Era octubre de 1970 y Angela Davis estaba sentada en un patrullero con las manos esposadas en la espalda. Con los puños cercados, apenas sentía la sangre circular, estaba incómoda y no hablaba. La Policía le pedía reiteradamente que confirmara su identidad. Pero ella no hablaba. ¿Acaso no bastaba con reconocer la mirada intrépida, la majestuosa estatura, su característica y abultada cabellera? Después de todo, era la imagen que durante dos meses había empapelado las calles de Estados Unidos junto al texto: “Wanted by the FBI”. El auto seguía estacionado en la puerta del motel neoyorquino que alojó sus últimos gestos de cotidianidad en libertad. El agente que estaba en el asiento del acompañante giró la cabeza y probó con una pregunta diferente: “Señora Davis, ¿quiere un cigarrillo?”. Angela, que en ese entonces tenía 26 años, rompió el silencio: “De vos no”.
Esa irreverencia –que queda plasmada en ese y otros pasajes de Angela Davis: An autobiography (1974)– fue una de los principales características de la lucha que libró desde aquellos tiempos contra el racismo, el clasismo y el machismo. Pudo ser menos rebelde, pero la realidad de su comunidad la interpeló desde muy chica. Le tocó nacer en Birmingham, en el sureño estado de Alabama, en una época en que las conocidas “leyes Jim Crow” imponían la segregación racial en todas las instalaciones públicas: en las escuelas, el transporte, las plazas e incluso en los baños, los bebederos y los restaurantes. A eso se sumaba el hecho de que su familia vivía en un barrio llamado Dynamite Hill (“colina de la dinamita”), porque decenas de casas de personas negras habían sido dinamitadas por el Ku Klux Klan durante la década del 40. Angela creció en ese contexto y era consciente de la situación de desventaja que vivían quienes tenían su mismo color de piel porque, además, sus padres eran activistas a favor de los derechos civiles y miembros de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.
La niña Angela estudió en una escuela segregada de Birmingham, donde las condiciones logísticas y materiales nunca llegaban a equipararse con las comodidades que tenían los centros a los que acudían sus coetáneos blancos. Pese a estas dificultades, ella fue una de las estudiantes más destacadas de su generación. Tanto es así que a los 14 años ganó una beca para estudiar en el colegio privado Elisabeth-Irwin de Nueva York. Esa mudanza para “La Gran Manzana” marcó una nueva etapa en la toma de una consciencia política que ya venía gestando.
El liceo Elisabeth-Irwin fue el primero en promover una “educación progresista” en la ciudad. La mayoría de los profesores aparecían en la lista negra del macartismo –o la “caza de brujas” que promovió el senador Joseph McCarthy contra los comunistas en los Estados Unidos de los 50– y tenían prohibido enseñar en instituciones públicas. Angela se hospedó inicialmente con uno de ellos, el reverendo William Howard Melish, que no sólo aparecía en la lista negra sino que además era un reconocido miembro de la Organización de Amistad Estadounidense-Soviética. Jugada movida en plena Guerra Fría.
Fue en esta época que Angela descubrió el Manifiesto comunista, una obra que, como cuenta en su autobiografía, la “golpeó como un rayo”. En particular, porque por primera vez pudo ver los problemas de los negros “en el contexto del gran movimiento de la clase trabajadora”. Probablemente allí empezó a fermentar en su ideario el concepto de interseccionalidad que luego atravesaría gran parte de su obra.
Una vez que terminó los estudios secundarios, Angela obtuvo otra beca en 1962, esta vez para estudiar francés en la Universidad de Brandeis, en Massachusetts. Entre esas paredes escuchó por primera vez al filósofo Herbert Marcuse, que brindaba una serie de conferencias sobre el pensamiento político europeo desde la Revolución Francesa. Después de graduarse, y siguiendo los consejos de Marcuse, que se había convertido prácticamente en un mentor, viajó a Francfort para estudiar Filosofía. Volvió a su país dos años después, al ver cómo el black power ganaba fuerza. Siguió sus estudios en la Universidad de California, donde llegó a escribir una tesis tutelada por Marcuse y el mismísimo Theodor Adorno.
La militancia como emblema y cruz
Todavía estaba en el liceo cuando empezó a entablar contactos con militantes del Partido Comunista estadounidense, pero no lo integró formalmente hasta 1968. En el medio, también se vinculó con la organización Panteras Negras, que surgió en oposición a la violencia policial contra las personas afro, aunque nunca se afilió oficialmente. Estas conexiones llevaron a que la despidieran de la Universidad de California en 1970, donde trabajaba como catedrática de Filosofía.
Ese año marcó un antes y un después en la vida de Angela, que seguía muy de cerca el caso de los presos afroamericanos George Jackson y WL Nolen, fundadores de una filial de Panteras Negras en la cárcel de Soledad, en California. En enero de 1970, Nolen y otros dos presos negros fueron asesinados a tiros por un guarda después de una pelea en el patio de la cárcel. Un tribunal determinó a los pocos días que el funcionario había cometido un “homicidio justificable” y los asesinatos quedaron impunes. Más adelante, un guarda murió en esa prisión y el dedo de las autoridades apuntó a Jackson y a otros dos prisioneros negros, John Cluchette y Fleeta Drumgo, con la justificación de que buscaban vengar la muerte de Nolen.
Un comité liderado por Davis y formado por abogados, intelectuales, activistas y artistas estadounidenses se formó para defender el caso de los tres privados de libertad. El argumento principal era que no había pruebas que demostraran que ellos eran los culpables del asesinato del guarda y que había un ensañamiento racista y clasista porque eran presos negros.
Mientras el trabajo de ese comité se fortalecía, otros tenían planes distintos. En la mañana del 7 de agosto de 1970, el hermano de George Jackson, Jonathan, irrumpió en un juzgado del condado de Marin con una ametralladora, tomó de rehén al juez Harold Haley y reclamó que su hermano, Cluchette y Drumgo fueran liberados. Después de los momentos de tensión, se dirigió a su auto pero no pudo llegar muy lejos, porque una bala lo alcanzó a los pocos segundos y murió en el momento. Tenía 17 años.
A partir de ese día, la militante antirracista ingresó en la lista de las diez criminales más buscadas del FBI: el arma que usó Jonathan Jackson para el asalto estaba registrada a su nombre. De inmediato empezó una campaña para capturar a Angela, que era acusada de conspiración, secuestro y asesinato.
La activista se dio a la fuga y se refugió en distintas ciudades de Estados Unidos, siempre camuflada con una peluca y con sus rasgos deformados por toneladas de maquillaje. “Ni mi madre me habría reconocido”, admitió ella misma después en su autobiografía. Pero las autoridades sí la reconocieron y, dos meses más tarde, la encontraron en aquel motel neoyorquino del que salió en silencio, esposada, y sólo habló para rechazar un cigarrillo.
Millones de voces, un mismo grito
Estaba en todos lados: en remeras, en chapitas, en pancartas, en carteles, en banderas, en folletos, en pósters y hasta en canciones de referentes pop de la época, como John Lennon o The Rolling Stones. El reclamo “Free Angela” invadió las calles de Estados Unidos y se multiplicó en otras ciudades del mundo apenas la militante antirracista cayó presa. La campaña de solidaridad para exigir su liberación fue tan masiva que repercutió en el juicio, en el que Angela fue absuelta de todos los cargos. Salió en libertad en febrero de 1972.
La inquietud y necesidad de luchar contra la opresión racista que había visto y vivido desde niña en todos los ámbitos de su vida se intensificó durante los 16 meses que estuvo presa. La opresión que vio con sus ojos cuando las casas de sus vecinos ardían en llamas por los ataques de los supremacistas blancos. La que le tocó de cerca cuando muchos de sus amigos negros fueron asesinados por policías blancos. La que vivió en carne propia cuando fue encarcelada por motivos políticos y etiquetada como “terrorista”.
Angela Davis es mujer, negra, feminista, comunista, anticapitalista y lesbiana. Y cada una de esas identidades viene marcada por su respectivo sistema de dominación y discriminación. Por eso, no es casual que haya sido una de las primeras autoras en teorizar sobre interseccionalidad como un concepto en el que se cruzan las opresiones de raza, género y clase.
Esto es precisamente lo que desentraña en una de sus principales publicaciones, Mujeres, raza y clase (1981), un libro en el que recorre las luchas antiesclavistas y las movilizaciones por el sufragio femenino para insistir en la importancia de la interacción entre feminismo y antirracismo. Su aporte es considerado fundamental para todos los movimientos sociales, especialmente el antirracista y el feminista, pero también para la comunidad LGBTI. Todo lo anterior puede explicar apenas, quizá, por qué su visita a Uruguay revolucionó esta semana a colectivos, organizaciones, grupos y personas de distintos orígenes y generaciones que pudieron observar bien de cerca cómo su humildad, carisma y rebeldía se conservan intactos.
Visitante ilustre
Angela Davis llegó a Uruguay el martes pero su intensa agenda de actividades empezó el miércoles al mediodía, con un almuerzo que mantuvo con representantes del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) y referentes afrodescendientes de otras instituciones estatales en el Museo del Carnaval. Con el mismo entusiasmo que aquella joven que revolucionó los Estados Unidos de los 60 y el mismo peinado afro, un poco más gris, Angela se calzó la remera de “Todos somos familiares” en apoyo a la organización Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos y se aferró fuerte a un pañuelo amarillo de la campaña a favor de la Ley Integral para Personas Trans.
El jueves de mañana, la académica participó como invitada especial en la presentación del Plan Nacional de Equidad Racial y Afrodescendencia que se desarrolló en la Torre Ejecutiva, instancia en la que también se instaló el Consejo Nacional de Equidad Étnica Racial y Afrodescendencia. Además, se presentó un sello del Correo Uruguayo con su imagen, en homenaje a su lucha por más justicia e igualdad.
Ese mismo día, de tarde, Angela visitó la cooperativa Ufama (Unidades Familiares Mundo Afro), un programa lanzado el año pasado por la Intendencia de Montevideo (IM) y el Centro de Investigaciones Mundo Afro para nuclear a familias de origen afro que sientan la necesidad de retornar a vivir en sus barrios tradicionales –Palermo, Barrio Sur y Cordón– y también para facilitar el acceso de este sector de la población a la vivienda. La referente estadounidense se reunió con mujeres integrantes de la cooperativa –en su mayoría de origen afro– en el salón comunal y las escuchó hablar sobre el trabajo que realizan desde hace varios meses. “Estoy totalmente inspirada por el trabajo de esta cooperativa y debo decirles que estoy profundamente agradecida de que tanta gente aquí, en Uruguay, participó en la campaña por mi libertad”, dijo Angela después del encuentro. “Muchas personas proyectan esa imagen de masas movilizadas en mí y debo decir que no fui yo la que logró tanto. Fue gente reunida, gente como ustedes, que se juntó alrededor del mundo, resistió junto a mí y produjo esta solidaridad poderosa. Me emociona mucho ver esta solidaridad que se genera hoy. Dicen que Uruguay es un país chico, pero muchas veces de las pequeñas cosas salen los más grandes logros”, agregó, ante aplausos y reverencias. La despidieron con aplausos que imitaban el repique de los tambores candomberos y muchas mujeres empezaron a bailar a su alrededor.
La gira del jueves siguió en la Casa de la Cultura Afrouruguaya, donde autoridades de la Junta Departamental de Montevideo le entregaron a Angela el premio San Felipe y Santiago, que reconoce a personalidades por su aporte cultural, social o deportivo. “Estoy muy emocionada por todas las contribuciones y los logros de la comunidad afrouruguaya, especialmente de las mujeres”, dijo allí. “Uruguay es la esperanza de América Latina; supongo que debemos decir que las mujeres afrouruguayas son la esperanza de Uruguay”, agregó. También resaltó que muchos poetas neoyorquinos que lucharon por la libertad en Estados Unidos fueron inspirados por artistas afrouruguayos. “Eso significa”, resumió, “que estamos profundamente conectados en la lucha por la democracia y la libertad”.
La actividad central de la agenda de la visita de Angela fue la conferencia magistral que brindó en la tarde de ayer en un teatro Solís abarrotado y en el que recibió el reconocimiento como visitante ilustre que otorga la IM.
La gira por Montevideo termina hoy con la concentración en la explanada de la Universidad de la República que se realizará a partir de las 18.00 bajo la consigna “Sin racismo, mejor democracia”. Allí dará un discurso y recibirá un doctorado honoris causa. Cerrarán el evento Ruben Rada y las raperas Se Armó Kokoa.
La coordinación de todas las actividades estuvo a cargo de la Dirección de Promoción Sociocultural del Mides y Horizonte de Libertades, un proyecto financiado por la Unión Europea. Contó también con el apoyo de la Secretaría de Equidad Étnico Racial y Poblaciones Migrantes de la IM.
Su discurso en el teatro Solis
Ante un teatro Solís completamente abarrotado, Angela Davis compartió ayer de noche un discurso que emocionó e interpeló. Se refirió a la interseccionalidad, al feminismo como herramienta de lucha, a la importancia de combatir el racismo, al lugar emergente de las mujeres negras y a la situación de las cárceles, entre otras cuestiones. La activista describió a Uruguay como “un faro para el resto del mundo” y dijo sentirse “honrada” por estar un país donde existen leyes que amparan el aborto, el matrimonio igualitario y los derechos para las personas trans (en la edición del lunes compartiremos una crónica al respecto).
Después de la conferencia, Davis fue recibida en el Quincho de Varela por la vicepresidenta Lucía Topolansky, el ex presidente José Mujica y la precandidata presidencial del Frente Amplio Carolina Cosse.