Yo había elegido un bar cualquiera para reunirnos con Derce, solo porque quedaba más o menos cerca de mi casa y pensé, por las calles que me dijo, que también le parecería cerca a ella. Era un día frío y lluvioso, y cuando entré, confirmé mi sospecha de que se trataba de un sitio de mala muerte, de esos con los pisos de baldosas percudidas por los años, las mesas de tapa de cármica y las sillas de madera de respaldo demasiado recto, obligándote así a comer y tomar, a nunca descansar. Sumado esto a la pandemia, no había nadie; solo la mesera de tapabocas a quien expliqué que estaba esperando a una amiga y se despidió temporariamente con la sonrisa de sus ojos (la única que podía mostrarme), y el cajero detrás del mostrador conversando con el parroquiano acodado a los gritos, ya que la tele gigantesca pasaba un partido a todo volumen. Pensé si con todo ese bochinche Derce y yo nos iríamos a comprender. ¿Ella entendería mi acento local de español uruguayo? ¿Y yo captaría sus palabras patinando a cada erre con su dejo francés? Esos pensamientos se terminaron alejando, porque el tiempo pasaba y mi mente hilvanaba otras cuestiones. Me di cuenta de que había pasado ya veinte minutos desde nuestra cita acordada.

Se me iba diluyendo la idea que me había hecho de ella, y comenzó a parecerme irreal. Me preguntaba si vendría, o aquella había sido otra de mis peculiares ideas. La cosa había sido así: hace algunos meses me enteré de que el CELEX, Centro de Lenguas Extranjeras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, dicta desde 2014 clases de español para migrantes y refugiados. Los cursos actuales forman parte desde 2016 de INMIGRA (integración lingüística de migrantes), un proyecto financiado por la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República.

Mi curiosidad me llevó a ponerme en contacto con Cecilia Torres, la actual docente encargada de esos cursos. Yo estaba segura de que esos espacios acotados e infinitos a la vez, que son las aulas, albergarían innumerables relatos, y no me equivoqué. Cecilia y yo no nos conocíamos, pero ella se enganchó de inmediato con la idea. Creo que nos reconocimos en el amor por las historias; probablemente ese mismo amor determinara su vocación de profesora de idiomas, y en especial la habría llevado a trabajar en estos cursos. Ella pensó que sería mucho más interesante que yo conversara directamente con estudiantes, y fue así que la idea había desembocado en ese encuentro surreal, en un bar al que de otra manera nunca habría ido, con un frío con el que en otro momento no habría salido de casa, esperando mi primera entrevista con Derce. Comenzaba a pensar que no llegaría, que se habría arrepentido de hablar con una extraña, que el misterio de su relato seguiría siendo, como hasta ahora, un enigma.

Pero finalmente llegó. Venía riendo y por la gestualidad de sus ojos y sus manos la imagino mordiéndose el labio inferior en expectativa culpable por la tardanza, pero no lo sé porque llevaba puesto el tapabocas, que solo se quitaría unos minutos después. Llevaba una campera impermeable que se le ajustaba al torso, blanca, de manera que no podía evitar resaltar su radiante piel negra y sus bellísimos ojos miel. Se sentó frente a mí mirándome atenta, asintió a la mesera cuando se acercó para preguntar si queríamos café, y comenzó a responder a mis primeras preguntas con un español afrancesado, bastante fluido aunque salpicado de tropezones en el vocabulario, que ella remediaba introduciendo palabras en inglés o en francés y escudriñándome la comprensión en el fondo de mis ojos.

Confirmó que venía de Haití, como me había contado Cecilia. Había llegado a Uruguay un año y medio atrás, hacia fines de 2019, con sus dos hijos de 12 y 8 años, huyendo, pero no de la pobreza. Derce es egresada universitaria, estudió Comunicación Social, y en Haití había trabajado en la televisión, como periodista de noticieros. Es la inestabilidad política, la violencia, lo que hace que la familia de Derce sueñe con otros países. Mientras su esposo, ingeniero químico, prueba suerte en Canadá habiendo conseguido visa, Derce y los hijos exploran cómo sería una vida futura en Uruguay. Pero mientras en Canadá su esposo puede manejarse en francés, su idioma natal, en Uruguay, Derce se siente bastante desprotegida.

Está un poco melancólica pero me regala algunos recuerdos cuando le pregunto por una imagen de Haití que guarde en su corazón. Sonríe, deslumbrada como ante una aparición, describiéndome su primera Comunión: ella, a sus 8 años, vestida como una novia. Habla luego de su aprobación del examen del ciclo de educación primaria, transmitido por la radio; la vereda atestada de vecinos escuchando la lista de nombres a todo volumen, y vitoreando por la niña Derce que ahora pasaba a secundaria. Se ríe encantada de recobrar esa escena; sus palabras se entretejen con agudas carcajadas de una cadencia dulcemente extranjera, y los pocos clientes del bar se voltean para mirarla y esbozar, de pura empatía, sendas sonrisas. Otra visión son las fiestas, el carnaval, los niños jugando descalzos en la calle, saltos, correteos, alegría.

Entonces le pregunto por imágenes que le representen a Uruguay. Retomo esta pregunta en el mismo tono de voz y algarabía con la que estoy recibiendo su anterior respuesta. Ella va bajando lentamente la frecuencia de su euforia. Los recuerdos su Haití de niña la han anclado en sensaciones placenteras de las que es difícil soltarse. Arrastradas ambas por la atmósfera festiva recién evocada, solo cognitivamente vamos desprendiéndonos de su cálido rumor. Ella me está hablando de un lavarropas y un sofá, las primeras imágenes que le vienen a la mente al pensar en su llegada a Uruguay. Ella los necesitaba con urgencia para equipar su casa, y los compró por un sitio de internet del que yo nunca oí hablar. Pagó en una red de cobranza y el sofá jamás llegó; el lavarropas sí, pero funcionó solo quince días, y no encontró a quién reclamar. Mi sonrisa termina de diluirse y me sobreviene un calor incómodo que me va inundando el rostro.

Tiene también muy presentes a los niños que cuidó recién llegada. Una vecina de su corredor tenía hijos de la misma edad que los de Derce, y le pidió que se quedara con ellos durante sus largas jornadas de trabajo. El pago mensual, mientras duró, fue de $4000. Derce me dice, con los ojos indignados, que ser inmigrante no implica no conocer el valor del dinero. Ella sabía que ese pago no era suficiente para un empleo a tiempo completo. Pero no podía darse el lujo de perderlo, ni de perder a la única vecina amigable. Tantas veces, la vulnerabilidad es lo que nos vuelve esclavos.

La vergüenza me impide seguir preguntando. Pero ella me facilita el camino. Me habla de Cecilia, la profe de español, que le ayudó a tender redes. Ya en plena pandemia, la impulsó a dar el examen del nivel intermedio enviándole materiales por Whatsapp, haciendo menos fácil asentir a su impulso de abandonarse.

No fue fácil seguir estudiando, si no fuera por la insistencia de Cecilia, a la vez que trabajaba largas horas como auxiliar de limpieza. Me imagino cómo debe sentirse una periodista televisiva en empleos tan alejados de su formación. Rápidamente era despedida, además, de esos trabajos, porque, decían, no lograban entenderse con ella. El estrés era insufrible, porque ella necesitaba esos trabajos para el techo de sus hijos, y eso la hacía presa fácil de los abusos que no podía darse el lujo de denunciar. Su condición de refugiada, sumada al desconocimiento del idioma la dejaba a la intemperie social. Uruguay, finalmente, no es tan excepcional como queremos creer.

Su creciente dominio del idioma le ha permitido mejorar esa inestabilidad. Ahora trabaja en un residencial de ancianos, pero aún se comunica con ellos con un lenguaje más universal: les pone música, que parece generar un vínculo más sólido.

Antes de despedirnos, me pide para hacernos una selfie. Ahí la tengo, en mi teléfono. Mi sonrisa titubeante junto a su carcajada radiante, casi audible. Pienso que mis abuelos, al llegar a Uruguay, debieron tener la misma actitud para poder sobrevivir. Otro cuerpo, otro idioma, otro siglo, pero la historia se repite, nuestros caminos han serpenteado el tiempo para encontrarse en este punto. Me gustaría contarle mi propia historia, como una forma de contarle la suya propia, pero no viene al caso; sus hijos la esperan y el viento arrecia.