Desde nuestra infancia nos es familiar el cuento de Caperucita Roja, en el que el lobo devoró a la niña y a su abuela sin piedad. Conocemos lo que nos contaron desde una mirada centrada en la pequeña niña rubia como protagonista, pero ¿alguna vez nos pusimos en el lugar del lobo o nos identificamos con él? ¿Alguna vez pensamos en su instinto y en que la búsqueda de alimento es requisito para su supervivencia?

Si escucháramos hablar al lobo quizá nos diría que, al verlo, la niña se asustó y le arrojó una piedra, y que fue eso lo que desató su ira e instinto de animal carnívoro. No estaríamos justificando sus acciones, pero sí pensando, quizás por primera vez, en las razones que lo llevaron a convertirse en el villano del cuento, pudiendo incluso llegar a empatizar con él. Esa forma de mirar podría también extrapolarse a nuestros congéneres. Estas son algunas de las cuestiones que aborda Helena Modzelewski en su último libro.

Helena es doctora en Filosofía por la Universidad de Valencia, España, magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad de la República (Udelar), y trabaja como docente en el Departamento de Historia y Filosofía de la Educación, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Udelar. Además, es escritora y fue columnista en Brecha hasta 2018 y actualmente en la diaria con sus Crónicas del aula.

Sus publicaciones académicas más importantes se refieren a la literatura como herramienta de educación emocional para la promoción de una eticidad democrática. En 2019 ganó el Premio a las Letras del Ministerio de Educación y Cultura en la categoría Ensayo inédito de Ciencias de la Educación, con su libro Lectores ecuánimes. Una educación en ciudadanía a través de narraciones y emociones, que finalmente salió editado en abril de este año.

Autora de A su imagen y semejanza (2006) y El refugio de las palabras dormidas (2015), novelas basadas en historias reales, su lectura permite visualizar con facilidad escenas, entender situaciones y empatizar con sus personajes provenientes de ámbitos sociales generalmente invisibilizados. En sus contenidos la autora nos envuelve en descripciones tan vivaces y detalladas que nos atrapan desde los primeros párrafos.

Lectores ecuánimes es un texto mayormente académico y muy rico bibliográficamente, que dedica un capítulo especial a hablar de la importancia de las emociones dentro de los relatos, que juegan un rol esencial en la búsqueda de la apertura al nuevo modelo de análisis literario que pretende enseñarnos la autora.

En este afán comparte recuerdos de su niñez para remarcar que vivimos de historias, que al contarlas o revivirlas se traducen en emociones. Modzelewski propone contactar con ellas y llegar a la autorreflexión, punto de partida para lograr la ecuanimidad; es decir, una parada de observación propia que evitará el rápido juicio del otro, al menos no sin antes haber establecido la empatía.

Tomando referencias de varios autores clásicos y contemporáneos como Butler, Lipman, Nussbaum, entre otros, construye la idea de un lector ecuánime, amparada por el término “hombre ecuánime”, tomado de la poesía de Walt Whitman.

Construyendo ecuanimidad

Un lector ecuánime es aquel capaz de colocarse en el lugar de los personajes, escuchar todas sus voces, incluyendo las inaudibles, para así forjar su propio punto de vista, sus propias observaciones y opiniones sin dejarse convencer fácilmente por uno u otro autor. Preguntarse, repreguntarse, para lograr un pensamiento “crítico, creativo y cuidadoso […] en relación con el conocimiento del otro con el que se comparte la humanidad, apertura en la cual la principal emoción a ser fomentada será la compasión” (p. 49). En su libro, la autora nos introduce al concepto literario de polifonía, que describe desde su perspectiva educativa como la presencia de las diferentes voces que existen en la sociedad pluralista; escucharlas, dice, sería ideal en una verdadera democracia, tanto en su sentido político como en sus implicancias sociales y morales.

Modzelewski utiliza la noción de adoctrinamiento y nos echa una mirada crítica como lectores al observar que desde niños nos vemos envueltos en afirmaciones, “verdades” tan arraigadas en nuestra cotidianidad que asumimos como obvias y no dejan lugar a cuestionamientos. Un ejemplo a destacar que trasciende en el tiempo son los recursos emocionales que contienen las campañas políticas, apelando al miedo y al entusiasmo como forma de persuasión. Lo mismo sucede con clásicas obras literarias de común conocimiento. Cuentan un solo cuento, desde una sola perspectiva. Los más osados se atreven a cuestionarse e interpelar a los personajes, pero no es tarea fácil ponerse en los zapatos del antagonista y verse reflejado en esos defectos que repudiamos en el otro.

Como experiencia personal, recuerdo haber escuchado una frase que decía que hay circunstancias en las que repetimos a otra persona nuestro punto de vista una y otra vez y no lo comprende. “No es tonto [decía la frase], es otro”. Una afirmación tan breve y tan simple que vuelve a mi mente cada vez que intento explicar mis razones y mi interlocutor no está de acuerdo. Entonces pienso que es otro, que tiene otros sentimientos, otros valores que priorizar, una vida diferente a la mía y, por ende, otros motivos para pensar distinto. Yo no comparto su opinión, pero el ser capaz de escuchar y de ponerme por un momento en su lugar tiene que ser suficiente para no juzgarlo ni sentenciarlo en mi interior como persona non grata. En una similar sintonía, la autora afirma que “la argumentación sin conocer los motivos profundos, sentimentales, de por qué alguien se propone defender determinada posición, es un esqueleto sin carne, un andamio sin obreros” (página 55).

Su interés por el estudio del potencial de la literatura para la educación emocional comenzó hace más de una décadas, cuando era alumna en un curso de literatura inglesa y tuvo como tarea la lectura de la novela Things fall apart (“Todo se desmorona”), de Chinua Achebe, escritor contemporáneo nigeriano. La novela describe la vida precolonial en una aldea primitiva de un pueblo nigeriano. No era de las novelas que Helena acostumbraba leer y se le hacía difícil identificarse con los personajes o sentirse atrapada por ese relato monótono lleno de situaciones tan distintas y alejadas de la suyas. Pero en un momento de la historia apareció un hecho que en particular le provocó un estallido de empatía: la esposa del protagonista debió entregar a su única hija como ofrenda en un rito religioso.

En ese momento se sintió verdaderamente identificada con este personaje, se sumergió en la historia, pudo sentir lo que ella sentiría y, aunque sus vidas fueran totalmente distintas, logró la empatía a través de las emociones. Rechazó la indiferencia y el desapego que había sentido por los personajes en el comienzo de la historia y fue consciente del surgimiento de una metaemoción [emoción acerca de una emoción], concepto que desarrolla en las páginas de Lectores ecuánimes y que propone como clave, entre otras, para la educación emocional.

En contexto

El libro de Modzelewski pretende difundir las investigaciones que realiza como parte de su trabajo como docente en la Udelar. En particular, en su origen pretendía ser predominantemente teórico, pero en 2018, mientras buscaba aplicar estas ideas en la educación, surgió la posibilidad de realizar talleres semanales en una escuela pública montevideana con dos grupos de tercer año. La finalidad de estos talleres sería propiciar en los niños el hábito de colocarse en el lugar del otro: el raro, el malo, el distinto, alguien con quien nunca pensarían identificarse. La experiencia implicó que los niños formularan preguntas construyendo diferentes miradas, ejercitando la empatía y, sobre todo, “rescatando al antagonista”, como ella le llama. Esta experiencia se terminó convirtiendo en el trabajo de aplicación central de Lectores ecuánimes.

Al consultarle sobre los resultados obtenidos, concluye que este abordaje sistemático de una nueva forma de leer genera individuos más reflexivos en sus juicios hacia los demás. Aconseja e invita a su aplicación en las aulas para hacer de este un proceso cotidiano, ya que no solamente los resultados son beneficiosos; la misma puesta en práctica de la reflexión genera instancias de entusiasmo, comunión y respeto dentro del aula.

Sostiene que los docentes que los lleven a cabo deben estar formados en metodologías de trabajo en comunidad y alertas de su propia voluntad de adoctrinamiento, que les surgirá sin que se lo propongan. Serán propulsores de la construcción de ciudadanos más justos y compasivos. Sin dudas, nuestra sociedad actual los necesita.

Verónica Tellechea es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de la República.