El martes 28 de marzo de 2023, Romina Celeste Papasso acusó públicamente a Gustavo Penadés de haberle pagado por sexo cuando ella sólo tenía 13 años. Al día siguiente, el senador dio una conferencia de prensa en el Parlamento en la que se declaró inocente y anunció que la demandaría. Previamente, se había reunido con el ministro del Interior, Luis Alberto Heber, y con los diputados Rodrigo Blás y Juan Martín Rodríguez. Un día más tarde, el presidente Luis Lacalle Pou pronunció la frase “Le creo a él”, porque lo conocía desde hacía 30 años y además era su amigo.
Mientras el presidente brindaba fe pública de su amistad, el presidente del Partido Nacional, Pablo Iturralde, intercambiaba mensajes por Whatsapp con Gustavo Penadés sobre la fiscal que asumiría la causa. La comunicación entre ambos continuaría el viernes 31 luego de que se conociera que Alicia Ghione sería la elegida. El jueves pasado, el semanario Búsqueda reprodujo las conversaciones entre Penadés e Iturralde, luego de que sus periodistas accedieran a la información del celular del exsenador requisada por la Justicia. Allí quedó en claro que el presidente del partido estaba dispuesto a hacer lo que fuera para ayudar a un amigo caído en desgracia.
No discutiremos aquí si Iturralde tenía suficiente poder como para lograr que sus objetivos se hicieran realidad. Lo relevante es la forma en que se describe la presión sobre la Fiscalía, la concepción que tiene sobre las fiscales que podían asumir la causa y la supuesta conexión entre los resultados de las causas y el interés del partido.
En primer lugar, Iturralde consideraba que el entonces fiscal general de la Nación, Juan Gómez, tomaba decisiones considerando las preferencias de la autoridad del Partido Nacional. Al parecer, Gómez habría desistido de nombrar a una fiscal inconveniente para Penadés debido a las declaraciones planteadas días antes por Iturralde en los medios de comunicación. Desde esta perspectiva, el fiscal general era un funcionario influenciable al que había que presionar para lograr objetivos. Es más, en su concepto habría que seguir haciéndolo hasta que se fuera de la Fiscalía. Gómez finalmente renunció, no por la presión de Iturralde sino por padecer una delicada enfermedad.
En segundo lugar, en la concepción de Iturralde, los fiscales son funcionarios partidizados. Así como Alicia Ghione es “nuestra”, Mariana Alfaro sería “de ellos” y por esa razón se debe hacer presión. La autoridad del partido debe velar por las causas que vulneran los intereses de la colectividad y procurar que las causas que lo complican sean conducidas por fiscales de confianza.
Esta idea no es original de Iturralde, ya que no son pocos los que creen que la Fiscalía debería ser conducida no por un fiscal general sino por un cuerpo colegiado coparticipativo. Para que sea coparticipativo ese organismo debería estar integrado por fiscales partidizados, es decir, por funcionarios “nuestros” y “de ellos”. Esa sería la garantía para que las causas judiciales caigan en manos de fiscales que no compliquen ni a unos ni a otros y que, en definitiva, resuelvan los problemas.
Todos los casos tienen un denominador común: los amigos cometen faltas –de diferente envergadura– y se intenta salvarlos. Primero se les pide discretamente la renuncia, luego se argumenta señalando que se trata de un caso aislado y, finalmente, se espera que pase el tiempo y que la gente tenga mala memoria para que el amigo sea rescatado.
Finalmente, en opinión de Iturralde, algunos resultados de la Justicia obedecen a los designios solapados del partido. Las causas archivadas por la fiscal Ghione constituyen la prueba: denuncia contra el contador del intendente Carlos Moreira en Colonia; denuncia contra Carmelo Vidalín por la desaparición de donaciones para las víctimas de las inundaciones en Durazno; y denuncia de violación de una menor de 16 años en una fiesta de jóvenes blancos luego del referéndum sobre la ley de urgente consideración (LUC). Según esta visión, los procesos judiciales complicados para el partido pueden ser resueltos favorablemente cuando una fiscal “nuestra” colabora con la reducción de daños. No archivan un caso por convicción sino por conveniencia partidaria. No está claro cómo operaría el mecanismo, pero el resultado final avalaría la enunciación.
Desde luego que las cosas no funcionan así. Existe abundante evidencia que indica que la Fiscalía recibe presiones pero tiene un accionar autónomo, que los fiscales no están partidizados –son profesionales en la mayoría de los casos– y que los resultados judiciales no obedecen al interés de los partidos. Esa interpretación podría ser una invención de una mente profusa como la de Iturralde, con la sana intención de calmar la ansiedad de un amigo en problemas. Pero no, no es sólo eso, porque es muy probable que el amigo también crea que las cosas pueden funcionar de ese modo y, así como el amigo caído en desgracia cree en eso, también otros amigos compartirán el mismo enfoque sobre el tema. Y allí está la gravedad del hecho. Estamos en presencia de un conjunto de dirigentes políticos que piensan que es posible traspasar límites legales y éticos con tal de salirse con la suya.
Existen otros casos parecidos ocurridos en los últimos años. El intendente Moreira fue expulsado del partido y hoy está de retorno en las filas. Alcanzó con su renuncia y con dejar pasar el tiempo. Otro tanto ocurrió con Carlos Albisu: luego de su escandaloso desempeño en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande y su forzada renuncia, hoy es candidato a intendente por el Partido Nacional en el departamento de Salto. Y así podríamos seguir con otros jerarcas de distintos niveles y relevancia de la actual administración. El punto es que todos los casos tienen un denominador común: los amigos cometen faltas –de diferente envergadura– y se intenta salvarlos. Primero se les pide discretamente la renuncia, luego se argumenta señalando que se trata de un caso aislado y, finalmente, se espera que pase el tiempo y que la gente tenga mala memoria para que el amigo sea rescatado. Todo el procedimiento, que supone indulgencia y tolerancia, se hace en nombre de la amistad, como si esa condición estuviera por encima de cualquier otra norma ética.
La paradoja del caso es que la amistad es un noble sentimiento entre dos personas. Aristóteles decía que la verdadera amistad reúne a dos iguales que comparten una apreciación de lo bueno y virtuoso de la vida y que no tienen una razón de sacar provecho por tal relación. Trasladado a la política, podría decirse que la amistad puede existir de igual modo siempre y cuando se comparta un ideal de virtud y bien común. Cuando Aparicio Saravia dijo “dignidad arriba y regocijo abajo”, estableció un ideal de virtud o estándar ético que varios de sus contemporáneos blancos parecen haber ignorado. La interpretación de la amistad que develan los comportamientos aquí comentados está lejos de inspirarse en tan altos conceptos. Parecen más bien formas degradadas de amistad que bien podrían denominarse amiguismo. Y bien se sabe que las conductas políticas basadas en el amiguismo están muy lejos de ser una forma de comportamiento ideal para la democracia. Cuando se gobierna y se hacen favores a los amigos, se está haciendo clientelismo. Cuando se toma personal en las oficinas públicas y se prioriza a los amigos, se está haciendo patronazgo. Cuando se presiona a la Justicia con el fin de favorecer a los amigos, se está vulnerando la división de poderes y, por ende, se le hace un daño irreparable a la democracia.
El Partido Nacional parece necesitar un sacudón ético y moral. Son demasiados hechos, demasiados dirigentes, demasiados asados, diría un conocido humorista. Nadie lo propondrá por el momento, eso creo, aunque doy fe de que existen muchos militantes realmente preocupados. Tal vez la opinión de las urnas de la próxima elección sea la señal que algunos esperan. La cultura política del amiguismo y del encubrimiento debe cambiar si quieren volver a ser el viejo partido de las leyes. Y que los otros partidos tomen debida nota y no se duerman, porque aquí nadie está inmune.
Daniel Chasquetti es politólogo.