Humano no es medirse con los otros hombres sino ocuparse en común de las cosas comunes. Rafael Sánchez Ferlosio

1.

Hace unas semanas, en una escuela cercana a Barcelona, dimos una especie de última clase, o última lección, a un grupo de adolescentes de unos 15 o 16 años, en la ceremonia de despedida del colegio en el que habían cursado su escolarización obligatoria. Habíamos sido nombrados “padrinos” de la promoción y teníamos que cumplir con el encargo correspondiente: algo así como decirles a los chicos unas últimas palabras pronunciadas desde la posición del profesor. Después de algunas dudas, decidimos hablarles del privilegio de haber ido a la escuela (algo que ellos daban por supuesto y, por tanto, quizá no valoraran lo suficiente) y de la posibilidad de pensar ese último acto escolar no tanto como la celebración de un logro, sino como el deber de un agradecimiento.

Con esa intención, les contamos algunas escenas de las memorias de Ngugi wa Thiong’o, sobre todo del primer volumen, que se titula Sueños en tiempos de guerra, que cuenta la experiencia de escolarización primaria de un escritor que nació en lo que ahora es Kenia, pero que entonces, en 1938, era una colonia inglesa, y fue a la escuela durante los años más duros de la guerra entre el ejército británico y los guerrilleros independentistas del Mau-Mau.

Para darles a los chicos un mínimo contexto, empezamos leyendo las páginas en las que Thiong’o describe las cinco cabañas de su familia, las tierras que trabajaban las mujeres, los rebaños que pastoreaban los hombres, los graneros, los establos, la fina estructura de una familia aún poligámica.

Y enseguida, tras una frase de transición, “luego las cosas cambiaron”, la primera descripción del arrasamiento: les robaron las tierras, talaron los bosques de los alrededores, desaparecieron las cabras y las vacas, tanto las mujeres como los hombres tuvieron que ir a trabajar a las fincas de los terratenientes, sin contratos ni derechos, simplemente porque las tierras que habían cultivado y de las que habían vivido ya no eran suyas.

Aunque les dejamos claro a los chicos que no habíamos ido allí para hablarles de la violencia de la colonización en África, sino para contarles la experiencia escolar agradecida de un muchacho que, por haber ido a la escuela colonial, no sólo se convirtió en escritor, sino que se dotó de las herramientas intelectuales y espirituales necesarias para criticar la lógica del colonialismo y oponerse a ella.

2.

La primera escena que les leímos cuenta una propuesta, una decisión y una promesa. Una noche, en 1947, su madre le preguntó si le gustaría ir a la escuela. Al hacerle ese ofrecimiento, la madre sabía que su hijo tendría que caminar kilómetros, pasar hambre, abandonar su vestimenta tradicional para ponerse el uniforme, aprender inglés, y hacer cosas incomprensibles como rezar las oraciones de los misioneros en voz baja y con la cabeza inclinada. ¿Podríamos decir que estaba entregando a su hijo a los colonizadores? En cierto sentido sí. Pero la madre sabía que también se lo estaba entregando a la escuela y eso era, sin duda, lo más importante.

El niño, de 11 años, se quedó sin palabras. Ir a la escuela, aunque fuera apenas la primaria, era, para él, “la oferta de lo imposible”, algo que le quedaba muy lejos, “reservado a quienes provenían de una familia adinerada”. Contestó que sí, apresuradamente, no fuera que la madre cambiase de idea.

-Sabes que somos pobres.

-Sí.

-¿Y que por tanto es posible que no siempre puedas almorzar?

-Sí, madre.

-¿Me prometes que no me avergonzarás un día negándote a ir a la escuela porque pasas hambre u otras penurias?

-Sí, sí.

-¿Y que siempre lo harás lo mejor que puedas?

Cuando la miré y dije que sí, supe, sin lugar a dudas, que le estaba dando mi palabra: siempre lo haría lo mejor que pudiera, por muchas penalidades que sufriese, por muchos obstáculos que encontrara.

-Empezarás a estudiar en la escuela de Kamandûra.

La página en cuestión hubiera servido para darle algunas vueltas a qué significa prometer, dar la palabra o hacerse responsable de la propia palabra: nada más y nada menos que pasar a ser considerado una persona fiable, responsable de sí misma y de lo que hace, un sujeto en todos los sentidos, capaz de una promesa que, como todas las que valen, tiene algo de eterna (“siempre lo haría lo mejor posible”) y de incondicional (“por muchas penalidades que sufriese y por muchos obstáculos que encontrase”). Como si prometiendo se hiciera uno capaz de modificar la relación con el tiempo y, sobre todo, con las circunstancias siempre cambiantes de la vida. O, dicho de otro modo, como si al prometer se proyectara sobre el futuro un cierto orden y una cierta estabilidad, una cierta permanencia podríamos decir, para hacerlo más humano y habitable.

Hubiera dado también para pensar qué es eso de hacer las cosas lo mejor que se puede: nada más y nada menos que una afirmación de libertad, de esa libertad que consiste en hacer más y mejor de lo que es debido. El niño no sólo se comprometió a hacer lo que tenía que hacer, sino a hacerlo con arreglo a la máxima perfección posible, con un celo y una dedicación que excedía lo estrictamente necesario. En ese sentido, lo que el niño estaba haciendo era pagar con su persona (con la totalidad de su persona incluso) el don que estaba recibiendo, ofrecer algo de sí mismo (de lo mejor de sí mismo incluso) a cambio de ir a la escuela. Porque no podemos olvidar que toda su familia se esforzó para que pudiera ir a la escuela, no sólo poniendo a su disposición los pocos medios de que disponían, sino, sobre todo, protegiéndole de la guerra.

En esa mínima conversación con la madre, la escuela le fue dada, pero eso no quiere decir que no tuviera que merecerla. Y eso dando lo mejor de sí, esforzándose por hacerlo lo mejor posible, poniendo lo mejor de su sensibilidad y de su inteligencia.

Y hubiera dado, por último, para una buena conversación sobre qué quería decir la madre cuando le pedía a su hijo que no la avergonzase. Esa idea de que el mal comportamiento de alguien (el no cumplir con sus promesas, por ejemplo) no sólo avergonzaba al que lo hacía, sino que la vergüenza se extendía a los suyos; al igual que su buen comportamiento (el ser alguien en quien se puede confiar, por ejemplo, o que hace las cosas lo mejor que puede), honraba a toda la comunidad. Y esa convicción de que esforzarse por ir a la escuela y por perseverar en el esfuerzo (por pasar las “penalidades” que ir a la escuela exigía) era algo que todos podían alabar y de lo que todos podían enorgullecerse. Como si el honor o la vergüenza de toda la familia dependiera del comportamiento de un muchacho.

3.

Les leímos después una canción aprendida en la escuela, que Thiong’o recuerda especialmente (lo que dice es que “le llegaba al corazón” cada vez que la cantaba o que la escuchaba) porque era como una llamada al futuro cuando todo un mundo ha sido destruido.

Si viviéramos en los tiempos de nuestros ancestros / yo te pediría, padre, el festín propio de los iniciados / y luego te pediría que me armaras con lanza y escudo. / Hoy, padre, sólo te pido que me dejes estudiar. / Ya no tenemos rebaño de bueyes, / apenas nos quedan machos cabríos. / No te pediré un banquete, padre. / Hoy, padre, sólo te pido que me dejes estudiar.

La canción es terrible. ¿Qué se les puede pedir a los padres cuando ya no tienen nada que dar? ¿A través de qué ritos de iniciación puede integrarse uno en la comunidad de los adultos cuando la cultura tradicional ha sido destruida y la comunidad ya no es siquiera una comunidad? Lo único que los padres pueden hacer, y lo que les piden sus hijos, es permitir que entren en una institución que no les pertenece, cuya lógica seguramente no entienden (o, incluso, desprecian, porque es la lógica del enemigo), porque sólo en ella podrán esforzarse por merecer un destino que ya no está asegurado ni por la tradición, ni por el linaje ni por el nacimiento.

4.

Por último, les contamos (a esos adolescentes catalanes recién egresados) del enorme esfuerzo que el muchacho tuvo que hacer para preparar los exámenes de acceso a la escuela secundaria (la primera en la que podían entrar alumnos negros). Una escuela, además, altamente selectiva, en la que sólo entraban el cinco por ciento de todos los que se presentaban (y se presentaban poquísimos en relación con la totalidad de la población que estaría en edad de ser escolarizada). La acción se sitúa en 1954, el muchacho tenía 16 años y la guerra se había recrudecido. Como durante el día tenía que trabajar ayudando en la casa y yendo a buscar leña, sólo podía estudiar de noche. A veces se quedaban sin queroseno y la única iluminación era un fuego hecho con tallos de maíz resecos que se extinguía enseguida y cuyo humo hacía arder los ojos. Una noche llegó un grupo de hombres armados. Uno de ellos era su hermano, el Buen Wallace, guerrillero del Mau-Mau o, como ellos decían, del “ejército de la tierra y la libertad”. Los jóvenes entraron en la casa, hablando en voz baja, bebiendo el té que les había ofrecido la madre.

En un momento dado, mi hermano se volvió hacia mí y dijo: No tengas miedo. Sé que pronto te presentarás a los exámenes. He venido a desearte suerte. Como dice nuestra madre, hazlo lo mejor que puedas. El conocimiento es nuestra luz. Y se marcharon.

El guerrillero había bajado de las montañas y se había arriesgado a que lo detuvieran sólo para desearle suerte en los exámenes. Sabía que la escuela a la que su hermano menor iba a entrar era la del enemigo, sabía que lo que le iban a enseñar era el saber colonial. Pero sabía también que el conocimiento ilumina, y que la Kenia independiente por la que él y sus compañeros luchaban necesitaría de chicos y de chicas que hubieran estudiado.

Unos días después se presentó en la casa un primo, Joseph Kabae, soldado del rey, miembro del ejército colonial que estaba persiguiendo a su hermano. Llegó a la casa oliendo a alcohol, también armado, jugueteando con su pistola. Todos sospecharon que la visita tenía que ver con la incursión nocturna de los guerrilleros, por eso tuvieron miedo, pero la madre también le ofreció el té de la hospitalidad y la bienvenida.

De pronto se volvió hacia mí: Estás a punto de presentarte a los exámenes, lo sé. No tengas miedo. No son más que palabras sobre un papel; atácalas con la pluma. La pluma es tu arma […]. El guerrillero y el soldado del rey habían venido a decirme palabras casi idénticas.

El soldado había luchado con los blancos en la Segunda Guerra Mundial, en una confrontación que ni le iba ni le venía; combatía ahora también por ellos, algo sabía seguramente del valor y del miedo; pero intuía que había que aprender a leer y a escribir, a responder con palabras escritas a las palabras escritas, porque sabía que la pluma es un arma y que el niño tendría que recurrir a ella cuando, más tarde, tuviera que elegir las que iban a ser sus batallas.

5.

No sabemos muy bien qué queríamos decirles a esos chicos con esas historias tan alejadas de su experiencia escolar. Tal vez que haber pasado por la escuela es un regalo, como todos, inmerecido, el resultado de muchísimas luchas para que eso fuera posible. Tal vez que el país al que pertenecían les había dado el tiempo y el espacio para estudiar, además de un grupo de buenos profesores dedicados en cuerpo y alma a abrirles el mundo y a tratar de que se interesen por él; algo que no era (ni había sido) evidente para la mayoría de los niños del mundo. Quizá que lo que se aprende en la escuela no es una mercancía que se pueda vender o rentabilizar, sino algo así como una luz o como un arma. Tal vez forzar un pequeño examen de conciencia al final de su escolarización obligatoria haciendo que se preguntaran si lo habían hecho lo mejor posible. Cosas seguramente inoportunas, en cualquier caso, en aquel ambiente de fiesta y poco dado a la reflexión. Aunque nos pareció, por los gestos y los rostros que veíamos delante de nosotros, que al menos los abuelos de los chicos sí atendían, quizá porque conservaban la conciencia de que, para ellos, la escuela, aunque dura, sí había sido un privilegio.

6.

Al final de la tarde, cuando estábamos ya con las comidas y las bebidas, uno de los padres se nos acercó para pedirnos la referencia de los libros que habíamos citado. Dijo que le habían interesado mucho y que los iba a leer todos. Pero los comentarios que hizo sobre la oportunidad de su lectura en esa ceremonia escolar nos dejaron estupefactos. Nos dijo que él no paraba de insistirles a sus hijos en la necesidad de esforzarse, sobre todo porque “los hijos de los emigrantes, sobre todo los orientales, les van a dar cien vueltas como no se espabilen”. Que él, que era abogado, y a veces le tocaba el turno de oficio donde “se veía de todo”, recomendaría que los jóvenes estudiantes de secundaria hicieran alguna visita a la cárcel “para que vieran a qué conduce el no haberse esforzado” y escarmentaran así en cabeza ajena. Que esa canción que habíamos leído en nuestro discurso (la de “sólo te pido padre que me dejes estudiar”), expresaba muy bien su pensamiento de que lo mejor que se les puede dejar a los hijos no es una herencia o un patrimonio, sino unos estudios, porque hoy en día los estudios (suponemos que él se refería a las titulaciones), son “el mejor capital del que uno puede disponer para tener éxito en la vida”. Que aquellos niños africanos sí que sabían que “heredar las vacas o las cabras de los padres no costaba nada y no servía de nada”, mientras que “estudiar requería esfuerzos y, por tanto, ofrecía recompensas” que uno mismo se había ganado, es decir, según él, merecidas.

No dábamos crédito a lo que estábamos escuchando y, como le pasó al niño Thiong’o cuando se madre le habló de ir a la escuela, “nos quedamos sin palabras”. ¿Cómo había traducido aquel hombre la obligación de hacer las cosas lo mejor posible, el sueño de poder estudiar o que alguien te desee que tengas suerte en los exámenes? ¿Qué estaba pasando para que cualquier alusión al esfuerzo fuese leída en clave competitiva, individualista y meritocrática? ¿Por qué una historia de esfuerzo tenía que interpretarse en términos de logros y recompensas, de éxitos y fracasos, de ganadores y perdedores? ¿Por qué ese padre nos estaba llevando a otra conversación que no tenía nada que ver con lo que nosotros habíamos querido suscitar?

¿Qué habíamos dicho mal, o de forma imprecisa, para que un discurso con el que queríamos apartarnos de la retórica del capital humano y del ascenso social recayera inmediatamente en esa misma retórica? ¿En qué nos habíamos equivocado para que unas palabras que queríamos de gratitud a la escuela fueran comprendidas desde la idea de que es la escuela la que debería estar al servicio de los proyectos y las ambiciones de los estudiantes (y de los padres de los estudiantes)? ¿No está (o estuvo) la escuela para salvar a los niños de padres así? ¿No será que ese sentido común meritocrático, tan de esta época (y que ese padre encarnaba tan torpemente), permea ya la escuela contemporánea y, por tanto, no sólo la ensucia, sino que la arruina como tal escuela, le impide ser escuela?

7.

Tal vez teníamos que haber sido más explícitos, y haber encuadrado mejor el cuento, para que no sonara a una “historia de éxito” como otra cualquiera, a una historia de “ascenso social” o, lo que es peor, a una historia de cómo, con esfuerzo y sacrificio, uno se puede escapar de las condiciones miserables a las que estaba condenado. Tal vez deberíamos haber dicho, por ejemplo, que Thiong’o descubrió la literatura anticolonial en la universidad y se hizo militante. Que a los 40 años había publicado cuatro novelas en inglés, pero que entonces estrenó una obra de teatro en Kikuyu que hablaba de la explotación de los campesinos por las élites corruptas, y que tuvo tanto éxito que el gobierno de Kenia, ya independiente, le encarceló. Que en la cárcel escribió su primera novela en su lengua materna (en rollos de papel higiénico) y decidió no volver a escribir en inglés. Que uno de sus temas es la relación entre las políticas lingüísticas y las políticas coloniales. Que en 1983 se exilió en Londres y después en Estados Unidos por la represión que sufrió a partir de sus críticas a la clase dirigente keniana. Que escribió un libro fundamental titulado Descolonizar la mente, un auténtico alegato a favor de las lenguas y las culturas africanas. Que regresó a Kenia en 2004, pero un día después de su regreso fue atacado en su casa.

Que su vida no consistió en aprovecharse de su éxito escolar, en rentabilizar sus esfuerzos de juventud, podríamos decir, sino en una lucha por la verdad y la justicia en la que los conocimientos son luz y las palabras armas. Que renunció a muchas cosas para mantenerse fiel a los principios que había aprendido de su familia y de su experiencia escolar. Y que no entendió la escritura como un medio para tener éxito y cosechar triunfos, méritos y dinero, sino como un trabajo público comprometido con la mejora del mundo de todos. Nada más alejado de la lectura meritocrática que había hecho uno (y seguramente no el único) de nuestros oyentes.

8.

Al llegar a casa, desvelados por lo que había pasado (y con la necesidad de intentar comprenderlo), nos pusimos a releer las primeras páginas de Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, de Rafael Sánchez Ferlosio. Leímos allí que la modestia es el rasgo propio del estudio, porque la actitud del estudiante es “mantenerse volcado totalmente hacia el interés por el objeto” y, por tanto, mantenerse en un cierto “olvido de sí”. Sin embargo, dice Ferlosio, lo que prevalece hoy en día, masivamente, es “el interés del sujeto por sí mismo, por su propio logro, por su propio mérito”, sin otro objetivo que “el reflejo de la hazaña sobre el sujeto mismo, como un trofeo”. De ahí “el auge que han tomado en los últimos decenios las palabras reto o desafío”. De ahí “la execrable jerga pedagógica moderna que ha introducido recientemente la horrísona palabra motivar”. Todas las consecuencias de lo que Ferlosio llama “enyosamiento” y que no es otra cosa que el desplazamiento sobre el yo del esfuerzo que todo estudio requiere, claro, pero por mor de la dificultad de la cosa misma.

En esa lógica, que Ferlosio llama “deportiva”, cualquier cosa que se haga no es sino un instrumento para el grito: I did it! o, como prefiere decir nuestro autor, para el “kikirikí autoafirmativo”. Y eso que nuestro querido Rafael no había asistido a la conversión de los profesores en couches o entrenadores personales de competencias, que es lo que aquel padre estaba deseando, para que condujeran a su hijo hacia el éxito individual.

9.

Leímos también, un poco más adelante, las páginas dedicadas a la emergencia de un mundo en el que “la motivación universal” y “la dimensión determinante de la vida, de la conducta y de la persona” es la ganancia; en la que ha quedado completamente naturalizado que el animal que somos es “el que aprende, inventa, emprende y se supera”; y en el que es evidente que superarse no es otra cosa que tener éxito en la persecución individual y competitiva del lucro y de la riqueza. Tal vez por eso la pregunta que más temen los profesores (tanto si viene de los profesores como de los padres), ¿y esto para qué sirve?, debería traducirse como ¿qué gano yo con eso?

Nos preguntamos, una vez más, si no es el estudio justo lo contrario que el deporte. Si no está la escuela justamente para orientar a los chicos hacia otra cosa que la ganancia. Y nos fuimos a dormir con la duda de si éramos nosotros los que habíamos fallado en el tono de nuestro discurso, o si la meritocracia había invadido de tal modo el sentido común de nuestros oyentes que cualquier otra música que hiciéramos sonar, y que contuviera un canto al esfuerzo, sería escuchada, casi automáticamente, como un himno meritocrático a la emprendeduría y al espíritu deportivo. No en vano Ferlosio termina su reflexión sobre el interés del sujeto por sí mismo y por su propio logro “en cuanto suyo”, como pura autoafirmación, diciendo que “un colegio que hoy pusiese en su puerta: ‘Aquí no disponemos de gimnasio ni de campo de deportes’, o ‘Se prohíbe entrar con chándal’, se arruinaría el día mismo de su inauguración”.

10.

Y pensamos, a la mañana siguiente, que deberíamos enviarle a ese padre (y quizá también a su hijo) la conclusión de La tiranía del mérito, de Michael Sandel, ese libro en el que la meritocracia aparece como la gran enemiga, no sólo del bien común, sino de la misma democracia: “concentrarse exclusivamente en el ascenso social contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales y los vínculos cívicos que requiere la democracia”. Aunque sólo fuera para que leyeran un par de citas, muy hermosas, de un libro publicado en 1931, de un tal James T. Adams. La primera dice que el sueño americano:

No es un simple sueño hecho de automóviles y buenos sueldos, sino uno de un orden social en el que cada hombre y cada mujer puedan materializar al máximo aquello de lo que sean capaces, y puedan ser reconocidos por los demás por aquello que son, con independencia de las fortuitas circunstancias de donde hayan nacido.

La segunda, lo que el autor considera el ejemplo máximo de ese sueño, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos:

Cuando se contempla la sala general de lectura, que, ya por sí sola, contiene diez mil volúmenes que pueden leerse sin necesidad siquiera de reserva previa, vemos todas aquellas sillas llenas de lectores en silencio, viejos y jóvenes, ricos y pobres, negros y blancos, ejecutivos y obreros, generales y soldados rasos, académicos ilustres y colegiales, todos allí leyendo en su propia biblioteca, la que les da su propia democracia.

Porque de lo que se trata, como concluye Sandel, y de lo que trata la escuela, es de que las personas, independientemente de su condición, tengan las condiciones para llevar:

Vidas dignas y decentes, desarrollando y poniendo en práctica sus capacidades en un trabajo que goce de estima social, compartiendo una cultura de aprendizaje extendida y deliberando con sus conciudadanos sobre los asuntos públicos.

Unas citas, nos pareció, en las que hay algo del espíritu de la escuela pública, igualitaria y republicana; esa que está orientada al bien común y al espíritu cívico y no a la competencia y el medro individual.

Jorge Larrosa y Soledad Poggio son profesores.