Platón escribió en La República que la educación tenía que pensarse para “niños y hombres que tienen que ser libres y temer a la esclavitud más que a la muerte”. Y enseguida pasó a discutir el valor educativo de la poesía y de la música. Como si la polis griega llamara a sus hijos a esa libertad que los convertía en ciudadanos y, desde ahí, desde esa llamada, decidiera las materias de estudio que le son más convenientes. Platón, como buen filósofo, comenzó por el principio. Y a ese principio, al que llamó libertad, le dio un valor fundamental e imperativo. Hubo un tiempo en que la discusión sobre lo que había que enseñar partía de un mandato que era a la vez un deseo: los ciudadanos “tienen que ser libres”.
¿A qué llama (o llamaba) a sus niños y a sus jóvenes la República uruguaya? ¿Desde dónde piensa y decide la educación de sus futuros ciudadanos? ¿Cuál es su principio o su fundamento, cuál es su mandato, si es que esa pregunta aún tiene sentido? ¿Qué tienen que ser los uruguayos al final de sus estudios?
El 6 de mayo, la diaria publicó un artículo que señala caminos para una respuesta. El título, El Sol en la bandera, el cielo en la camiseta… y la mirada en el piso, una paráfrasis de la sentencia latina Pedes in terra ad sidera visus. El texto, muy breve, una defensa de la Astronomía, una de las materias tradicionales del liceo, ahora en trance de ser sustituida por otra, optativa, titulada Ciencias del Espacio y sus Tecnologías Aplicadas. Pero a nosotros nos emocionó hasta el punto de redactar estas notas para honrarlo y para explicitar alguna de las características que lo hacen extraordinario.
¿Honrarlo? Sí, porque destacar y alabar lo valioso es extenderlo sobre la colectividad y, de alguna manera, participar todos de ello. Por eso el elogio es un signo de civilidad. Y el texto que queremos celebrar honra a los uruguayos y a sus instituciones educativas, muestra lo mejor de lo que somos y de lo que entre todos hemos construido y, por eso, merece admiración y reconocimiento.
¿Extraordinario? Sí, porque está planteado como una carta de amor a la materia de estudio. Y nosotros nos tomamos en serio la idea de que la escuela no está (sólo) para las necesidades sociales o los proyectos individuales sino, sobre todo, para atender amorosamente al mundo. Lo que la escuela enseña es el amor y el cuidado del mundo, la responsabilidad por el mundo, la atención al mundo. Y el mundo es, por decirlo en breve, lo que hay de maravilloso (y digno de estudio) en el cielo y en la tierra, incluyendo, desde luego, las complejas aventuras del espíritu humano. El cielo, en el liceo, está para ser admirado y estudiado; y no para ser conquistado, utilizado y, mucho menos, poseído, dominado o mercantilizado.
Hace algún tiempo, en una conversación sobre el sentido de la educación secundaria, María Simon, la que fuera ministra de Educación y Cultura en el primer gobierno del Frente Amplio, dijo que lo que merece ser enseñado, bajo esa rúbrica noble y antigua de cultura general, es “lo que los hombres han hecho de bello y de creativo a lo largo del tiempo”. Y no cabe duda de que la Astronomía, quizás la más antigua de las ciencias, contiene mucho de lo que ese extraño animal que somos ha hecho (y pensado, comprendido e imaginado) por el solo hecho de levantar la mirada hacia lo alto. Las estrellas son maravillas, pero aún más maravilloso es lo que los hombres, desde tiempos remotos y en casi todas las culturas conocidas, han hecho consigo mismos al prestarles atención. Como si la humanidad, a veces, para aprender a vivir en la tierra, hubiera puesto sus raíces en el cielo.
¿Qué les pide (o les pedía) a sus futuros ciudadanos la República uruguaya? Que miren hacia arriba. Porque toda enseñanza tiene que ver con señalar lo que es digno de atención y con dirigir hacia allí el interés y la mirada. Apartar los ojos de los gurises de los brillos de pantallas y escaparates que los tienen capturados, para orientarlos hacia otras luces.
¿Qué les dirán esas luminarias a los niños y a los jóvenes, si es que hay un buen profesor que las haga hablar? Les contarán del tiempo y del espacio. Pero no sólo del tiempo y del espacio de los astros, tan enorme y desmesurado, sino, sobre todo, del tiempo y del espacio en el que ellos y ellas viven. Les enseñarán que no somos los primeros que han mirado al cielo. Les dirán cuál es nuestro lugar en el cosmos. En el texto que estamos comentando se dice que no se trata “de aprender sobre estrellas o planetas”. El mundo no es un contenido. No se trata de resultados de aprendizaje o de competencias. Lo que importa es la formación “de una ciudadanía que sepa ubicarse en el tiempo y en el espacio”.
Y eso porque los humanos siempre se han conocido a sí mismos reflejándose en las estrellas, en el pasado remoto, en los dioses reales o inventados, en las costumbres exóticas y en esa otredad que llamamos naturaleza; como si sólo pudiéramos conocer la verdad de lo que somos, tomarnos la medida a nosotros mismos, podríamos decir, descentrándonos de nuestro propio ombligo y mirando a otra parte. Porque la Astronomía requiere que haya astros, sí, pero también y sobre todo un extraño animal que trata de comprender, estudiándolos, su propio ser y su propio destino.
¿Extraordinario? Sí, porque se atreve a plantear, una vez más, la pregunta ¿qué es educación?, apuntando una respuesta a la altura de la dignidad humana. Y eso en una época en que la discusión pedagógica se ha hecho estrechamente metodológica, centrada en indicadores de calidad o de resultados, cuando no se ha reducido a las eternas cantinelas sobre la igualdad o la desigualdad en el acceso. Como si ya no fuéramos capaces de preguntarnos sobre qué enseñar y por qué enseñarlo, sobre el sentido y la razón de ser de nuestra educación pública, sobre los principios en los que debería asentarse. Como si nosotros mismos estuviéramos desorientados, o hubiéramos perdido el norte y ya no supiéramos por qué llamamos a los chicos para que vayan al liceo.
¿A qué llama (o llamaba) a sus niños y a sus jóvenes la República uruguaya? ¿Desde dónde piensa y decide la educación de sus futuros ciudadanos?
En una de sus últimas entrevistas, ese enamorado de la vida y del mundo llamado Pepe Mujica dijo que la educación pública debería ser un antídoto al egoísmo y al egocentrismo. Y, para eso, debería proponerse darles a los jóvenes un sentido de que las cosas importantes requieren tiempo (tiempo inútil y tiempo compartido). Un sentido de la sobriedad, los límites y la mesura (en sus palabras, “nada en demasía”). Y un sentido de la humildad (en sus palabras, “una poda de los egos”). ¿Podrían servir como principios? ¿No son la inmediatez, la desmesura y la soberanía del yo los que están arrasando las condiciones de posibilidad de una educación centrada en el amor al mundo? ¿Qué enseñar entonces?
El texto que celebramos empieza por la bandera y el proyecto de país que simboliza. Un país que está en la Tierra, en una “penillanura levemente ondulada”, pero que no es ajeno al cielo. Y por eso les pide a sus jóvenes que estudien Astronomía. Pepe empieza por las ganas de vivir y la vida buena, por el anhelo de una felicidad a la medida del hombre común, por el dolor por tantas vidas malogradas e infelices, por tanto tiempo dedicado a lo que no lo merece; algo especialmente conmovedor porque sabe que le queda poco tiempo, poca vida.
El texto que celebramos cita a Carl Sagan cuando dice que “la Astronomía es una experiencia de humildad y de formación del carácter”. ¿De qué son experiencia las Ciencias del Espacio y sus Tecnologías Aplicadas? El autor del texto que celebramos tiene el oído fino y se da cuenta de que ese cambio curricular no trata sólo de modernizar contenidos, de innovar metodologías o de buscar la utilidad práctica de lo que se aprende. Y ve con claridad meridiana que lo que está en juego es el sentido de lo que somos, la forma de nuestro estar en el mundo. La Astronomía es el modo de mirar las estrellas de los terrícolas, de los que quieren habitar digna y cuidadosamente su minúsculo, hermoso y frágil planeta, de “la gente que no quiere viajar a Marte” (por citar el título del último libro de Jorge Riechmann). Y las Ciencias del Espacio y sus Tecnologías Aplicadas es el modo en que las miran los que creen que “nuestro destino está en la conquista y explotación del sistema solar primero y de las estrellas más lejanas después; y que en nuestro planeta están sólo de paso, y pueden por consiguiente tratarlo como un objeto desechable, una biosfera de usar y tirar”.
El texto que celebramos es extraordinario también por lo que no dice, por los automatismos discursivos que evita o que ignora, por la prosa limpia y clara con la que expone sus posiciones. No se le escapa ni una palabra de las jergas psicocognitivas del aprender a aprender o del desarrollo de talentos. No cae en ninguna de las jergas sociopedagógicas de las identidades o de los problemas sociales. No trata de vender ningún método innovador o alternativo. No halaga a los jóvenes reivindicando su cultura o convirtiéndolos en protagonistas. No sigue las consignas de los empresarios ni de los emprendedores. Pero, precisamente por eso, no huye de su responsabilidad como profesor, como servidor público, como alguien que interviene sensata y razonablemente en el espacio público para contribuir con sus palabras amables y certeras a las discusiones sobre qué es educación y sobre qué es lo que la República pide (o debería pedir) a sus instituciones educativas.
Y es extraordinario, por último, por la firma. Todo un ejemplo de sobriedad uruguaya y de orgullo de pertenencia. Apenas un nombre (Daniel Fernández), una dedicación profesional a punto de ser declarada obsoleta (docente de Astronomía), y el título de honra de provenir de una institución antigua y prestigiosa, también en peligro de demolición (egresado del Instituto de Profesores Artigas). Nada más y nada menos que un profesor que honra su oficio, su materia y la institución que le hizo lo que es. Y en la que seguramente aprendió que no hay pedagogía digna de su nombre que no empiece, como Platón, enunciando sus principios. Por ejemplo, aprender a vivir en la tierra, pero mirando las estrellas.
Soledad Poggio y Jorge Larrosa son profesores y estudiosos del oficio de profesor.