Escribo siendo una mujer cis que decidió ser madre. Con mucho deseo y amor colectivo. Soy madre y además fui gestante.

El cuento romántico ya lo escuché, lo tengo matrizado en mí. Pero entiendo necesario contar el otro, el lado B, el duro, el triste, el que está vedado para nosotras.

Desde que fui gestante descubrí que las madres no se quejaban. ¡A mí me dolía todo el cuerpo! 30 años –digamos que bien vividos– se sentían en el cuerpo con una persona creciéndome en el él. Entre mis órganos, entre mis huesos. Me quejaba mucho y mis amigues darán fe de ello.

Ante eso, mucha gente me recordaba que sarna con gusto no pica, y muchas mujeres decían que de eso no se habla. Sólo en la íntima.

De los dolores musculares, de los huesos, de la acidez crónica, de no dormir, de no poder respirar, de no poder caminar, de los pies hinchados. De los dolores inusitados, del miedo permanente, de los viajes de la cabeza. Bancársela como sabemos las mujeres, “sin quejas”.

De las opiniones de todes, todo el tiempo, en el bondi, en el ascensor, en el laburo. Cualquiera que te ve embarazada siente la potestad para hablarte de su experiencia, y contarte lo que quiera, y opinar de lo que quiera. Sin contemplar en absoluto tu sensibilidad de gestante. Y vos ahí, sin quejarte.

Del dolor de muerte del parto, de la lactancia de las primeras horas, del viaje hormonal, físico, mental, emocional y material en que se convierte su ser en minutos. Cambiás por completo en unos minutos, y mientras tenés la obligación de ser feliz y recibir a la visita, sin quejarte.

Aprendí viendo a mis amigas y a mis hermanas parir que es tan sensible, tan particular y tan individual ese sentir, que acompañar es preguntar, es contener, es apoyar y también es dejar llorar. Llorar de emoción, de miedo, de tristeza, de puro desencaje.

Y ahí viene maternar, y llega con magia la culpa cristiana del deber ser, de ese ser único, amado, mágico, que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo resiste. Y recuerden, que no se queja.

La culpa oprime, entristece, ahoga.

La de dar poco tiempo la teta, y todo lo que te dicen sobre el vínculo y el amor a tu hije con fundamentalismos que no contemplan a cada una en cada maternidad. O los comentarios como “¿sigue tomando teta con dos años?”. Con otros modelos que tampoco contemplan la unicidad del vínculo, del contexto y de cada realidad.

Y después el laburo. La culpa de laburar y de salir, y de querer salir y querer no estar todo el día con tu hija, y los cuestionamientos sobre tu sensibilidad. O de querer estar todo el día y no irte a trabajar al mes y medio, y la tristeza del despegue, y la poca comprensión del mundo de esa mujer que estás siendo, de esa tristeza que te habita. Porque a priori siempre hay un juicio de valor para cada cosa.

O el cuento de “todo lo gasto en mis hijes” y tener como un valor lindo andar con los calzones harapientos para que tus pibes tengan “todo”.

Y este es un cuento interminable. He leído en estos días y he visto columnas, videos, y muchas manifestaciones en redes sobre las malas madres. Cada una con un cuento que siento como propio, aunque con otra historia. Porque el relato es político, y las atragantadas por el modelo somos muchas. Cada vez más.

Las madres nos cansamos horrible, lloramos de cansadas, lloramos de agobiadas y de puro tristes. Porque ante todo, la presión social te queda guardada en el inconsciente y lo permitido, a lo sumo, es llorar en el baño.

La injusticia y la opresión, les aseguro, no se nos pasa ni con un día de spa ni con un celular nuevo ni con flores ni descuentos ni adentro del shopping. Se pasa hablando de esto, con comprensión y sororidad, para acompañar a las otras a vivir su maternidad de la manera en que las haga feliz.

Me quiero quejar de mi maternidad deseada, me quiero quejar de mi gestación deseada, me quiero quejar. Reclamo mi derecho a quejarme. Y de hacerlo colectivo, y de hacerlo política.

A por maternidades libres del mercado y del patriarcado.