Cuando conocí a Gerardo, estábamos en una ronda de discusión y, mientras alguien hablaba, él hacía un incierto gesto con la mano que podía interpretarse como “más o menos” o como un pedir de la palabra. Alguien le preguntó si quería agregar algo, pero él pareció percatarse de su mano por primera vez, la miró, se rió y dijo: “No, no, es que yo para poder pensar hago estos movimientos”.

Un tiempo después llegó a contarme que seguramente era hiperactivo, pero que nunca había sido diagnosticado, porque antes, claro, no se usaba. Nunca tomó medicación ni le tuvieron consideraciones especiales, pero ahora, cuando se ve reflejado en un alumno como en un espejo, y se entera de que está diagnosticado con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), supone que él también lo sufre. No es que le interese su propia condición, ya regulada a los porrazos a lo largo de los años, sino el hecho de que, poniéndose en los zapatos del niño problemático, sabe cómo este siente, piensa y padece, y le preocupa encontrar formas de suavizar esa experiencia. Lo que no es menor, aspira a que los compañeritos de clase comprendan y colaboren. Eso es, en definitiva, lo que hace a la diversidad.

Él sabe, cuando los ve, que lo más difícil es esa sensación de estar detrás de un muro, intentando gritar pero que nadie te escuche. Él mismo demoró mucho a aprender a leer y escribir y lo llevaban a una psicóloga que lo ponía a dibujar. Nadie parecía entender que no podía concentrarse, porque la mente le iba más rápido que la tarea que debía hacer. Por eso en la escuela le mostraban letras y a él le parecían jeroglíficos. Hacía un esfuerzo enorme por controlar los deseos contradictorios de comprender las letras, a la vez que interpretar los sonidos que llegaban desde la ventana, pájaros, motores, silbidos, mirar la punta del dedo de la maestra señalando el renglón, y sobre todo el miedo a no responder bien, la certeza de ser rechazado o tachado de subnormal si no lo lograba… Todo eso le generaba un vértigo tan insoportable que lo único que anhelaba era escapar. La ansiedad le ahogaba la garganta, y a nadie sabía decírselo. ¿Con qué palabras nombrar lo que ni siquiera se puede identificar dentro de uno mismo, porque se mueve en un remolino desenfrenado? Para poder designar, describir, narrar, el mundo debe detenerse, pero el mundo de Gerardo nunca se detenía, y todo sonido, aroma, imagen, sensación táctil, todo, absolutamente todo, tenía prioridad. ¿Cómo podía explicar eso un niño?

Me cuenta que la docencia lo salvó, porque cuando era adolescente y ya estaba convencido de que no servía para nada, se encontró enseñando, de casualidad, a alguien, y se sintió distinto. Era una época en la que acompañaba a su padre en su trabajo en un refugio de personas sin techo, y colaboraba en lo que estaba a su alcance. Percibió, en los hombres que allí estaban, gente grande, decepcionada de la vida, abandonada del mundo, cierto interés en el uso de las computadoras que estaban en la oficina. Y se ofreció a enseñarles. Sintió que en esos momentos el mundo sí parecía enlentecerse. Las miradas de sus alumnos seguían sus palabras en los movimientos de sus labios y de sus manos en el teclado, y exclamaban asombrados los descubrimientos que iban haciendo en la pantalla. Esa atención a su saber, que para él era tan natural y sin embargo para estos hombres parecía manifestarse como algo mágico, le generó la sensación de acceder a un túnel silencioso, donde el mundo y el ruido desaparecían de pronto y sólo importaba la pantalla, el programa, las preguntas de los hombres, sus murmullos entusiastas, sus miradas atentas.

Tuvo la confirmación cuando vio “al viejo Cocha”, uno de los usuarios del refugio, chateando con la hija que tenía en Canadá, a través de lo que en esa época era el Messenger. Entonces Gerardo se dio cuenta de que no era inadecuado para este mundo, de que podía hacer mucho en esos momentos en que el barullo se detenía y podía darle a alguien la oportunidad de un cambio en la vida, grande o pequeño, como le había dado al viejo. Decidió ser maestro. Porque en los refugios, con estos viejos, sentía que podía hacer mucho, pero el tiempo de estos seres se ubicaba predominantemente detrás de ellos, detrás del momento presente, con pocas chances de regresar a excepción de sus recuerdos. Con los niños, sin embargo, sentía que podía hacer más, porque su tiempo estaba todo por delante, para abrir con ellos e invitarles a explorar un universo entero, como una maravillosa aventura.

Ahora, me cuenta, todos los años le tocan en la escuela alumnos que son como él, con ese tipo de rasgos psicológicos y conductuales. Un año fue casi un grupo entero, con el que Gerardo empatizó y ofreció actividades a la medida de esas mentes movedizas, y terminaron el curso con muy buenos resultados. Y todos los años hay más de uno en sus clases. Yo le pregunto: “¿Pero, todos los años? ¿Entonces los ponen en tus grupos a propósito? ¿Te dijeron que por tu condición te dan alumnos con esas características?”. Y él me responde que no cree, porque él no está diagnosticado, por lo tanto, no hay razones para que institucionalmente le asignen estudiantes bajo el supuesto de una condición no confirmada.

Yo me pregunto si no será que en todos los grupos hay alumnos así, que muchos maestros no identifican. Siempre se oye hablar de alguno insoportable, alguno que tiene mala conducta, el típico al que “le cuesta”. Y se toma como algo natural; quizás siempre habrá gente así. Sin embargo, Gerardo los ve en su particularidad, como si fueran él mismo. Seres embarullados porque la velocidad de su existencia no se condice, por rápida o lenta, con la velocidad que exige el entorno. Y los trata como tales, no como lentos, o traviesos, o irrespetuosos, o inquietos. Los trata como especiales, como si fueran diminutas versiones de él mismo. Como él mismo habría querido que lo hubieran tratado a él.

Encontrando las diferencias

No todos esos niños son iguales, claro que no. Cuando ve los síntomas, Gerardo pasa el día investigando. En la primera clase con Jerónimo, al que indicó que se sentara y este le respondió con una pedorreta, su primer impulso fue ofenderse y pensar que le estaba tomando el pelo, pero se contuvo, y en su casa recurrió a internet. Descubrió algo que para mí es un concepto nuevo: el síndrome de Tourette. Estas personas tienen una afección del sistema nervioso que les producen, cuando menos, los llamados tics, pero en los peores casos sonidos y gestos incontrolables, y socialmente muy inadecuados. Supo esto y se sintió lleno de energía: a partir de allí siguió observando a Jerónimo y confirmó que debía tratarse de eso.

El problema no era solo comprender a Jerónimo y dejar de rezongarlo, sino que el resto del grupo dejara de verlo como alguien raro, como el payaso de la clase; lograr que lo integraran como una característica más de la diversidad, como alguien que tuviera una mancha visible en la piel, o que usara lentes, o que fuera zurdo. Si lo pudiera integrar, seguro que el grupo funcionaría mejor, ya que las actitudes de Jerónimo pasarían a ser simplemente peculiaridades, sin alborotar a los demás, a la vez que, seguramente, le darían la autoestima necesaria para hacerse su lugar en la clase. Googleando encontró un ejercicio novedoso que puso en práctica. Les pidió a los niños que abrieran bien grandes los ojos y trataran de no parpadear. El primero en parpadear, les dijo, perdía. Nadie pudo aguantar más que unos cuantos segundos. “No puedo, maestro, ¡se me cierran solos!” Pues, explicó Gerardo, eso es lo que le sucede a Jerónimo con los ruidos y gestos que hace. No está haciendo el payaso, no quiere, como ustedes tampoco querían perder el juego. Simplemente, su cuerpo lo hace solo.

Les mostró también una película, Al frente de la clase (disponible en Youtube), que narra la historia de Brad, un niño que es estigmatizado, incluso por su padre, a causa de ese síndrome, y que llega a ser maestro. Los alumnos de Gerardo empatizan con el personaje de ojos vivos y sonrisa auténtica. Les parte el corazón que el padre le exija “autocontrol” y no le crea que no puede evitar los ruidos y sacudones de cabeza. Una vez terminada la película, no hay mucho más para decir. Jerónimo se siente acompañado por el personaje cinematográfico, y los demás niños se sienten orgullosos de encontrarse como dentro de una película, con un amigo que es digno de ser el protagonista de una historia. El síndrome no se cura, claro, pero el respeto llena todas las grietas que el síndrome había causado. Ya puede considerarse que los ruidos de Jerónimo son simplemente un tic, un tartamudeo, algo que le puede pasar a cualquiera. Un alivio.

Creo que la película no está elegida solo para Jerónimo. También muestra a Gerardo mismo. Es ese niño estigmatizado por una forma de ser diferente a la que el mundo requiere, y que sin embargo llega a ser maestro y amado por sus alumnos. Llega así a hacer una diferencia, en sus alumnos y en sí mismo. (Y el lector preguntará si hablo de Gerardo o de Brad… creo que de los dos).

Su expresión, clara y directa, mientras se apretuja las manos nerviosamente y me habla, me habilita a ver que yo también a veces siento ese vértigo al mundo que va demasiado rápido. Me pasa cuando voy en un auto y el conductor me pide que abra el GPS porque estamos cerca de una bifurcación y hay que tomar la salida correcta, o perderemos horas de viaje y litros de nafta. ¡Es importante! Tan crucial como lo era para Gerardo responder a la maestra cuando le señalaba en el pizarrón: “¿Qué dice acá?”. Y lo cierto es que nunca funciona. Cuando es muy importante, le erro a los botones de la pantalla táctil, el mapa no abre, se me nubla la vista, y siempre termino indicando la ruta incorrecta. Ese vértigo del mundo que no espera, de la presión, de que algo dependa de mí sin paciencia, me da mucha angustia. No me pasa muy seguido, pero reproduzco esa sensación en el cuerpo. Y lo comprendo.

Tantas veces las aulas exigen un programa, un paso, un ritmo que no tiene por qué ser el de todos. Maestros y maestras que, como Gerardo, están atentos porque lo han vivido en carne propia, o, porque han prestado atención sensible a relatos y vivencias, son capaces de ponerse en esa piel y darle la bienvenida a un mundo que, afortunadamente, no está hecho a la medida de nadie.