En los últimos días, la agenda educativa está marcada por distintas situaciones de violencia en liceos y escuelas técnicas de distintas partes del país. Más allá de esclarecer qué ocurrió en estos episodios y qué abordaje se realiza desde el Estado, se vuelve importante intentar entender qué está pasando con muchos jóvenes y adolescentes que en su caja de herramientas apelan a la agresión –a veces hacia sí mismos– para la resolución de conflictos. Con esa idea, la diaria entrevistó a Nilia Viscardi, doctora en Sociología y docente de las facultades de Ciencias Sociales y de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, quien se especializa en el estudio de la violencia en y hacia los jóvenes.

¿En qué situación llega la adolescencia a 2023, después de la pandemia?

En la pandemia los dispositivos tecnológicos permitieron la educación a distancia sin que hayamos tenido antes una posibilidad de conocer qué es lo que ocurre si hacemos masivamente educación a distancia. Una de las consecuencias que se apuntan en los análisis que hemos hecho en un proyecto de inclusión sobre trayectorias y desafiliación de estudiantes es que la suspensión de la modalidad presencial de dictado de clases radicalizó las desigualdades en la enseñanza media.

En general, la mayoría de los adolescentes tiene acceso a conectividad y a algún dispositivo electrónico, pero lo que no hay es un uso expandido de esos dispositivos para fines educativos. Eso determinó que muchos adolescentes –sobre todo los que siempre tienen más dificultades de sostener la presencia y el interés– quedarán mucho más alejados. Que no asistieran y, además, que se afectaran sus hábitos. Recuperar dos años de falta de presencialidad y de malos aprendizajes es muy difícil. En el trabajo de investigación que hemos hecho con adolescentes de sectores vulnerables observamos una gran dispersión en la conducta, dificultades de atención, multiplicación de patologías. Enormes dificultades de sostener una consigna, un diálogo. En algunas instituciones públicas, a pesar de que se registra el sufrimiento, el hambre, la afectación de la salud mental, las dificultades materiales, también se registra un efecto de sostén. 

Y eso tampoco quiere decir que el encierro no afectó al adolescente integrado: el que tiene un cuarto con una computadora.

El año pasado tomaron estado público problemas de alimentación y salud mental en esa población. ¿Las afectaciones de niños y adolescentes quedaron más invisibilizadas durante la pandemia?

Los niños y adolescentes, al ser menores de edad, dependen de sus responsables o de los integrantes de una institución para que su reclamo por salud mental sea viabilizado, y el dispositivo que tenemos para dar cuenta de esa atención es complejo, más bien de orden individual: que tenga derecho a una terapia, un seguimiento. Si bien los investigadores denunciamos el problema de la medicalización que esas terapias tienen, hay un uso muy expandido de esa forma de regular el conflicto. En la pandemia, el encierro por el temor, porque muchas personas fallecían por una causa incontrolable, generó una expansión del pedido por salud mental: un efecto de legitimación del problema de la salud mental como un problema de sociedad, y el refugio en un concepto despolitizado. Podíamos debatir como sociedad qué políticas, dinámicas, formas educativas, qué medidas de apertura o de encierro, pero hoy como sociedad no estamos habilitados a cuestionar un problema de salud mental como tal. Eso permitió un refugio y lo que nuestros trabajos con adolescentes muestran es que ellos han podido canalizar su sufrimiento, sus demandas, han podido legitimar su voz a través del problema de la salud mental, que además es un grave problema.

Como sociedad no lo podemos negar, porque, por ejemplo, la depresión, la desesperanza, tiene relación con los factores que desencadenan el suicidio y los intentos de autoeliminación, que estadísticamente son el doble de la tasa de homicidio en nuestro país. La tasa de suicidio pasó de diez cada 100.000 habitantes en 1998, a 20 cada 100.000 en 2022. La tasa de homicidio pasó de siete a casi diez cada 100.000 habitantes. En los suicidios, 27% son protagonizados por adolescentes y jóvenes y en los homicidios ese porcentaje baja a cerca de 10% del total. El modo en que el suicidio impacta en los adolescentes es gravísimo. Al final de la pandemia nos encontramos con una situación dolorosa y triste para los adolescentes y para los adultos, con un sistema de atención médica y en salud bastante sólido en Uruguay, en comparación con otros países, pero que no da cuenta de una sociedad en la que está instalado este problema de un modo estructural.

¿Cómo evaluás la respuesta que dio el Estado uruguayo?

La pandemia coincide con un cambio de gobierno, que trae al poder grupos que no sostienen el modelo de mayor desarrollo, porque no podemos decir ni que era pleno ni que era total, pero [se sostenía] por una concepción de transferencias, por el trabajo con el Ministerio de Desarrollo Social (Mides). Había un discurso y una voluntad de aproximarse a un modelo de desarrollo social con bienestar y la pandemia fue también la llegada al poder de un gobierno que tenía otra concepción. El debate sobre el hambre, pero sobre todo sobre las ollas populares es expresivo de la posición del Estado, porque aumenta el hambre y en vez de visibilizar la falta de una política de alimentación, se llega a la irracionalidad de discutir cuánto se contribuye a una olla, que es una acción solidaria, y si los organismos que contribuyen gestionan bien ese dinero o no. Esto da cuenta de una concepción, no de una mala voluntad, porque quienes están en las políticas entienden que eso es lo correcto, y de un giro político en la visión de lo que es un Estado.

Muchos docentes y colectivos plantearon que se sintieron desbordados, y que sintieron el retiro de distintos dispositivos territoriales del Mides. ¿Visualizás esa misma realidad?

Eso se visualiza y es una realidad. No tenemos un sistema educativo que pueda funcionar con total autonomía, porque no tiene en su concepción un modelo de desarrollo que permita gestionar la alimentación, el tiempo pedagógico, el sostén de la tarea educativa, la gestión de los problemas de convivencia y el vínculo con la familia y el entorno. Dar educación requiere de un aula y un docente que imparta saberes y que los domine, pero cuando uno está en un centro educativo instala una unidad de sentido, un mundo social que expande lo que debemos hacer para estar juntos. No es verdad que un centro educativo se limita a la hora de entrada, la escucha del docente y el retiro. Se genera el problema de la higiene, del baño, de la alimentación: las necesidades humanas para la convivencia.

En general, en la historia uruguaya se entendió que el centro educativo debía resumir sus funciones al proceso de enseñanza-aprendizaje y que lo otro era una política social. Por lo tanto, los dos elementos se tensionan fuertemente a partir de 2020, porque el dispositivo paralelo –Socat, centros de salud, redes territoriales, Mides– se afecta, dejando todavía más expuestos a los estudiantes a este problema histórico. En Uruguay la política de tiempo completo nace como un sistema para la atención a la pobreza y la vulnerabilidad, lo cual siempre estuvo en contradicción con el problema de la clase trabajadora y, sobre todo, de las madres que trabajan ocho horas. En los países que tienen otras concepciones y pueden atenderlo, nunca se planteó que el tiempo completo tiene que ver con atender la pobreza, sino que es para acompañar la jornada de trabajo de los padres y madres de cualquier sector social. En general, lo que ha ocurrido en Uruguay es que históricamente las clases medias fueron subsanando esa necesidad con la educación privada, que ofrecía ese modelo que los trabajadores necesitan. Poco a poco, el sistema de enseñanza público pudo pensarse a sí mismo y expandir su oferta de tiempo completo o de tiempo extendido.

Has dicho que hacer circular la palabra es la mejor forma de prevenir situaciones de violencia. ¿Qué condiciones hay en la educación media uruguaya para poder conversar de emergentes que no tienen que ver con lo curricular?

Veo condiciones sociales y políticas en el reconocimiento de la necesidad de atenderlo. Sin ese reconocimiento, ese espacio nunca va a funcionar. Los trabajos en convivencia que hemos llevado a cabo a través de un censo para la convivencia y la ciudadanía, que fue implementado en 2012 y publicado en 2015 y sería interesante reimpulsar, mostraban dificultades estructurales para pensar este modelo político de convivencia. La primera de ellas es el diseño del dispositivo: horas de aula, entrada y salida del docente, y un recreo que opera como una desbandada, muy cortito, que es para que el profesor vaya de un salón a otro. No se prevén instancias de permanencia en el centro para el diálogo entre colegas o con los alumnos. Directores y docentes podrán hablar de la calidad y suficiencia de ese espacio, pero sí se prevé la coordinación docente, que es la única institucionalización de ese espacio.

La Ley General de Educación reconoce la posibilidad de la participación de estudiantes, padres y docentes, y elabora un mecanismo, que es el Consejo de Participación. Es un mecanismo muy rico, pero excesivamente complejo, porque requiere de elecciones todos los años y de una dinámica que entra en conflicto con el tiempo real que padres, docentes y alumnos tienen para organizarse. De hecho, cuando funcionaban activamente, los sostenían aquellos que ya tienen estructuras previas de agrupación y de representación política. A nivel legal tenemos los elementos para sostenerlo; a nivel pedagógico y curricular hay distintas culturas y posiciones de los docentes sobre la importancia de hablar del conflicto. Ahí hay un obstáculo de orden pedagógico. En general, la formación docente es pensada para enseñar una disciplina y el trabajo en la palabra y el conflicto se concibe como algo ajeno a lo que el maestro o el profesor hacen. Uno de los elementos que debería discutirse es que, si bien la calidad a nivel disciplinario en la formación docente es un imperativo, la relación docente es un vínculo y no hay posibilidad de trabajar en él si no generamos espacios para su análisis.

Es difícil dar la palabra. Con el grupo del proyecto de inclusión hicimos talleres en sectores vulnerables para hablar de vocación, de proyección, de violencia. Es difícil para un adulto escuchar a adolescentes que dicen que su realidad cotidiana es escuchar tiros. Es duro y escandalizante ver a adolescentes en banda matándose. No sé si tiene que ver con la educación; recuerdo las imágenes de aquella matanza en un estadio de México, en el que cientos de varones encerrados se mataban entre ellos, y no sé qué diferencia puede existir.

Hay que resolver el conflicto y también escuchar lo que los sectores que viven en la violencia tienen para decir.

El temor que se experimentó en el Parque Rodó, en el Cordón, muchos adolescentes lo viven día a día. Adolescentes que no invaden el espacio público en peleas, porque el espacio público que conocen es el camino de su casa al liceo y ninguna otra cosa más hacen, porque tienen miedo de andar en su barrio. Hay que recuperar ese espacio público, hay que hacer retroceder al temor, proteger la vida y generar seguridad, pero ello no puede quedarse en la presencia policial. Hay que resolver el conflicto y también escuchar lo que los sectores que viven en la violencia tienen para decir.

El docente está acostumbrado al acto pedagógico de dar la palabra para evaluar un conocimiento, por lo tanto, cuando da la palabra espera encontrar ciertas palabras que son las que le aseguran que el estudiante ha aprendido. Con la violencia y el conflicto no podemos tener esa expectativa, tenemos que escuchar posturas o saberes que no necesariamente son los que nos gustan y, justamente, la cuestión docente está en el concepto de ciudadanía, defender los principios de la Ley General de Educación: diversidad, participación, derechos humanos, derecho a la vida, alimentación. Esos principios representan un programa pedagógico que se puede reclamar.

¿Cómo viste la respuesta que el sistema educativo y la sociedad –incluyo a los medios de comunicación– dio ante los últimos episodios de violencia en centros educativos?

Si está prohibido el uso de imágenes sexuales de menores y adolescentes, debería estar prohibido, con los mismos controles legales y técnicos, el uso y difusión de imágenes de este tipo. Una cosa es que se utilice la imagen con un fin jurídico, pero hay que controlar la difusión de imágenes de este orden, por distintos motivos. La postura editorial de algunos medios de comunicación es relatar el hecho a modo de una inquisición judicial en la cual usamos las voces de los participantes para llegar a identificar quién es el culpable de esta situación. Esa es una forma de analizar los hechos de violencia que ha sido imperante como lógica, porque esa es la costumbre: cuando hay violencia, la construcción de la noticia busca colaborar en un proceso jurídico de identificación de un culpable.

Para la resolución de un problema de convivencia se requiere responsabilizar, pero también trabajar pedagógicamente el vínculo y trabajar con las víctimas, con los responsables, y con aquellos que no son ni víctimas ni responsables, pero están involucrados en la situación porque filman, porque están. Al igual que en otros temas, se polarizan las formas de interpretar el hecho en los medios y esto colabora con la siguiente idea: en las sociedades que no le permiten a sus sistemas educativos tener dispositivos de trabajo en la convivencia, en la palabra, con equipos multidisciplinarios y con tiempo, aunque impere la voluntad de trabajar en convivencia, lo que termina ocurriendo es el control social, que es para lo que la institución tiene recursos. O sea, identificar a los culpables, que actúe la policía y excluir. Esta dinámica muestra que es la falta de una política de convivencia la que determina, en algunos centros educativos, que los que creen en la exclusión educativa y los que no, no puedan sostener más que la exclusión educativa cuando hay violencia en un liceo. Por creencia en ella o por falta de tiempo, de política y de actores.   A los problemas de aprendizaje, a la falta de bienestar, se suma la violencia en la escuela como factor de exclusión educativa, crecen las trayectorias de desafiliación, crece la estigmatización, que ha circulado en los medios: “El adolescente que va a INAU, el repetidor”.

Nilia Viscardi.

Nilia Viscardi.

Foto: Alessandro Maradei

En los últimos meses ha reclamado por la conformación de equipos multidisciplinarios en los liceos, un dispositivo que en pocos centros está completo. ¿De acuerdo a la forma en que están conformados, son una forma adecuada para tramitar estas problemáticas?

Todo trabajo es rico desde que su perspectiva es acertada. Un equipo multidisciplinario no puede replicar un trabajo individual en una institución que atiende a cientos de estudiantes y docentes. Eso no sería eficaz. En 2012 o 2013 el Consejo de Educación Técnico-Profesional había impulsado un conjunto de reflexiones por parte de los integrantes de equipos multidisciplinarios respecto de cómo enfocar su trabajo en un nivel colectivo, porque no era posible pensar la tarea del psicólogo, del trabajador social, del mismo modo que en la atención personalizada. Este trabajo, en la medida en que es pensado desde un enfoque de psicología social y colectivo, puede ser rico.

Son muchos estudiantes en un centro educativo, con lo cual, el equipo multidisciplinario que no tiene un enfoque social y que cuenta con escasos profesionales, corre el riesgo de caer en la derivación y la patologización, que a mi juicio son los efectos complejos de estas dinámicas. Todo está para repensar y hay figuras que tienen que emerger con más fuerza. En 2012 proponíamos, por ejemplo, que tres o cuatro pasantes de formación docente permanecieran en los recreos y que su práctica pedagógica fuera organizar el juego en ese espacio. Eso permite una observación que no es una vigilancia, pero permite cuidar el vínculo, trabajar, propender a que la formación docente no se piense únicamente como la formación en el aula.

¿Qué puede decirse desde la perspectiva de género en relación a estos episodios?

Las investigadoras e investigadores que han abordado el problema cultural que emerge en la violencia sexual y el abuso han retomado una línea de pensamiento cuya mayor exponente es Rita Segato, que antropológicamente muestra que, si bien la violación y el uso de la fuerza no son legales, hay un mandato cultural que hace que los varones tiendan a cometer delitos sexuales contra mujeres, niños y adolescentes. Por lo tanto, esa anomalía jurídica no es una anomalía social. Hay una reproducción cultural de esos mandatos que, obviamente, circula por canales y códigos sutiles, en tanto hay una conciencia de la ilegalidad. Lo mismo con el uso de la violencia física: hay un mandato cultural que reitera esa cuestión.

Cuando trabajamos a nivel educativo es muy interesante, porque cuando escuchamos a los estudiantes que están agremiados, que ya están en bachillerato, que se han sostenido en el sistema educativo, en general la noción de género existe y hay una denuncia de esas conductas. Hay una importante construcción política del género y en los adolescentes y jóvenes hoy es una afirmación de la personalidad y una construcción política, que en el sistema público se viabiliza muy bien y mucho mejor que en el sistema de enseñanza privada. No obstante, eso está opuesto a la experiencia que tenemos con estudiantes del Ciclo Básico, en quienes las pautas de masculinidad violenta están muy presentes. Se asocian en Uruguay, en la investigación y en la mayoría de los estudios a la deserción educativa, porque tienen valores y mandatos que contradicen la permanencia y ahí los varones son más alterados.

En tanto la construcción de la identidad sexual es una construcción política y los adolescentes lo saben, permitir a los adolescentes pensarse incidiría eventualmente en uno de los factores que puede reducir la desafiliación. Es imprescindible, pero hay una batalla que se está dando y que es de orden político, que tiene que ver con los mandatos de heteronormatividad. No puedo establecer una linealidad entre la defensa de un modelo heterosexual de crianza y la reivindicación de una masculinidad violenta. Lo que sí se puede observar en las visiones de algunos docentes y de algunos padres es que sienten una agresión cuando un estudiante o un padre cuestiona el modelo heteronormativo, y esa amenaza a veces tiene reacciones violentas hacia quienes cuestionan el modelo o la identificación heteronormativa.

Has sido crítica con la construcción de la categoría del bullying en la educación, ¿a qué se debe?

La única riqueza del bullying es que permite designar algo que es un problema en el centro educativo y, como todas las nociones de sentido común, cuando se instalan y circulan tienen una eficacia. En ese sentido, recupero la palabra. La cuestiono a nivel teórico y en ciencias sociales, porque la noción de bullying está asentada en un diagnóstico criminológico de la realidad, que no es la perspectiva con la que trabajo ni la que suscribo. Es una visión en la que se basan sobre todo los especialistas en seguridad y que tiene su eficacia en ese ámbito, pero no es una perspectiva criminológica la que debe iluminar la reflexión pedagógica, sino una perspectiva social del conflicto: cómo entender el conflicto entre los grupos, comprender que en todo agrupamiento social se van a generar conflictos. Mi tarea no es escandalizarme porque han surgido conflictos, es prepararme para trabajar el conflicto pedagógico. 

Un conflicto pedagógico se da, por ejemplo, cuando un docente cree explicar algo y un estudiante no comprende. El conflicto es que no hay una aceptación del concepto; eso vale para la matemática y para las formas vinculares. La perspectiva del bullying reitera nociones de víctima y victimario, establece patrones. A mi juicio, científicamente eso es cuestionable. En el debate sobre violencia y suicidios es clarísimo, nosotros sabemos en qué contextos podemos tener aumento de la tasa de suicidio o de homicidio. Eso no nos permite nunca decir: esta persona lo hará. Y eso es lo que el perfil criminológico, al establecer un perfil de acosador o de víctima, establece. Eso se ha conjugado en educación con los diagnósticos socioemocionales, que retirando su sustrato teórico de la noción criminológica propenden a establecer perfiles sociales y emocionales. En educación, cuando hacemos perfiles predictivos quitamos chances al docente de creer en la capacidad de cambio del alumno.