Uma flor nasceu na rua! / Passem de longe, bondes, ônibus, rio de aço do tráfego. / Uma flor ainda desbotada / ilude a polícia, rompe o asfalto. / Façam completo silêncio, paralisem os negócios, / garanto que uma flor nasceu.

Carlos Drummond de Andrade (1902-1987)

Comenzamos el tercer año de pandemia. Ya le tenemos tirria al tapabocas y fobia a la virtualidad. Con aterrorizada expectativa, esperamos un descenso de los casos de covid-19 para confirmar, suspirando, que podremos ir a las aulas de todos los niveles, que podremos ver pieles en lugar de pixeles. Entre tanta incertidumbre, tememos, ya como reflejo, lo que pueda suceder.

Por eso, recordemos: pase lo que pase, siempre habrá lugar para una flor en la grieta, porque esa es la esencia de la educación. Sea como sea. Porque si volvemos a abrazarnos, es claro que todo será mejor; y si no, quedará aún lugar para más historias como la que voy a contarles. Una historia que individualizaré con mención de sitios y nombres, con autorización de sus protagonistas, y que, sin embargo, estoy segura de que, si cambiáramos los nombres, podríamos reconocer fragmentos de ella en diferentes rincones del país.

Andrea es maestra de sexto año de la escuela 7 de Nueva Palmira, esa preciosa ciudad cuyo nombre, instaurado en 1831, hace honor a la antigua Palmira, ciudad oasis en el desierto de Siria que a sus fundadores hizo evocar. De hecho, cariñosamente se la conoce como sólo “Palmira”. Se encuentra en “la cabeza de la ovejita”, dice Andrea para mi sorpresa. Me explica y entiendo: refiriéndose al mapa, las maestras gustan de comparar el contorno de Colonia con el de una oveja. Es verdad, Nueva Palmira está en la cabeza, que mira al oeste; más aún, diría yo, en su mismísima nariz. Palmira tiene playa sobre las márgenes del río Uruguay, que una olvidaría que es río si no fuera por la orilla argentina que se avista al otro lado. Caminando por su rambla, una montevideana como yo no extraña el Río de la Plata. Al contrario, sobreviene una especie de añoranza por lo que este podría ser pero ya no es, un paseo de tal calma y parsimonia. Dan ganas de quedarse, de olvidar todo de repente y hacer de cuenta que el hogar es ahí.

La escuela de Andrea es urbana, en la zona céntrica de Palmira, muy cerca de otra escuela, cuya existencia parecería redundante si no se la cotejara con la historia: en 1854 se creó la primera Escuela Pública de Nueva Palmira, para varones. Y la Escuela de Niñas comenzó sus actividades en 1859 1. Estaban muy cerca, pero ciertamente no eran redundantes para la cultura de la época. Andrea trabaja en la más antigua, la que era para varones.

La realidad de Lorena es bien distinta: ella es la directora de una escuela rural, la 34 Rosario y Colla, situada a unos cuatro kilómetros de la ciudad de Rosario. Podría pasar inadvertida si no fuera porque se yergue sobre la vieja curva en peligroso ángulo recto de la ruta 2 entre Rosario y Cardona, que tanto ha dado que hablar en la historia del paraje. Esa peculiaridad es lo que unió a estas dos amigas.

Lorena vive en la escuela y durante 2021 recibía cada día, de 10.00 a 15.00, a tres niños en tres niveles educativos diferentes: jardinera, segundo y quinto. Directora y maestra a la vez, Lorena se encarga de la educación de los niños, de su alimentación y del mantenimiento de la escuela. Los diferentes temas a trabajar cada día con cada niño, las compras para los almuerzos, desayunos y meriendas, si se quema una bombita o se rompe una canilla, todo depende de ella.

Fue en 2021 cuando Andrea y Lorena se conocieron en una clase de facultad. Las dos estudian la Licenciatura en Educación de la Universidad de la República. Ambas la comenzaron hace alrededor de diez años. Están siempre estudiando, siempre buscando oportunidades para crecer en su formación, para enseñar a los niños según los planes de estudio, pero también para educarlos con el ejemplo, con la vivencia de la obstinación, del no rendirse, con el sueño de un título universitario, aunque fuera una meta de demasiado largo aliento. Porque “los maestros no aceptamos un no como respuesta”, dice Andrea. Me cuentan de esfuerzos sin límites, de largos viajes de una vez por semana en buses interdepartamentales donde aprovechaban a estudiar durante el trayecto de ida, de compañeros de Montevideo esperándolas con las fotocopias hechas durante la semana, que ellas organizaban en carpetas en el viaje de regreso. Esos desplazamientos esporádicos no les permitían cursar las materias de asistencia obligatoria, pero sí estar varias veces por mes en contacto con compañeros y docentes. Casi imposible, pero... Y los alumnos saben que sus maestras estudian y eso los enorgullece; saben cuándo tienen parciales y les desean suerte, después les preguntan cómo les fue. Y eso no tiene precio.

En aquel cursado tropezado, obstaculizado, de viajes salteados y clases intermitentes, no habían llegado a conocerse. Pero de un tiempo a esta parte las circunstancias han ido dándose de tal manera que un buen día de 2021 se encontraron compartiendo un grupo de estudio con otras maestras. Podría haber resultado ser un encuentro intrascendente, pero una ocurrente conversación sobre la curva de la ruta 2 terminó de sellar el vínculo.

Andrea es oriunda de Flores y en frecuentes trayectos en ómnibus interdepartamentales desde Nueva Palmira a su pueblo natal debe pasar por Colonia del Sacramento, desde allí hasta Rosario, luego Cardona, para finalmente alcanzar Flores.

Un viaje en auto representaría un recorrido de 160 kilómetros, siguiendo la ruta 12 hasta Cardona para luego tomar la 57. Pero he aquí la consecuencia de la macrocefalia: no hay transporte público que transite las rutas internas, más pequeñas, que recuerde que hay gente, historias de vida y afectos en esos puntos del mapa que apenas se ven. Entonces el viaje de Andrea comienza poco intuitivamente, hacia el sur, dando un rodeo de 100 kilómetros antes de enganchar con la ruta 57. En lugar de recorrer el lomo de la oveja, como indica una mirada al mapa, el transporte público obliga a los viajeros a bajar hasta la punta de sus patas delanteras, seguir a ras de suelo hacia las de atrás, y allí volver a remontar hacia el norte, para finalmente retomar el lomo, hacia el departamento de Flores.

Cuando Andrea y Lorena se encontraron por primera vez para estudiar con otras compañeras, era una mañana helada en que todavía no amanecía, porque no había mejor hora de reunión que las 6.00, antes de comenzar la jornada. Tras las mutuas presentaciones, la pertenencia a tal o cual centro educativo, Andrea casi gritó: “¿Tu escuela es la que está frente a esa curva espantosa?”. Era inconfundible; Lorena asintió riéndose. Era esa, la pintada de un rosa avejentado, con los eucaliptos como única protección de su presencia solitaria entre pastizales sin poblar. Testigo de la mortal curva, parecía advertir o bendecir a los vehículos antes de que se los engullera la velocidad y la distancia.

En 2019, en la ruta se hizo una obra para rectificar el ángulo de la carretera, dejándolo menos pronunciado. Ahora, la escuelita ha quedado unos metros retirada, ya no está tan peligrosamente cerca del bramido del tránsito pesado. Ya no debe llamar la atención de los conductores y pasajeros. Pero Andrea se acordaba. Como maestra, le llamaba la atención la conjunción entre el imborrable susto por la curva y la presencia aniñada de la escuelita rural. Nunca la olvidaba; cada tanto volvían a ella, en su imaginación, los posibles personajes de aquella escuela chiquitita con su edificio rural antiguo y sus muros color té con leche. Cuando conoció a Lorena, en un instante se encarnaron las historias que se había figurado. Y no eran muy diferentes de su fantasía.

Un día llega el último encuentro de 2021; ellas se desean feliz Navidad, hasta el año que viene, ojalá tengan los mismos buenos resultados que este año en la facultad. Ojalá puedan seguir cursando, avanzando en las materias. Eso sí, de esto no hay duda: se las verá estudiando juntas, a las seis de la mañana, antes del amanecer y de la campana, con las otras compañeras de Montevideo, Paysandú, Canelones y Dolores. Eso sólo depende de que haya voluntad, e internet.

También se desean mutuamente que 2022 sea el año en que definitivamente se abracen, por primera vez en la vida. Porque, ahora me doy cuenta, omití algo en esta historia: su amistad es íntegramente virtual. Por eso digo, sea lo que sea, pase lo que pase, siempre podemos esperar cosas buenas, como una flor empecinada brotando en el asfalto.


  1. Basado en el documento de Enrique Almeida Oneto descargado aquí