¿Te has sentido culpable por algo que en el fondo sabés que no hiciste mal? ¡Bienvenida! Puede parecer un problema individual, pero es un tema de género (sí, señores, le voy a echar la culpa al patriarcado).

El bar era chiquito y acogedor. Ella se rio de un chiste malo y simpático que él hizo. La cena y los tragos hicieron que el tiempo pasara rápido. Él insistió en pagar; ella aceptó, aunque se sintió incómoda. Subieron al auto y fueron a la casa de él. Comenzaron a besarse despacio, se acariciaron. Ella quiso parar. Él le dio otro beso. Ella, sin ganas, siguió, porque había ido hasta su apartamento, porque había subido a su coche, porque él había pagado la cena.

Una mujer, madre, sale con amigas y el bebé queda en casa con su padre. Ella se va con temor, no muy convencida. Disfruta de la tarde, mas no para de pensar en que abandonó a su hijo. En casa. Con el padre, la otra mitad del ADN del niño. Pero ella siente que lo dejó. Que es mala por tomarse cuatro horas del día para charlar con mujeres que no ve desde hace semanas. Se siente egoísta por realizar una actividad que a ella le gusta, pero no incluye ni a su pareja ni a su hijo. Tendría que estar en su casa, piensa.

Domingo al mediodía, almuerzo familiar. Mi tía y mi tío cocinan, mi prima y yo nos turnamos para lavar. Así ha sido durante cuatro años. La semana pasada vino también mi hermano, así que hicimos un sorteo para saber quién sería la afortunada persona que dejara la cocina reluciente. Le tocó a él. Quise decirle que lo dejara, que lo hacía yo; me parecía mucho para él solo.

La culpa es estéril. No te empuja, te deja ahí paralizada. Es creada. Y ha sido históricamente reservada a las mujeres.

Tanto si somos como Eva, pecadora por decisión, o si aspiramos a parecernos a la Virgen María y su pureza inalcanzable, caeremos en el error. Una arruinó todo al comerse la manzana y la otra puso el cuerpo para fecundar al hijo de Dios, pero ni un párrafo de la Biblia le dejaron escribir. A las mujeres nos condenaron a un punto de partida negativo y nos hacen probar todo el tiempo que nos salvamos de pecar.

No quiero olvidarme de darle el crédito que se merece a la tradición judeo-cristiana, que impuso el sacrificio como valor y romantizó la culpa como camino a Dios, además de bregar por la inferioridad femenina. Dice en el Génesis: “Y Dios dijo a la mujer: ‘Yo multiplicaré tus afanes y tu gravidez. Parirás a los hijos con dolor. Estarás sujeta al poder del varón y él te dominará’”.

A nosotras, como forma de redención del eterno pecado, nos quedó vivir confinadas en nuestro rol, en el ser-para-otros, el tener que (sin importar el querer) y el no poder fallar. Nos olvidamos de nuestra individualidad y esa constante culpa divinizada nos impide hacer y decir lo que queremos; frena la acción, anula el deseo. No es sólo una sensación intrascendente y pasajera: influye en el curso de nuestra existencia y realización.

Si nos matan, es nuestra culpa por no huir. Si nos violan e intentamos reconstruir nuestra vida, seguro tan mal no la pasamos; además, ¿qué andábamos haciendo solas a esa hora en la calle? Si nos acosan, es por la ropa que elegimos. Si llegamos a la menopausia, debemos estar tristes y creer que no servimos para nada por no poder tener más hijos. ¡Hasta de eso nos culpan!

Nos han relegado, nos han silenciado, nos han confinado a la casa y la reproducción, nos han hecho creer que el mayor deseo que podemos tener es casarnos con el hombre perfecto. Nos han arrebatado la posibilidad de trascendencia. No necesitaron armas ni una guerra. Nos encerraron con ideas.

El autocastigo es incluso peor que la condena externa. La psicóloga y escritora argentina Liliana Mizrahi lo dijo en su libro Las mujeres y la culpa: nuestras mentes “se moldean de acuerdo a los mandatos de poder” y así “la coerción y la represión del sistema han sido incorporados como autorrepresión”, ya que “el carácter destructor-activo de la acusación y la condena tiene como escenario principal nuestra propia conciencia”.

Si dije antes que la culpa es un tema de género es porque históricamente se nos han atribuido tantas responsabilidades disfrazadas de amor, cuidado, falso empoderamiento, que cuesta notar que son cadenas a romper; si lo queremos hacer nos sentimos exageradas o lo minimizamos, porque ahí aparece ella a frenarnos.

Estamos juntando fuerza, alzando la voz, exigiendo autonomía, y a muchas eso las incomoda, sienten que van a lastimar a alguien (que seguramente las lastimó a ellas) por decir quiero esto o no quiero esto. Simone de Beauvoir ya lo dijo: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”.

Mientras escribo esto pienso en que mi pareja se ofreció a cocinar, escucho sus movimientos y me siento mal por no estar allá. Pero acá sigo, porque las revoluciones se hacen a base de resistencia.

(*) Sofía Pinto integra el colectivo Encuentro de Feministas Diversas y es redactora de Harta.