Mientras el sistema político utiliza electoralmente la situación actual de seguridad, hace acusaciones cruzadas sobre responsabilidades y discute las cifras de delitos, la sociedad uruguaya observa atónita los episodios de una violencia exacerbada. Situaciones traumáticas para las comunidades, en las que las balaceras, los asesinatos de niñas, niños y adolescentes son parte de una disputa territorial en la que permea la ausencia o presencia punitiva del Estado. Los discursos políticos se orientan constantemente a la solución punitiva y más inmediata a la situación, y la campaña no hace sino repetir recetas fracasadas pero estruendosas para alimentar un discurso de guerra de gran utilidad electoral.
La vigencia de la fracasada guerra contra las drogas
El discurso del combate al narcotráfico instalado hace décadas en Latinoamérica también lo está en nuestro país y, en particular, en la campaña electoral. Esta mirada sobre el mercado ilícito de drogas ha estructurado una respuesta basada en el prohibicionismo y la represión a los delitos asociados al consumo y la tenencia, que actúa de forma diferenciada y desigual sobre distintas sustancias y territorios.
A más de medio siglo de su implementación, la “guerra contra las drogas” es duramente cuestionada por sus magros resultados y nefastas consecuencias. Organismos internacionales, organizaciones comunitarias, sociales y de derechos humanos, así como la academia, señalan el fracaso de esta política que militariza territorios, aumentando la violencia letal sobre la población civil y habilitando la vulneración de derechos humanos en la comunidad, la represión y la penalización de consumidores para “disminuir la cantidad de drogas”.
En las últimas décadas nuestro país ha orientado sus políticas de seguridad hacia la represión y la sanción de algunos de estos delitos, construyendo distintos marcos institucionales y legales de castigo frente a estos mercados. Desde el surgimiento del Decreto-ley 14.294, creado bajo la dictadura militar en 1974, que crea y tipifica delitos asociados al microtráfico, la respuesta se ha orientado hacia el aumento de penas y, en particular, a la prisionalización de este tipo de infracciones.
La aprobación en 2013 de la Ley de Regulación y Control del Cannabis (19.172) ha sido un avance sustancial contra el prohibicionismo, constituyéndose como una apuesta vanguardista a limitar el mercado ilegal de drogas. Sin embargo, luego de esta apuesta regulacionista, las acciones gubernamentales se concentraron en aumentar la presión punitiva sobre la tenencia y el tráfico de drogas.
En particular, el actual gobierno fortaleció estas estrategias punitivas sobre el microtráfico. La Ley de Urgente Consideración (19.889) reforzó la apuesta punitiva y el castigo del mercado ilícito de drogas instalado en territorio smás desfavorecidos. La creación de nuevos agravantes vinculados a mercados y situaciones específicas (como el artículo 74, que impone como agravante la venta en el hogar), la derogación de medidas alternativas a la prisión efectiva, así como de la suspensión condicional del proceso, impactaron fuertemente en la penalización al microtráfico, aumentando las imputaciones por estos delitos, con penas de privación de libertad efectiva. Se destaca el aumento exponencial de las mujeres privadas de libertad, ya que las medidas aplicadas recaen sobre ellas de forma desproporcionada.
Estas acciones han estado acompañadas de un discurso gubernamental fuertemente estigmatizante hacia barrios populares. Los últimos ministros del Interior han sido muy determinantes a la hora de criminalizar territorios, personas y consumo de determinadas drogas, justificando la violencia letal en determinados barrios o sujetos al asociarla con el narcotráfico.
La firmeza aplicada para castigar aquellos eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico no se ha desarrollado de la misma manera hacia la búsqueda y la persecución de los grandes capitales vinculados al tráfico de drogas y el lavado de dinero. Los beneficios que Uruguay otorga al capital ilegal para colocar sus divisas lo convierten en un país atractor de organizaciones criminales vinculadas al tráfico de drogas.1 La existencia de marcos normativos beneficiosos, así como redes de protección, corrupción y tráfico de influencias, aporta al desarrollo de estos servicios para el capital internacional. Ninguna de las acciones mencionadas han logrado revertir la creciente violencia territorial vinculada al tráfico y el mercado ilícito de drogas, que también se asocia al resquebrajamiento de políticas públicas que deben garantizar el acceso a derechos fundamentales. Al contrario, en estos territorios se observa un mayor involucramiento de grupos delictivos en los mercados de drogas ilegales.
Rearmar el problema
Si bien algunos programas de gobierno2 mencionan la necesidad de ampliar la mirada para profundizar las causas del problema de seguridad y los efectos de la presencia del narcotráfico en territorio, en la campaña estas referencias son limitadas.
Ante el horror de la masacre ocurrida el jueves, la respuesta desde filas opositoras se centró en alertar los malos resultados obtenidos en materia de seguridad y en la necesidad de cambiar esta política. Desde filas oficialistas, el discurso se orientó a reafirmar el combate al narcotráfico, remarcando la función represiva y punitiva para combatir el mercado ilegal de drogas en estos territorios.
En particular, las declaraciones de los precandidatos oficialistas señalan la prioridad de seguir “combatiendo” el narcotráfico a través del fortalecimiento de la persecución penal al microtráfico, con propuestas basadas en la represión y el aumento de penas privativas de libertad para el microtráfico. Dentro de la interna del Partido Colorado, esto es especialmente señalado por las precandidaturas de Andrés Ojeda y Gabriel Gurméndez. En el Partido Nacional, todas las candidaturas hacen referencia a la necesidad de profundizar la “lucha” contra el narcotráfico, entendiendo el factor represivo como central, algo mencionado por Delgado en las últimas horas: “No hay seguridad pública sin represión”. La postura más alineada con la guerra al narcotráfico la lleva adelante el actual senador y precandidato Jorge Gandini, quien, continuando las propuestas de Jorge Larrañaga, hace referencia a la militarización de la Policía y, en particular, promueve la presencia militar en territorios disputados.
Más allá de la impronta represiva, las posturas y las propuestas parten de la afirmación del paradigma prohibicionista sobre el uso de las drogas, lo que alimenta el mercado ilegal, que aprovecha la ausencia de regulaciones para construir una estructura operativa de jerarquías y reglamentaciones propias. Este problema es referenciado únicamente en las bases programáticas del Frente Amplio, que menciona entre sus propuestas para luchar contra el narcotráfico el análisis y la promoción de estrategias para regular los mercados, haciendo referencia explícita a “las experiencias fallidas de la guerra a las drogas”.
Por otra parte, las declaraciones surgidas posteriormente a hechos de violencia comunitaria y territorial extrema no mencionan un aspecto central sobre esta disputa de territorios, que se relaciona a la ausencia del Estado.3 Esto ha sido reclamado por organizaciones sociales, barriales, vecinos que reclaman mayor presencia policial pero, principalmente, estatal. Y esta presencia no sólo se relaciona con la resolución de situaciones de conflicto, sino, sobre todo, con la fundamental restitución de derechos fundamentales.
El discurso de la “guerra contra las drogas” no hace sino construir y reproducir discursos de odio, que justifican un accionar antes que nada represivo sobre las personas vinculadas a estos mercados ilegales, catalogadas como enemigas de una ciudadanía que se autopercibe como ajena a este problema.
El uso electoral de la guerra contra el narcotráfico ha obtenido importantes beneficios para sectores conservadores y militares. Figuras como el actual presidente de El Salvador, Nayib Bukele, y el expresidente Jair Bolsonaro se han transformado en referencias para las derechas locales que destacan sus resultados pero sobre todo su impronta fuertemente represiva y punitiva. En nuestro país, figuras del oficialismo como Juan Sartori o Gustavo Zubía, de importante actividad durante la campaña electoral, ven con simpatía estas figuras y las mencionan como ejemplos a seguir.
Si bien existen en las precandidaturas algunas referencias explícitas sobre la necesidad del desarrollo de políticas públicas que refuercen la institucionalidad en territorio (algo reclamado por quienes lo habitan), las respuestas más beneficiosas en la campaña se centran en el efecto sensacionalista y efectista del “combate frontal”, recreando una disputa de “ellos contra nosotros” que habilita la percepción de luchar contra algo externo, ajeno a la sociedad. La respuesta gubernamental continúa basándose en el patrullaje policial y la represión del hecho puntual, más que en dotar de recursos a la institucionalidad en territorio y la generación de espacios de escucha, actuación y articulación con actores comunitarios. Mientras tanto, infancias y adolescencias víctimas de esta violencia territorial e institucional crecen en entornos inseguros para su desarrollo integral y ante situaciones en las que está en riesgo nada más y nada menos que su propia vida.
Tamara Samudio es politóloga.
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Para profundizar sobre ello, Gabriel Tenenbaum (2022): Los protectores del capital. Las conexiones entre el tráfico de drogas mexicano y el lavado de dinero en Uruguay. Editorial Debate. ↩
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En particular, las bases programáticas del Frente Amplio hacen énfasis en la necesidad de profundizar la presencia del Estado y articular con actores en territorio, mientras que el programa del nacionalista Álvaro Delgado menciona la necesidad de promover un ámbito de convivencia. ↩
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La candidata por el Frente Amplio Carolina Cosse referenció este aspecto en sus últimas intervenciones, señalando con relación al cuestionamiento sobre el cuidado del niño asesinado: “Yo me preguntaría dónde estaba el Estado, no los padres del niño”. ↩