1.

Quisiera partir de un ejemplo (del que fui testigo) que pretende ilustrar el problema que me interesa plantear en esta parte III y que tiene relación directa con lo que señalaba en el artículo anterior respecto de los textos llamados literarios y no literarios. Además, también concierne al hecho crucial de que la escuela no puede ser (como creo que, hasta cierto punto, lo está siendo, lo viene siendo a pasos agigantados) una extensión e, incluso, una expansión de la casa (del oikos), un lugar de la domesticación de los saberes ni de la inteligencia de los alumnos. Por el contrario, debe constituirse, en esencia, en el lugar de la “ajenidad”, de la “extranjería”, lo que sólo puede lograrse si se defiende, aunque no únicamente, el lenguaje, particularmente la escritura; el lugar en el que lo propio se constituye por el trabajo de lo ajeno, otro nombre del defenestrado saber enciclopédico, que encontramos, por ejemplo, en la literatura.

Se habrá advertido enseguida que, al hablar de oikos y domesticación, me refiero también al hecho de la creciente despolitización de la enseñanza como consecuencia de ese brutal y descarnado predominio (preminencia, dominio, hegemonía, etcétera) del orden doméstico sobre la polis, esto es, de la casa sobre la escuela (la escuela es, en esencia, el lugar de la suspensión de la lógica de funcionamiento del orden doméstico, puesto que propone otra forma de pensar, organizar y ejercer el tiempo y el espacio; incluso más, la escuela es el lugar en el que se critica al oikos). Una serie de elementos demuestran esta domesticación, una de las cuales fue expuesta en la parte II de esta serie de artículos: la diferencia notable entre la escritura de la revista El Grillo y la escritura del libro de Lengua de sexto año Entretextos, que promete algo (la interpretación como efecto del entre textos, la idea de que el sentido se produce en y a causa del tejido textual de la cultura) que, finalmente, no cumple (el entre textos concretado responde a la lógica que la escuela debe criticar, poner entre paréntesis).

La escena de la que hablaba al comienzo se compone de una maestra veterana que, al inicio de una clase de segundo año de escuela, allá por 2001, les preguntaba a sus alumnos “¿Cómo está el día?”. Como respuesta, más o menos a coro, los alumnos decían: “Soleado”. Entonces, la maestra, claramente insatisfecha con esa respuesta, intervenía de nuevo, aclarando: “Con un pensamiento completo”. De inmediato, los alumnos advertían cuál es la corrección que tenían que realizar y respondían: “El día está soleado”.

Dejando de lado las interpretaciones más pueriles del ejemplo, así como la lectura relativa al supuesto conservadurismo con que, según algunos (ciertas voces “modernas” o “modernosas”), pudo ser calificada la maestra (cierto burdo autoritarismo asociado a la reducción de la enseñanza a una serie de protocolos que definen la forma de llevar adelante la clase), debemos preguntarnos ¿qué está en juego en esta escena mínima?, ¿qué tensiones se hacen presentes y articulan ya no sólo lo que ocurre en la clase, sino en toda la institución escolar, en el juego mismo de la demanda de la maestra y la respuesta de los alumnos?, ¿de dónde proviene la idea de “pensamiento completo” y cómo funciona en la escena mínima descrita?

Una posible respuesta, me parece, tiene que ver con el hecho de que la maestra fuerza o empuja a los alumnos a participar en la escritura, en el complejo edificio multidimensional que supone la lengua escrita, en contraste con la pragmática unidimensional del “soleado”: una sola palabra, cuya comprensión depende del contexto del aula (no podemos sostener, bajo ninguna circunstancia, que en “soleado” hay un pensamiento incompleto, por eso importa la pregunta que cierra el párrafo anterior). Así, el rechazo del enunciado “soleado” puede ser entendido menos como una reacción conservadora de la maestra, a quien no le gustaría la parquedad o la haraganería de sus alumnos, que como cierta necesidad –interpretada por mí, desde luego, como necesidad– de oponer la escritura a la oralidad, la sintaxis a la pragmática (una oposición que no responde necesariamente a criterios lingüísticos –aunque en parte responde a ellos–, sino políticos)1.

En efecto, cuando la maestra rechaza el enunciado “soleado”, no rechaza un adjetivo ni un enunciado, como dije, parco, compuesto por una sola palabra y todos los presupuestos que lo hacen posible, sino una lógica, aquella según la cual el contexto suple lo que no se dice explícitamente y, por ende, no hace falta explicitarlo, articularlo en un léxico y una gramática específicos. Se me dirá –tal vez no sin razón– que, en cierto momento, se hizo insostenible teórica y didácticamente que un maestro exigiera una respuesta de sus alumnos según un “pensamiento completo”, puesto que, a fin de cuentas, de nuevo, ¿de dónde provenía esa demanda del pensamiento completo?, ¿qué clase de carga social e incluso moral parece estar sosteniendo? (el pensamiento está tan completo en “soleado” como en “el día está soleado”). Bien. Pero el punto que estoy planteando es otro: tiene que ver con dos lógicas antagónicas, en una de las cuales se apoya toda la institución educativa escolar: la escritura. La otra lógica, la de la oralidad, es, según he venido planteando, una lógica doméstica, la de la casa o del barrio, la de la conversación cara a cara y los sobreentendidos, lógica que la escuela debe superar en la lógica de la escritura, pero que, a mi juicio, ha incorporado sin mayor conciencia de sus costos: el socavamiento de la escritura.

Cuando la maestra pedía un pensamiento completo (importa enfatizar la idea de pensamiento, más allá de la problemática relación entre este y el lenguaje), demandaba (no sólo ella, sino ella en nombre de la polis) una lógica específica, una particular arquitectura del enunciado, típica de la escritura: la de las oraciones compuestas por un sujeto y un predicado. Así, aunque “el día está soleado” sea un ejemplo sencillo, la lógica sobre la que reposa no lo es: el día como sujeto y está soleado como predicado constituyen la unidad básica de la proposición lógica y, a la vez, paradójicamente, es un enunciado ficticio, puesto que nadie habla así (no andamos por el mundo diciendo “el día está soleado”, salvo en contextos específicos del tipo de “dale, che, levantate, que el día está soleado/divino”), un enunciado perteneciente al orden de la ficción, instancia de puesta en suspenso de la pragmática cotidiana de la casa. He aquí la cuestión central: ¿no es esta conjunción entre un decir lógico y un decir de ficción, en cierto modo, una forma de lo imposible, ya que se trata de la conjunción entre un lenguaje que se quiere transparente, literal, sin equívocos, sin metáfora, y otro lenguaje que vive de la equivocidad de la lengua? ¿No es esta conjunción, finalmente, por lo señalado, una forma de la política?

La escritura, el ejercicio de la alfabetización son, en suma, o en principio, eso: una ficción que edifica a la escuela contra el hogar, contra el barrio, contra la comunidad que la rodea; es una ficción que propone un tiempo y un lugar propios, aparte; un tiempo y un lugar que funcionan como una negación de aquello de lo que se separan: el tiempo y el lugar de esa pragmática de la vida de todos los días (cuando digo negación no estoy diciendo rechazo, burla, estigmatización ni nada por el estilo; me estoy refiriendo a una operación conceptual, teórica, de constitución de dos campos que permite, finalmente, el pensamiento, o que es ella misma el pensamiento).

Esta es la apuesta que hoy, según pienso, la escuela ha perdido de vista o ha dejado de hacer (claro está, no de manera absoluta), y es la apuesta que debemos volver a realizar, dado que se trata de la apuesta que le da sentido a la propia institución escolar, claudicante ante el avance de la economía, del mercado laboral, del modelo curricular de competencias, de la casa como orden que, finalmente, le ordena a la escuela parecerse al dominio que debe cuestionar.

2.

Veamos esta cuestión con mayor detenimiento. Sostengo que la escuela, ganada por la lógica de la oralidad, se ha convertido en una extensión/expansión de la casa, en una ampliación del perímetro del orden doméstico (no sólo de la casa, también de la comunidad, de lo que administrativamente, en ese lenguaje tan brutal y gélidamente burocrático, tan supuestamente desprovisto de ideología y lleno de “pureza gestionaría”, se denomina el territorio: hay, pues, que construir territorio, construir comunidad). Oponer El día está soleado a Soleado no es, por lo tanto, oponer solamente, desde un punto de vista gramatical, una oración a otra cosa que no es una oración (un fragmento 2), sino dos lógicas antagónicas, la de la escritura y la de la oralidad. Aquí tenemos, de alguna manera, un punto ciego del sistema educativo, que ha tenido derivaciones de distinto tipo y que, como veremos, siempre termina afectando a la escritura y, más en general, a una noción de lenguaje que escape a la reducción instrumental que predomina por todas partes, esto es, a la idea de que el lenguaje es un (mero) vehículo de comunicación.

La aparición y hasta cierto tiempo el predominio de textos elementalmente utilitarios como objetos de estudio en las aulas escolares (textos del tipo de los afiches, los currículos, las cartas de solicitud de empleo, los manuales de instrucciones para armar este o aquel aparato, los dorsos de cajas de salsa de tomate, etcétera) ha respondido, según la idea general que vengo defendiendo, a una especie de empobrecimiento de la reflexión educativa sobre el lenguaje.

En este punto, la escuela no entiende (no ve, no puede ver, ha dejado de ver, ya no quiere ver o no está interesada en ver) la dialéctica escritura/oralidad de acuerdo con la cual la primera es una negación de la segunda, porque es el lugar en el que la oralidad puede tener una teoría (puede saberse y podemos saberla oralidad) y, en el mismo acto, la escritura puede deslindarse como escritura teorizando sobre ella misma y sobre aquella como elementos antagónicos (sigo acá lo que ha dicho al respecto, entre nosotros, Sandino Núñez).

En este sentido, la oralidad (al menos como quiero enfocarla) responde a una lógica de sobreentendidos que privilegia la pragmática por sobre la sintaxis, a una lógica que se sostiene en el concepto de comunicación como lugar de un encuentro aproblemático entre los hablantes, lugar prístino del mutuo entendimiento que, llegado el caso, se alcanza sólo con las miradas (en la comunicación parece no haber lugar para el litigio, para el desacuerdo, por ello la permanente apelación a alcanzar cierto, un o el consenso). La comunicación supone una especie de máquina que funciona aceitadamente en el interior de la cual circula un mensaje (un contenido) unívoco de un polo al otro, esto es, del emisor al receptor. Los nombres mismos de los extremos de la máquina consagran su carácter propiamente maquinal y alejan la idea de comunicación de la idea de lenguaje, entendido como la arquitectura significante del mundo.

Así las cosas, la escuela se ha volcado hacia el concepto de comunicación, desdeñando o desconociendo esta otra forma de entender el concepto de lenguaje que, a mi juicio, supondría una manera distinta de organizar las prácticas de enseñanza de la lengua (diría más: cualquier práctica de enseñanza de cualquier disciplina o asignatura, dado que estas son, ante todo, discurso, texto), así como la formación magisterial, la elaboración de programas (a nivel de su fundamentación, de los objetivos propuestos y de los contenidos a ser enseñados), etcétera.

3.

De la misma forma, la aparición y hasta cierto tiempo el predominio de textos elementalmente utilitarios como objetos de estudio en las aulas escolares (textos del tipo de los afiches, los currículos, las cartas de solicitud de empleo, los manuales de instrucciones para armar este o aquel aparato, los dorsos de cajas de salsa de tomate, etcétera: leer es, en este sentido, tomar contacto con el costado más elemental, pragmático y económico de la vida, con el entorno inmediato de los alumnos, ese que debe ser puesto en suspenso y en crisis por la escuela) ha respondido, según la idea general que vengo defendiendo, a una especie de empobrecimiento de la reflexión educativa sobre el lenguaje, propiciado en buena medida por el concepto económico de comunicación, muy ligado, por lo demás, a la idea orden doméstico y de mercado laboral (recordemos: oikos y oikonomía). ¿Por qué, a partir de determinado momento, la escuela uruguaya les abrió la puerta a todos estos textos y los colocó como objetos de estudio con cierto prestigio o, por lo menos, consideró que eran textos que revestían cierto interés? ¿Qué se estaba jugando en este fenómeno?

Para mí, se jugaba, como se sigue jugando hoy, la oposición entre la política y la economía, entre la escuela y la casa, entre la alfabetización y la oralidad; en suma, lo que está en juego es el pensamiento contra el económicamente deseable “alumno crítico”.

Santiago Cardozo González es maestro, profesor de Idioma Español y docente de la Universidad de la República.


  1. Para los interesados, ver Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México DF: Fondo de Cultura Universitaria, 2004. 

  2. Ver, por ejemplo, Ángela Di Tullio y Marisa Malcuori, Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay, Montevideo: Tradinco, 2013.