Desde las universidades en las que trabaja y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Carina Kaplan ha dedicado su trayectoria a entender y explicar lo que ocurre en los centros educativos. En particular, ha indagado sobre la incidencia de la desigualdad en la educación, la violencia escolar y la importancia de lo afectivo en el vínculo de las instituciones con niños y adolescentes. Sobre estos y otros temas, como la relevancia que tiene en el contexto actual preguntarse sobre lo simbólico, conversó con la diaria durante su estadía en Montevideo para participar en la Escuela de Verano de Ceibal, la semana pasada.

Has dicho que durante la pandemia se vivió una pedagogía del trauma. ¿Cómo ves que se ha reconstruido el lazo con los estudiantes?

Luego de la pandemia, quienes trabajamos con procesos educativos tuvimos que dedicarnos a reconstituir el vínculo y el lazo social. Nosotros tenemos que lograr contactarnos a través de la presencia física, pero también de la proximidad simbólica, es decir, que la gente genere lazos de confianza, oportunidades de trabajar y conocer juntos, que sea una experiencia de reciprocidad. Por medio de encuestas a estudiantes de escuelas secundarias durante la pandemia, observamos que los adolescentes habían experienciado mucha soledad y les costó mucho recontactarse con el otro. Es decir, que el que esté sentado al lado mío tenga un significado para mí, que desee construir una experiencia conjunta de aprendizaje en un aula, que es un espacio de lo común.

Necesitamos reconstituir el lazo social de la escuela, darnos una experiencia de tiempo distinta, que requiere otras herramientas para poder conectar a los estudiantes entre sí. De hecho, están más conectados con la tecnología, con el mundo virtual, que con el mundo real, que tiene la conflictividad de que el otro es diferente a mí y necesito generar cierto vínculo en la cotidianidad, reglas de juego, de convivencia. Para atravesar cierta conflictividad que tiene la convivencia cotidiana en las escuelas después de que los jóvenes estuvieron encerrados o no tuvieron la posibilidad cotidiana de construir estos lazos con el otro hay que reconstituir ese lazo casi artesanalmente y eso lleva –sigue llevando– bastante tiempo. Es importante volver a pensar la función que tiene la escuela en la socialización, en aprender a convivir con otros, en volver a recuperar el lado más humano de los vínculos que se estructuran en la escuela, en educar la sensibilidad por el otro y que lo que sucede en ese espacio nos importe a todos. La escuela es una de las pocas instituciones que construyen lazos con otros en un espacio de lo común, donde cada uno tiene su singularidad, su particularidad, viene con su historia, pero ahí armamos y estructuramos una historia en común.

Está pasando cada vez más que los centros educativos son muy homogéneos y la matrícula se parece mucho. ¿Qué desafíos presenta esto para la construcción de lo común?

Tiene que ver con que la sociedad se fue segmentando cada vez más a nivel territorial pero también a nivel cultural, mental, de la representación respecto del otro: el otro como un ellos que no puede ser incluido dentro de un nosotros. Incluso dentro del mismo sector social hay muchas dinámicas de nosotros y ellos, nos creemos superiores versus otros a los que consideramos inferiores. El proceso de estigmatización no es solamente entre grupos de pertenencia económica distinta, sino también por otros atributos como los gustos y una serie de prácticas culturales que sirven para la selección social.

¿Qué cosas es importante tener en cuenta desde los centros educativos en el abordaje de situaciones de violencia, de forma de evitar caer en la judicialización de la escuela?

Considero a las violencias en la escuela como expresión de un dolor social. Me parece interesante pensar que las violencias en la escuela están impidiendo que tengamos una convivencia más solidaria, más cooperativa, que los valores de reciprocidad emerjan. Vivimos en sociedades competitivas, donde se premia el individualismo, formas meritocráticas puras. Hay ciertas violencias como expresión de un dolor social: violencias físicas, agresiones a los otros, peleas en el aula. Cuando los estudiantes retornaron a la escuela después de estar aislados, esas formas de violencia física se vieron más agudizadas en el encuentro cara a cara y cuerpo a cuerpo.

Pero también hay ciertas formas de violencia, que me preocupan particularmente y se agudizaron durante la pandemia, que se vuelven contra el propio cuerpo: autoagresiones, intentos de suicidio, trastornos de alimentación, consumo problemático de drogas. Todos apuntan a la pregunta por el sentido existencial que encuentran los jóvenes a la vida y cómo la escuela es una institución que, cuando hay sinsentido social o cuando los jóvenes no encuentran un sentido a su vida, les dota de sentido, de una segunda oportunidad, les marca un horizonte de posibilidad. En los relatos de los jóvenes, aun quienes se autolesionan le reconocen a la escuela que es un lugar que los salva, un salvavidas. A mí me parece que la escuela transforma profundamente la vida de las y los estudiantes, en muchas oportunidades se convierte en un refugio simbólico, en una amarra, porque todos los niños y jóvenes necesitan soportes para construir lazo, para pensar en su futuro, para imaginarse en un lugar distinto del que viven, a veces muy sufriente.

Has planteado que es deseable tratar de evitar el castigo que suele implicar apartar o excluir a los protagonistas de estas situaciones.

Implica hacer un viraje de la pedagogía del castigo físico o del castigo de la exclusión a una pedagogía del cuidado, de la ternura, donde podamos comprender qué hay detrás de la violencia. Siempre hay alguien que sufre; si uno lo comprende puede pensar cuál es ese sufrimiento y no adosar sufrimiento desde la escuela. Cuando un estudiante va al aula y se siente humillado, burlado, no se siente reivindicado, siente que es menos, se autodesacredita, eso genera un sentimiento de profundo dolor y reporta un daño. En lugar de pensar la violencia como un atributo o una condición del sujeto, es necesario pensarla como una dinámica relacional en donde, si uno fabrica culturas afectivas en las instituciones, es menos probable que surja la violencia y más probable que la conflictividad social se tramite a través de la palabra.

Has sido bastante crítica con el enfoque del bullying para tratar situaciones de violencia o acoso. ¿Por qué?

En América Latina tenemos un lenguaje tan rico que es suficientemente potente y habla de nuestras prácticas como para no utilizar un lenguaje extranjero. Cuando uno utiliza un lenguaje extranjero está utilizando una mentalidad que no es la propia y que no tiene que ver con las experiencias culturales propias. El bullying nace en el marco de procesos de judicialización donde se piensa que hay una víctima y un victimario y que, entonces, hay que identificar al victimario, caracterizarlo y ahí atacar de raíz el problema. A mi criterio, el problema de violencia en la escuela no está en las características del estudiante ni en las características genéticas intrínsecas de ciertos grupos de estudiantes. Tiene que ver con dinámicas sociales, formas de vincularse que son aprendidas, entonces, como la escuela es un lugar de aprendizaje, necesita generar herramientas de convivencia para no atacar el problema pensando en el par víctima-victimario, sino en cómo construir relaciones democráticas, solidarias, justas, donde haya un reconocimiento del otro.

Me gusta pensar siempre en educar la sensibilidad por el otro, y el [concepto de] bullying no tiene esta finalidad. Incluso nace muy atado al Código Penal –es decir, pensar los procesos escolares como si fueran procesos penales– y la pedagogía, por su propia naturaleza, no puede ser penalizante, porque no estamos tratando con niños que están haciendo un daño en el sentido judicializable, sino que estamos interactuando con niños que están aprendiendo a convivir.

Se suele discutir sobre cuál es el límite de educar en contextos en los que los estudiantes no tienen todas las necesidades básicas satisfechas. ¿Cómo te posicionás al respecto?

El contexto no es una fatalidad, porque en ese caso no existiría escuela. La escuela es una institución antidestino, tuerce destinos, ofrece, justamente, oportunidades simbólicas para que el sello de cuna no sea tan determinante como lo es en otras esferas de la sociedad. Por eso los niños y jóvenes van a la escuela y sueñan con un futuro distinto, y eso les abre el horizonte. Cuando les enseñás las letras o la matemática les abrís un mundo que es impensado, por ejemplo, desde la condición de hijo de madre o padre analfabeto. La escuela le agrega herramientas culturales, democráticas, que hacen más justa a una sociedad. Básicamente, lo que hace es trascender el sello de cuna para que el lugar donde naciste no sea tan determinante, aunque, por supuesto, es condicionante en muchos sentidos, pero no tan determinante como para que tu vida sea aquello que se espera solamente por esa condición de origen.

¿Cómo visualizás a los docentes en este escenario con tantas tensiones?

La educación es una apuesta. No todo lo que uno sueña o se compromete a hacer se logra, pero el camino para lograrlo es tan importante como el resultado. El docente es aquel que apuesta por la igualdad; no siempre lo logra, pero hay que tenerle más confianza a esa figura del maestro que históricamente ha demostrado que cuando hay exclusión social logra en su aula ciertos procesos de inclusión; que cuando hay prejuicios y racismo en la sociedad trabaja para que los niños puedan interrumpir esas prácticas de humillación al otro. Una maestra uruguaya comentaba que interrumpe las escenas de discriminación e invita al conjunto de su grupo a pensar cómo se siente aquel niño que es discriminado. La escuela viene produciendo eso, porque no hay otra institución que esté trabajando sobre las prácticas de discriminación, las prácticas de inclusión, sobre cómo ser mejores como sociedad. A veces uno entra a un aula y se da cuenta de que es una sociedad en la que le gustaría vivir, porque hay alguien que se está proponiendo mejorar esos procesos y reponer algo del orden de la humanidad, resquebrajada muchas veces fuera de la escuela.

Eso se vincula con la importancia de lo afectivo; por ejemplo, has dicho que preguntarle a diario al estudiante cómo se siente puede hacer la diferencia.

Es una pregunta muy habitual de un maestro. Abre un mundo de posibilidades: quiere decir que a mí me importa lo que le sucede al otro. Como estudiante identifico que el maestro está pensando en mí, que le interesa lo que me pasa y que ese es un lugar de suficiente confianza para que yo pueda elaborar, simbolizar y poner en palabras mi sufrimiento. Si no se elabora el sufrimiento, si no se tramita el dolor social, sucede que uno recurre a las autolesiones y a otras formas que dan cuenta de que uno no pudo poner en palabras el sufrimiento. Por eso me gusta pensar que la escuela es un lugar que repone la palabra allí donde en otras esferas de lo social predomina la violencia. Y con la palabra y con otros gestos de comunicación que pueden ser afectivos se logran otras formas de comunicación.

¿Cómo ves situada a la pedagogía en la discusión sobre educación hoy, en la que están interviniendo también otras disciplinas?

Lo que sucede es que casi todos fuimos a la escuela y, además, la gente tiene hijos que van a la escuela. Es una institución que, aunque hayas dejado de ir, sigue siendo una referencia: tus amigos son los compañeros del secundario, te encontrás con tu maestra que era tu referente adulta durante la infancia y dejó huella en tu biografía social. Significa que todos conversamos sobre la educación y lo hacemos públicamente, por eso todos tenemos derecho a opinar. Otra cosa es lo que sucede cuando estamos intentando interpretar e intervenir sobre procesos pedagógicos que son singulares y donde hay que tener un saber especializado; es el saber del maestro o del pedagogo, que tiene un campo de conocimientos y de interacción que es particular. Un maestro no puede operar en una cirugía, pero un cirujano opina de la escuela. Eso significa que cuando estamos en la escuela tenemos que reivindicar aquellos saberes que se han transmitido de generación en generación y que conforman una base científica. Ahí uno elige qué ciencia transmitir; no todas las teorías pedagógicas son iguales y no todos los lentes con los que uno forma a los maestros tienen las mismas consecuencias. Por eso hay disputa dentro de las teorías científicas y dentro del campo pedagógico acerca de qué y cómo enseñar y evaluar.

Estas discusiones me parecen siempre bienvenidas, porque cuando la ciudadanía se compromete con lo público se está comprometiendo con una institución que tiene un alto valor de construcción de lo común. A veces digo que la escuela es el único lugar donde se hace patria, porque es donde se estructuran los rituales de infancia respecto de símbolos patrios, de esta identificación de lo distinto, de gente que quizás no es próxima a mí, pero con la que tengo que convivir. Es un lugar donde hay participación ciudadana democrática, donde hay centros de estudiantes, donde se habla acerca de qué sociedad necesitamos construir.

Hay quienes plantean que a la escuela le cuesta mucho cambiar. ¿De qué manera visualizás la puja entre innovación y tradición?

A veces me pregunto por qué esta insistencia de decir que la escuela es igual que antes, de afirmar que la escuela no cambió, cuando tenemos una sociedad que ha tenido transformaciones culturales muy estructurales y la escuela cambió, efectivamente. Por ejemplo, cuando nace la escuela moderna así como la conocemos, la escuela estatal, nace con el castigo físico. Cuando empieza a pensarse en la escuela pública estatal que habitamos hoy, se dice que a los niños hay que encauzarlos mediante la disciplina y particularmente mediante el castigo físico. Más de un siglo después, hemos democratizado las prácticas culturales y la mirada sobre el niño y hemos dicho que a los niños no se los daña ni física ni moralmente. Quiere decir que hemos hecho un viraje desde el castigo físico hacia una pedagogía del cuidado del niño. La escuela cambió profundamente, cambió la mentalidad que tenemos respecto de los derechos del niño; ahora su cuerpo no le pertenece al adulto y mucho menos al maestro, que tenía no sólo la potestad sino casi la obligación de ejercer el castigo físico.

Pasó un siglo. Quizás tenemos que acelerar ciertos procesos de transformación cultural, en eso sí hay que acompañar con procesos de transformación. Vine a la Escuela de Verano de Ceibal precisamente porque es una institución que acompaña estos procesos de transformación, que son de largo alcance. Las cosas no se transforman de un día para el otro y, además, hay elementos siempre conservadores y movimientos renovadores en todas las prácticas culturales. La escuela sí se ha modificado profundamente. Estos maestros son más democráticos, ya no dañan a los niños, quizás a veces los dañan simbólicamente y, entonces, hay que trabajar sobre formas de violencia simbólica, pero lo cierto es que hoy nuestros sistemas educativos penalizan al docente que castiga físicamente al niño.

Eso es muy importante, porque muchas veces la escuela también educa a las familias, que muchas veces siguen azotando a los niños, y es en la escuela donde las marcas de esa violencia física se tramitan para que también los padres de familia dejen de pegarles a los niños. Estamos en una sociedad que todavía considera que el castigo físico es disciplinador y que el cuerpo del niño le pertenece al adulto, y el cuerpo del niño le pertenece al niño. Hemos virado de una pedagogía del castigo físico hacia una pedagogía del cuidado. Eso significa que pusimos en el centro de la escena educativa el cuidado y sobre todo las relaciones, lo emocional, para que aprendamos a cuidar de nuestro propio cuerpo, de nuestra propia integridad, pero también de la integridad del otro. El cuidado se transforma en un elemento relacional, en el sentido de lo mutuo, de la reciprocidad.

Cuando uno afirma que el sistema educativo no cambió, está diciendo que el maestro no sirve, y eso no es real. Hay que preguntarse qué pasaría con nuestras sociedades tan desiguales, tan divididas, con prácticas racistas, con prácticas discriminatorias, si no existiera la escuela. Uno se da cuenta de que la escuela puede transformarse en un refugio simbólico para las infancias. A mí me gusta pensar cómo la escuela construye soportes o amarras. De alguna manera nos permite establecer un horizonte, pero también sostenernos en un presente muy sufriente.

Cuando los niños van a la escuela, aun los que están bajo formas de sufrimiento social muy significativo, tienen un momento de felicidad. Para mí la felicidad es una manera de pensar la escuela, la felicidad pública, colectiva, de ese lugar que soñamos en el sentido de una sociedad más justa, donde podamos tener cabida todos y todos seamos reivindicados. A nadie le sirve una sociedad dividida, en el sentido de estas distinciones por las que nosotros somos superiores y ellos son inferiores. Tenemos que lograr que todos tengamos nuestro lugar y podamos cumplir nuestros sueños de una vida más digna. Por eso para mí la desigualdad es importante, porque la escuela es una institución que reivindica el derecho humano a una vida más digna. Si uno les pregunta a los maestros con qué sueñan, es con una vida más digna para sus niños; entonces, la escuela es un lugar que dignifica el cotidiano, porque de alguna manera permite tramitar ese dolor social.