oportunidad, que la pregunta “¿Qué significa esta palabra?” podía ser filosófica porque su mamá y su papá muchas veces respondían cosas diferentes. Pero varias voces en el grupo se alzaron diciendo que no, porque si los padres no se ponen de acuerdo, para eso está el diccionario. Entonces yo les dije: “¿Y la pregunta sobre qué es el amor? ¿El diccionario me ayuda a contestarla?”. Se impuso un momentáneo silencio, antes de que comenzaran a balbucear respuestas desordenadas, para finalmente quedarnos sin ninguna. “Esa sí es una pregunta filosófica”, murmuró una niña, con los ojos brillantes de revelación.

Pero esta vez se desconcertaron porque el pedido los había tomado por sorpresa. De a poquito, comenzaron a aventurar esa búsqueda de las preguntas importantes que no pueden encontrar en ningún libro y “ni la maestra la sabe”. Por eso me miraban con esas caras. Estaban buscando dentro de sí mismos esas cosas que les preocupan profundamente pero que no se dan en la escuela. Hacía falta romper el hielo, pero cuando comenzaron, salían a borbotones, como si hubiéramos destapado un corcho: “¿Los padres tienen hijos preferidos?”, “¿Habrá otro planeta igual a este?”, “¿Qué pasa después de morirse?”, “¿Los perros van al mismo lugar que nosotros después de morirse?”. Y así van corriéndose hacia lo más profundo del ser humano: la trascendencia, lo sagrado, lo religioso. Eso que en la escuela no se da.

Detengámonos un poco aquí. La filósofa valenciana Adela Cortina hace una clara distinción entre dos tipos de valores que guían la vida de una persona: los valores de una ética de máximos y los de una ética de mínimos. Los valores de una ética de máximos son los que apuntan a alcanzar nuestra felicidad, y pueden estar relacionados con múltiples formas que cada individuo adopta, según el ámbito donde se forma, como metas de su vida. Así, pueden ser éticas de máximos el deporte, el judaísmo, la filatelia, el veganismo, la militancia política, un oficio, la protección de los derechos de los animales. El lector ya está imaginando otras, que conviven en una misma persona y dentro de una misma familia y, mucho más, dentro de una sociedad, algunas veces incluso contradictorias. La ética de mínimos, por su parte, consiste en los valores necesarios para que todas esas éticas de máximos coexistan sanamente. Son los valores de una sociedad democrática, pluralista: la igualdad, la libertad, el respeto, la solidaridad, el diálogo. Esos son los que la escuela tiene la obligación de promover; se trata de un mínimo ético democrático. Lo demás depende de cada colectivo, familia o individuo. No es la función de la escuela informar sobre esas propuestas de vida. De eso se trata la laicidad. Aunque estamos acostumbrados a utilizar la palabra “laicidad” en el entorno de la religión, en realidad significa la acogida democrática de todas las formas de vida, es decir, de toda ética de máximos que no interfiera con la ética de mínimos. Los docentes no pueden proponer a los alumnos que es mejor ser vegetariano o que hay que aspirar a determinada profesión, y mucho menos impulsarlos a adherirse a un partido político, o presentar al cristianismo, o al ateísmo, como la forma de ser feliz.

“¿Cómo vamos a promover la igualdad y el respeto si no conocemos las aspiraciones de nuestros conciudadanos? ¿Cómo voy a dar lugar al diálogo o la solidaridad si no tengo idea de lo que es importante para mi interlocutor?”

No, como la forma de ser feliz, definitivamente no. Pero ¿como una forma de ser feliz que eligen algunas personas? A partir de los planteos de Adela Cortina podemos preguntarnos: ¿cómo vamos a promover la igualdad y el respeto si no conocemos las aspiraciones de nuestros conciudadanos? ¿Cómo voy a dar lugar al diálogo o la solidaridad si no tengo idea de lo que es importante para mi interlocutor? Para que estos valores mínimos funcionen, hay que conocer lo que es significativo para el otro. Negar esta información constituye lo que varios autores convienen en llamar laicismo. Una forma limitada y limitante de laicidad.

Volviendo a la clase, un niño preguntó: “¿Cómo murió Jesús?”. Yo no sabía si la posición de la maestra era simplemente laica o laicista, y para evitar problemas se me ocurrió responder con un nuevo cuestionamiento: “¿Esa pregunta es filosófica?”. Me sorprendió un rotundo “Nooo” al unísono. Y, para mi maravilla, allí intervino la maestra: “Muy bien. Porque un día hablamos de que eso se puede buscar en un texto de historia. Esa figura religiosa para algunos murió de una forma en que normalmente condenaban a muerte en su época”. La maestra, sabiamente, en algún momento había sabido abordar la cuestión de la religión desde una perspectiva histórica. Entonces les pregunté cómo podrían transformar esa pregunta en filosófica. Una niña pensativa arriesgó: “¿Preguntando por qué hay varias religiones que creen cosas distintas?”. Esos niños saben que existen varias creencias posibles y que la diferencia es válida; puede decirse que han tenido una verdadera educación laica.

Esta maestra, como tantos otros docentes, se enfrenta a este problema diariamente: tiene en la clase a un niño musulmán que a la hora del almuerzo aparta el jamón a un costado del plato sin que lo censuren; una niña que de súbito se pone a contarle que está preparando su primera comunión; otros que ponen caras de extrañeza ante esas manifestaciones. ¿Cómo hace la docente para recibir esas historias delante de los demás compañeros y promover el respeto, valor crucial que debe defender la escuela? Ella ha elegido un camino de escucha atenta y amoroso acogimiento.

Los uruguayos estamos en plena discusión sobre este tema y, como todo lo que lleva a discrepancia, es más que válido en un Estado pluralista. Esta anécdota mínima pretende aportar una pieza de reflexión más a ese diálogo.

Helena Modzelewski es doctora en Filosofía y profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República