Es medianoche, y mientras lleno el vaso de agua para llevármelo a la mesita de luz, miro el celular y veo que acabo de recibir un email de Felipe. Ya me lo había comentado antes: este es su horario de trabajo. Se encierra con la computadora una vez que sus nenas se fueron a dormir y entonces comienza la parte más tediosa de su jornada: leer y responder emails, corregir trabajos, planificar clases, estudiar (porque los docentes, todos los días, siguen haciéndolo). La casa duerme, en la oscuridad, y sólo el rostro de Felipe brilla a la luz blanca de su pantalla, como un fantasma arrinconado. El repiqueteo de los dedos sobre el teclado es lo único que quiebra el ritmo del tic-tac del reloj del comedor. Lo imagino con los ojos fijos en esa luz implacable, la espalda un poco doblada, el cuello dolorido.

Durante el día, cuando necesita estar presencialmente en una reunión virtual, invita a las nenas a mirar la tele. Les busca una película, les da unas galletitas, y ajusta el volumen a un nivel que les permita a ellas escuchar y a él trabajar a dos metros de distancia. “Papá tiene que trabajar”, les dice, pero no se va a ningún lado. Se queda ahí, en el rincón de la computadora, hablando como un demente a no se sabe qué. Si la película dura lo suficiente, la reunión llega a su fin y de pronto logra concentrarse en un texto, y es como si hubiera sido absorbido por un tubo hasta la profundidad de un tema: ha encontrado un material que le interesa, y se pone a anotar en un cuaderno. Por un par de minutos está en otro mundo; sólo con el documento, la lapicera, la idea.

“¡Terminó!”, exclama en algún momento imprevisto una de las nenas, y su inspiración también termina. Podría ponerles otra película, pero se siente culpable. Sabe que no pueden pasar todo el día mirando pantallas. Aunque él sí, es lo que hace durante esta cuarentena, toda su experiencia laboral a través de la misma pantalla: lee y escribe en pantalla, como antes, pero ahora también corrige exclusivamente en pantalla y explica, por escrito, redactando durante horas, lo que antes habría hecho en persona. Hasta las caras de sus estudiantes y sus colegas están mediadas por ese brillo impertinente del monitor.

Hoy, su nena más grande tiene su primera clase en una plataforma virtual, y Felipe la acompaña en el proceso. Estuvo todo el día ansiosa, dando vueltas, eligiendo ropa. Antes de conectarse, se peina y se perfuma. Felipe la mira con ternura. Ella todavía no sabe que la ropa no se llega a ver, que la cámara apenas capta los detalles de su cabello, y que el perfume, eso seguro, no viaja de manera virtual. Pero es que ella está en segundo año de escuela; si no es a través del olfato, del tacto, de la vista de cada detalle, color, textura, ¿qué es el aprendizaje a esa edad? Tal vez es por eso que la clase dura muy poquito. En 15 minutos, los compañeritos se miran, se hacen gestos de saludos nerviosos, luego se empiezan a reír, se entusiasman, se embarulla la conexión y a la maestra se le desarma el plan de clase. Mejor se lo manda para hacer “de deberes”. Tendrá que leer y revisar mucho más, pero no ha encontrado otro modo. Quizás la maestra se habría sentido aliviada si hubiera logrado tener esta clase en tiempo real, considerando su tarea cumplida por hoy. Pero no, tendrá que esperar, al igual que Felipe, que su familia duerma para sentarse ante la computadora y corregir, comentar, enviar. Días que no terminan a ninguna hora.

La nena se queda como decepcionada. La ropa, el perfume, toda una escena montada para una esquinita de la casa, donde los amigos se redujeron a cuadritos y la voz de la maestra a una estática molesta.

Y ahora Felipe le pide que vaya a ponerse de nuevo ropa cómoda y le dice: “Le toca trabajar a papá”. Y, otra vez, no se va a ningún lado. Se aísla frente a la misma bendita y maldita pantalla, donde, estos días, extrañamente, parece transcurrir el mundo entero.