Las calles de Líbano son en este momento escenario de las manifestaciones más multitudinarias que ha conocido el país desde que empezó el siglo XXI. El puntapié inicial se produjo el 17 de octubre, cuando el gobierno anunció que impondría un impuesto a las llamadas telefónicas de Whatsapp y otras aplicaciones como Facebook Messenger y FaceTime de Apple. La decisión formaba parte de una serie de medidas tomadas por el entonces primer ministro, Saad al-Hariri, para enfrentar la grave crisis económica que atraviesa el país desde 2017. Unas horas después del anuncio, ante la protesta que empezaba a germinar en las principales plazas y avenidas de Beirut, la capital libanesa, el gobierno dio marcha atrás.

No pasó lo mismo con las protestas, que –por el contrario– se masificaron y extendieron a distintos puntos del país, transformando el reclamo inicial en un grito generalizado contra la mala gestión de la crisis económica y el impacto que esta ha tenido en la vida de la gente: aumento de los índices de pobreza, desempleo, carencias en los sistemas de salud y educación, corrupción. Y no piden sólo la dimisión del primer ministro –que de todas formas renunció el martes pasado ante las dimensiones que tomó la movilización– sino que exigen una renovación completa del gobierno. No en vano el lema de las protestas es “Todos quiere decir todos”, en referencia a que todos los líderes políticos tienen que dejar el poder después de haberlo monopolizado durante décadas.

El jueves el presidente libanés, Michel Aoun, admitió que el país se encuentra en un momento crítico y prometió que formará un nuevo gobierno que recupere la confianza del pueblo y solucione los problemas que atraviesa el país. Pero formar un nuevo gobierno puede tardar meses, y quienes se manifiestan aseguraron que van a seguir saliendo a las calles durante la espera.

Para las mujeres, la movilización contra la crisis es también la oportunidad de reclamar por sus derechos en un país con un gobierno sectario –dividido entre cristianos maronitas, sunitas y chiitas– en el que las desigualdades de género están profundamente enraizadas en la cultura. De hecho, según un estudio del Banco Mundial publicado este año, las mujeres libanesas tienen 60% menos de los derechos otorgados a los hombres. La base de la desigualdad está en las leyes sectarias que regulan los problemas del matrimonio, la herencia, el divorcio y la custodia de los hijos, entre otras cosas; si bien difieren en su aplicación según las religiones, todas reposan sobre un sistema patriarcal.

Por eso las mujeres están dispuestas a cambiarlo todo y en las protestas levantaron carteles con consignas como “esta revolución es feminista”, “hay que eliminar el machismo” o “el patriarcado mata”. Rania, una de las miles de manifestantes, contó al diario español La Razón que su esposo está a cargo de sus hijos desde que empezaron las protestas para que ella pueda salir a la calle. “Lo hacemos por nuestros hijos. Queremos mostrar que las mujeres podemos desempeñar un papel en la sociedad, que también podemos rebelarnos. No se trata sólo de hombres”, aseguró.

El Estado libanés firmó y ratificó la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer en 1996. Sin embargo, lo hizo con algunas reservas: no adhirió a los artículos que establecen que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres en cuanto a la nacionalidad, que hay que eliminar la discriminación contra las mujeres “en asuntos del matrimonio y relaciones familiares”, y tampoco se comprometió a garantizar la “igualdad de los derechos personales” en cuanto a “apellido, profesión y educación”. En la vida real, eso se traduce en una altísima dependencia social y económica de las mujeres de sus esposos. Las leyes de matrimonio, por ejemplo, establecen que las mujeres no tienen derecho a solicitar el divorcio salvo que hayan presentado la llamada isma, una cláusula que permite el derecho unilateral al divorciarse, pero que necesita el consentimiento mutuo y no suele solicitarse por la estigmatización a la que pueden enfrentarse. En Líbano las mujeres tampoco pueden transmitir la nacionalidad a sus hijas e hijos, un derecho que está exclusivamente reservado a los hombres.

En materia de violencia de género, la situación no es mejor. Es cierto que en la última década ha habido avances en la legislación: en 2014 se aprobó una ley contra la violencia doméstica y en 2017 se derogó un polémico artículo del Código Penal que permitía a los violadores no enfrentarse a la Justicia si se casaban con sus víctimas. Al mismo tiempo se aprobó una ley que sanciona la trata de personas, una práctica que afecta de manera mayoritaria a niñas, adolescentes y mujeres adultas.

Si bien la ley sobre violencia doméstica marcó un avance, tiene algunos vacíos. Por ejemplo, no contempla como delito la violación en el matrimonio, porque las normas religiosas consideran que cuando una mujer y un hombre están casados todas las relaciones sexuales son consentidas. En 2011 fue propuesta una ley para declarar ilegales las violaciones conyugales, pero fue modificada por un comité parlamentario de forma tal que deja abierta la definición del crimen a la interpretación de cada juez.

La Comisión Nacional de Mujeres Libanesas –una organización civil que aglutina a 160 asociaciones de mujeres y colectivos feministas– inició un plan nacional para la implementación de la resolución 1.325 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobada en el año 2000 sobre mujeres, paz y seguridad. En ese marco, han impulsado iniciativas para reformar todas las leyes discriminatorias para la mujer, incluidas la de violencia doméstica, la de la transmisión de la nacionalidad y la de prevención de los matrimonios infantiles, un fenómeno que representa 27% del total de matrimonios, según UNICEF. Desde el 17 de octubre todos estos reclamos y más salieron a las calles.