Hoy llueve y no hay niños en la escuela. La directora me plantea que aproveche a forrar los cuadernos de comunicados. Nada fuera de lo común, si no fuese porque, a principio de año, lo único que solicité a las familias de mis alumnos fue que forraran con diario un cuaderno. Incluso conseguí el diario para aquellos que no podían acceder a él. Pocos lo hicieron. Por lo cual quedaron varios cuadernos sin forrar.
La semana pasada, una niña de mi clase se arrancó intencionalmente un botón de la túnica. Apareció la secretaria con un carrete de hilo, llevándola a la dirección para cosérselo.
Quizás parezca tonto que estas cosas me hayan llamado la atención, que me haya negado a forrar los cuadernos; tal vez a los ojos de muchos yo parezca una rebelde sin causa. Pero lo cierto es que este tipo de episodios son moneda corriente en la escuela, y reflejan cuestiones educativas que van mucho más allá de un simple cuaderno o de un botón.
Todos los días batallo –y no soy la única– para generar distintas estrategias que permitan dejar de tirar cantidades demenciales de comida en el comedor, porque está incluido en el horario escolar y hay niños que no quieren comer (consultadas las familias, manifiestan que no necesitan hacerlo, ya que almuerzan en su casa). Pero la orden es que se repartan platos para todos, por lo cual el resultado es el desperdicio de muchos platos, que van, a veces íntegros, a la basura. Los niños se acostumbran a tirar alimento, o el momento del almuerzo termina convirtiéndose en un “rezongadero”.
No tengo que esforzarme mucho para recordar más situaciones similares. Todos los meses notifico a las familias las fechas de vencimiento de cédula, carné del niño y de vacunas. Pero no es suficiente. La maestra de apoyo, pacientemente, se encarga de llamar para coordinar personalmente esas fechas cuando las familias no lo hacen, de ir a acompañar a los niños a las consultas, de coordinar hora con especialistas para que se atiendan los adultos y también acompañarlos a ellos.
Esto refleja una primera condición de la escuela actual: asistencialismo.
Pienso en esto durante un día lluvioso. “Maestra, si tiene tiempo libre para pensar todo esto, vaya a forrar los cuadernos”, dirán. ¿Tiempo de sobra? ¡Se equivocan! Contrariamente a lo que varios piensan, los maestros tenemos muchas más obligaciones que estar en la clase con nuestros alumnos.
Proyecto institucional, áulico y por áreas, unidades didácticas, secuencias, evaluaciones extraescolares y ni que hablar de la planificación diaria: escribir y detallar el desarrollo de cada actividad que se va a implementar en la clase, redactando el objetivo didáctico en cada caso. Ingresar a la plataforma Gurí observaciones de cada alumno. Todo esto sin contar la obvia y necesaria corrección de cuadernos, entrevistas con familias o atención a la diversidad, entre otras actividades.
Para asegurarse de que los maestros no faltemos a nuestros deberes administrativos nos visita la inspección tres veces al año y la dirección siempre nos tiene “en la mira”, debemos andar justificando nuestras prácticas como si no tuviéramos un título que nos avalara. También tenemos que rendir prueba teórica y práctica si queremos ser efectivos en el sistema. Nos evalúan y puntúan cada año.
¿Esta vigilancia constante asegura la calidad educativa? Siempre pienso la misma cosa: ¿qué diría un médico si empezaran a exigirle que en la receta escribiera la justificación de por qué elige tal medicamento y no otro? Pues los maestros debemos justificarnos todos los días, varias veces al día, y dejarlo por escrito para que el inspector lo lea, lo corrija y lo califique. Irónicamente, como si él fuera nuestro maestro y nosotros aún tuviésemos la moña al cuello.
En mi grupo hay 28 niños de nivel 4 y 5 mezclados. Se denomina “familístico”, una manera coqueta de llamar a dos grupos en un mismo salón y a cargo de una sola persona. Cinco niños tienen trastornos psiquiátricos con conductas que atentan contra su propia integridad física. Varios más tienen necesidad de diagnóstico. Sin contar las particularidades conductuales o familiares que tiene cada uno, de acuerdo a su edad y su contexto social, económico, cultural, y que son igualmente necesarias de atender.
Llevo planificadas propuestas hermosas para trabajar contenidos del programa, de Lengua, Matemáticas, Ciencias, Arte. Noches en vela o fines de semana pensando cómo hacer para que cada uno aprenda motivado y a su manera. Pero hay días en que las propuestas quedan relegadas por cuestiones más urgentes: intentar que Luis1 no se golpee la cabeza contra la pared, que María deje de llorar porque en la casa la golpearon antes de venir a la escuela, que Pedro no grite porque hoy no tomó la medicación. “Por reglamento, hasta 32 niños podés tener”, me dijo la inspectora cuando vino a visitarme y le conté mi situación.
Y puedo. Puedo mantener sanos a 32 niños durante cuatro horas de lunes a viernes. Pero, ¿estamos realmente garantizando su derecho a una educación digna y de calidad? ¿32 niños preescolares a cargo de un solo adulto, en un espacio de aula muy reducido, permite una real atención a la individualidad y a la diversidad?
No juguemos a ser ingenuos: nadie en su sano juicio puede creerse que yo, como maestra, estando sola en el aula con todos esos niños, puedo sentarme cinco minutos con un niño a abrazarlo, mimarlo, ayudarlo a escribir una palabra, a diferenciar una letra de un número, a gestionar sus emociones, cuando hay otros 31 niños que lloran, gritan, se pelean, saltan, corren. Hacemos lo que podemos, lo hacemos de corazón, pero toda la voluntad y la vocación del mundo no son suficientes.
Todo esto me lleva a la segunda característica importante de la escuela hoy: la desvalorización docente y la desviación de los objetivos de la escuela.
¿Qué es la escuela? ¿Un depósito o una institución educativa? ¿Qué es el docente? ¿Un baby-sitter o un intelectual, profesional de la educación?
¿Qué mensaje le doy yo, maestra, a una familia que no fue capaz de forrar un cuaderno, si lo hago sin chistar? ¿Con qué criterio le exijo cosas a un alumno si no logro que su familia se comprometa en lo más mínimo? ¿Cómo estoy educando a un niño si yo, adulta, no soporto que llore porque se arrancó un botón en un berrinche?
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¿Por qué cuento todo esto? ¿Qué importancia tiene el botón de la túnica en la práctica?
Los maestros, hoy por hoy, nos vemos obligados a gastar mucho tiempo (por supuesto, no remunerado) en hacer todo menos lo que compete a nuestra tarea, que es la de pensar la educación de nuestros alumnos y llevarla a cabo en el aula. Nos ocupan llenando planillas y redactando objetivos, y nos quitan tiempo para concretar acciones educativas. Muchas veces, como en el caso del botón, somos nosotros mismos, los docentes, quienes nos autoatribuimos estas tareas, porque nos hacen creer (o nos autoengañamos creyendo) que dar más de lo que nos corresponde es una cuestión ética, humana o de “sentido común”. Le hacemos un daño irreparable a la educación cuando cosemos el botón, cuando forramos el cuaderno, cuando ponemos, mes a mes, dinero de nuestro bolsillo para los materiales, salidas didácticas, arreglos edilicios, etcétera. Se nos olvida todo cuando vemos las caritas de emoción de los niños haciendo plasticina con los ingredientes que compramos de nuestro bolsillo.
Nos convertimos en cómplices de que se vaya desvaneciendo el rol de la escuela como institución garante de una sociedad crítica y reflexiva, responsable de sus decisiones y constructora de un país democrático.
La escuela hoy es muchas cosas: comedor, centro de vacunación, entre tantas, pero muchos niños aún no reciben la atención que se merecen.
Que no se me malinterprete: no estoy diciendo que esté mal que existan comedores escolares o que se brinden herramientas a las familias, pero no podemos abandonar los fundamentos de la escuela para saciar, a costa de ella, carencias en otros rubros. Tampoco es una crítica política, porque se alternan gobiernos y propuestas de todos los colores (quizás algunas con las mejores intenciones), pero se pone el foco en cuestiones equivocadas.
Concretamente, la pregunta es: ¿en qué se ha convertido la escuela y qué espacio de educación real queda para estos gurises cuando estamos haciendo todo menos pensar la escuela por y para ellos?
El problema, entonces, está más allá de lo económico, más allá de la cantidad de niños por clase, más allá de las familias. ¿Dónde está el quid de la cuestión?
Está en el hecho de que no hay proyecto, tecnología o evaluación que transforme la educación si no repensamos el lugar que les damos al docente y a la escuela hoy.
La escuela uruguaya es lo que es gracias a que los maestros se la ponen al hombro todos los días en cuerpo y alma. Pero no puede depender sólo de ellos, construir la sociedad del futuro es responsabilidad de todos.
No importa qué tanto planifiquemos, qué tantos papelitos de colores le peguemos a la carpeta a fin de año ni los forros de los cuadernos de comunicados. Debemos revalorizar el rol de la escuela hoy, y lo que es más importante, confiar: reivindicar a los docentes como intelectuales, profesionales de la educación. Sin eso, no hay nada.
Florencia Costa es maestra egresada de los Institutos Normales de Montevideo.
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Nombres ficticios. ↩