La historia empezó una noche de 2015 en una azotea desierta. Bueno, casi desierta: bajo la luz de la luna, alejadas de la fiesta que transcurría a un piso de distancia, Magdalena Quintana y María José Miles tomaban unos tragos y charlaban. También empezaban a enamorarse, pero eso todavía no lo sabían. Esa noche se dieron el primer beso. Una semana después tuvieron la primera cita. Al año vivían juntas.

Majo estaba buscando casa para mudarse con una amiga y, a la vez, otra amiga estaba buscando un lugar para vivir con dos compañeras. Lo hablaron y decidieron encarar la convivencia todas juntas. Una de las dos compañeras de su amiga conocía a Magui “de toda la vida” y la invitó a la fiesta de inauguración del nuevo hogar. Con Majo se conocieron ese día. “Ella vino con la que entonces era su novia y ahí la conocí. Después se separó y empezó a venir más seguido, porque además vivía con los padres en Colón y muchas veces, cuando salían de noche con las chiquilinas, se quedaba en casa; de hecho, hasta tenía llave”, recuerda Majo entre risas mientras habla con la diaria. Con el tiempo, las dos mujeres construyeron un vínculo que empezó a consolidarse con aquel beso en la azotea, el puntapié inicial de una historia que continúan escribiendo. Majo es tallerista en cárceles, gestiona un club de cannabis y le falta la tesis para recibirse de economista. Magui es nurse en el CTI de un sanatorio.

Después de tres años de convivencia, Magui y Majo dieron un paso más y el 21 de marzo de este año se casaron. La decisión tuvo en cuenta razones que superan el amor que se tienen y el proyecto de vida que comparten. El tema de casarse surgió un día que Magui, a raíz de su trabajo, planteó su preocupación acerca de la toma de decisiones que tienen que hacer las familias cuando a una persona le pasa algo grave. Fue a partir de una paciente que había tenido un aneurisma. Por ser una pareja de mujeres, pensó, la situación podría llegar a jugarles en contra. “Cuando tuvimos el caso de esa paciente, lo que le planteé a Majo fue que si a mis padres les decís que mi vida depende de métodos artificiales, lo van a sostener eternamente”, explica Magui, que tiene 28 años. “Si se lo decís a Majo, después de todo lo que yo le he dicho que quiero, no va a querer mantener la vida de esa forma. Entonces es difícil que ella llegue, se presente como mi novia, diga cuál hubiera sido mi decisión y que la consideren, frente a mis padres, que probablemente digan: ‘Hagan todo lo que puedan’. La quise convencer de que estando casadas iba a ser todo más fácil”, cuenta.

“El ambiente médico muchas veces es muy conservador”, explica a su lado Majo, que está a dos meses de cumplir los 30. “Si el día de mañana tengo un accidente, quiero que Magui decida qué es lo que va a estar sucediendo con mi vida. Probablemente, si fuéramos una pareja heterosexual todo el mundo estaría de acuerdo con lo que diga mi pareja, pero siendo una pareja de lesbianas te podés encontrar con un médico medio cara de culo que te diga ‘mostrame que tenés un vínculo’ o ‘primero voy a esperar a llamar a la familia’”, agrega. En su opinión, decidir casarse se trató, en definitiva, de “deconstruir el casamiento como una institución romántica y verlo como un trámite legal que te da un montón de beneficios que está bueno usar”. Especialmente cuando sos lesbiana.

Apostar por el matrimonio también fue una forma de militar la visibilidad lésbica, dice Majo, y pone como ejemplo de lo urgente que es el tema el hecho de que el certificado de casamiento que les otorgó el Ministerio de Educación y Cultura dice “don” y “doña”, y para adecuarlo a la pareja le agregaron al “don” una eñe y una a. Con lapicera. “Una cosa es el marco legal que genera una ley”, plantea Majo en referencia a la Ley de Matrimonio Igualitario que Uruguay aprobó en 2013, “y otra cosa es la implementación en lo cotidiano; eso también es una apuesta política. Nosotras preguntamos por qué no había más opciones y nos dijeron que es porque tienen los certificados impresos hasta 2020, entonces no lo pueden cambiar. ¿En serio no pueden imprimir un lote más?”, cuestiona. Su pareja agrega otro detalle: la libreta de matrimonio que recibieron después de casarse sólo tiene la opción “madre” y “padre” en la sección para inscribir hijas e hijos.

El temita del certificado y la libreta no fue el único problema que enfrentaron como matrimonio de lesbianas. Magdalena cuenta que después de que fue publicada su solicitud de casamiento en el diario oficial empezaron a recibir en la casa publicidades de peluquería, maquillaje para fiestas o servicios de lunch dirigidas “al señor y la señora”. Pese a que los nombres eran María José y Magdalena. “Ellos ven que alguien se casa y ni se fijan en los nombres: asumen que se casan un hombre y una mujer y te mandan el paquete heteronormativo”, puntualiza Majo.

“Las únicas parejas entre mujeres que imaginan son las lesbianas del porno [...] No se ve la posibilidad de que dos mujeres elijan tener una vida juntas”
María José Miles

El sábado cumplieron seis meses desde ese día en el que dieron el “sí” en el Registro Civil. Coinciden en que el cambio fue sólo en términos legales, porque en la vida cotidiana todo sigue igual. De todas formas, reconocen que hubo un cambio “para el exterior”. “A mí me gusta decir que estoy casada con una mujer, porque también está eso de validar la pareja”, comenta Majo. “Somos una familia más en la comunidad de familias”, agrega, y Magui suma: “Somos una familia súper feliz”.

Ser, querer y vivir torta

Estaban las dos en un ómnibus y Majo se bajaba un par de paradas antes que Magui. Se levantó, le dio un beso de despedida y, cuando caminaba hacia la puerta, escuchó a una señora gritar “qué disparate”. Lejos de terminar la escena ahí, la señora les dijo que su sangre “iba a ser derramada en el suelo del infierno”, recuerda Majo, y jura que esa fue la frase literal porque le “quedó grabada” en la mente. Majo le respondió y se bajó. Magui, que se quedó arriba, dice que quienes viajaban con ellas quedaron “indignados” por la violencia de los comentarios. La pareja asegura que fue uno de los episodios más violentos que les tocó vivir, pero hubo otros.

La discriminación más desagradable para ellas es, quizás, “la del hombre fetiche que piensa ‘uh, dos nenas para mí’”, cuenta Magui, y trae a colación algunas frases que tuvieron que escuchar en la calle, del estilo de “me gustaría ser dulce de leche para estar entre esas tortas”. También tuvieron que escuchar variadas propuestas de tríos. “Mi mayor miedo es el viejo baboso, el que pasa en bici y te quiere manotear el culo porque vas de la mano con una piba. Prefiero 1.000 veces que me insulten”, dice Magui, y cuenta que por eso cuando empezó a salir con Majo evitaba mostrarse de la mano con ella en algunos contextos públicos. “A mí me pasó de conocer a personas que fueron seguidas por ser lesbianas, porque las vieron de la mano con una mujer, entonces es lo que quiero evitar, por ejemplo, de noche”, asegura. Majo sabe cómo es la realidad, pero se planta de una manera distinta ante ella: “A mí me encanta caminar de la mano. El que nos quiera decir algo que nos lo diga y después vemos qué hacemos. Es también un acto político, ¿no?”.

Para las dos mujeres, parte de ese acoso proviene de los varones que cumplen al pie de la letra con el estereotipo machista y conservador, ese que percibe los cuerpos de las lesbianas únicamente como objetos para su consumo sexual. Según Majo, el problema radica en que son incapaces de concebir la existencia de otro tipo de relaciones entre mujeres. “Las únicas parejas entre mujeres que imaginan son las lesbianas del porno, y capaz que incluso ahí dicen que ‘sólo están experimentando’. No se ve la posibilidad de que dos mujeres elijan tener una vida juntas”, asegura. A su entender, tiene que ver con un problema que enfrentan las mujeres en general, “porque los cuerpos de todas las mujeres se sexualizan”, pero con las lesbianas hay “un tema específico de morbo”. En realidad, lo que les cuesta –critica Majo– es “aceptar que hay mujeres que eligen una construcción de vida sin el hombre. Piensan que es una etapa, que se te va a pasar, que a la larga vas a conseguir a un buen hombre para tener hijos”.

“Los niños jamás nos miran ni con morbo, ni con inquietud, ni con sorpresa. Nada. Y, sin embargo, algunos adultos todavía lo hacen”
Magdalena Quintana

¿La sociedad es hoy más inclusiva con la comunidad LGBTI que una década atrás? Magui cree que sí, y cada vez más. Dice que una prueba de esto es la reacción natural que tienen las nuevas generaciones cuando las ven darse un beso en cumpleaños o casamientos: “Los niños jamás nos miran ni con morbo, ni con inquietud, ni con sorpresa. Nada. Y, sin embargo, algunos adultos todavía sí”. Su esposa coincide y elige otro ejemplo: “Creo que la sociedad re cambió y por eso, por ejemplo, ya no necesitás ir a un boliche gay para no tener problemas. Yo salgo a bailar a cualquier boliche, y chuponeo con ella y está todo bien”.

Pese a los avances, Majo asegura que todavía queda mucho por hacer. “Magui tiene compañeras en el trabajo que también son lesbianas y que no lo dicen porque tienen un montón de miedos e inseguridades”, cuenta. Una de las claves para empezar a erradicar estos miedos, dice, es trabajar en la visibilidad lésbica. “Y hacerlo más allá de los eslóganes, habilitando los espacios para que realmente pueda haber referentes lesbianas en la política, en la educación y en todos lados”, agrega.

Activismo LGBTI y feminismos

Hay un concepto que a Majo le parece clave a la hora de pensar el movimiento de la diversidad sexual y los feminismos: el de interseccionalidad. En ese sentido, a pocos días de que se celebre una nueva Marcha por la Diversidad en Montevideo, destaca como uno de los elementos más positivos el “terrible potencial que tiene a la hora de transversalizar causas”, al haber incluido consignas como el No a la Baja, el pedido de Ley Trans Ya o el No a la Reforma que estará presente este año. “Para mí lo rico está también en esas otras campañas transversales, porque me parece que es darle contenido al movimiento LGBTI”, considera Majo. Insiste, de todas maneras, con que “el cambio se da en la cotidiana”, en el trabajo de todos los días.

Majo también habla de intersecciones cuando profundiza sobre el vínculo particular entre el activismo lésbico y los feminismos: “Me parece que se trata de una lucha integral, y en ese sentido como feministas lo que se tiene que hacer son luchas transversales a favor de derechos que algunas mujeres tienen mucho más vulnerados, que incluye a las mujeres lesbianas”. Pone como ejemplos la precarización laboral de las mujeres negras, “que abarca a lesbianas que se van a beneficiar, pero que no es algo específicamente de las lesbianas”, todo lo que tiene que ver con sexualidad y discapacidad o la situación de las mujeres privadas de libertad. “Me parece que está bueno reivindicar a las tortas como identidad política, y obviamente siempre está bueno pensar en medidas específicas para las lesbianas”, dice, “pero creo que el movimiento feminista tiene que ir por otra transversalidad”.

Por otro lado, tanto Majo como Magui sostienen que es un error pensar que “por ser lesbiana tenés que ser feminista”. Es decir, entienden que los feminismos aparecen como un “espacio de contención” y “colaboran muchísimo en la aceptación social de la mujer lesbiana”, dice Magui, pero consideran que “atar lesbianismo y feminismo es invisibilizar” a las lesbianas que no se perciben como feministas. “Ser feminista te ayuda en todo en la vida”, opina Majo. “De hecho, aliento a que todo el mundo sea feminista, porque a mí me cambió la vida, y me parece que el feminismo es lo que puede salvar al mundo”.

Mientras conversan, Juanita, la perra, corre alrededor del sillón. “Es el amor de nuestras vidas”, aseguran las dos, y cuentan que el protagonismo de Juanita es central en esta historia desde el día en el que Majo entró a la casa con ella, para sorpresa de Magui. Es que Majo siempre les tuvo fobia a los perros. Pero el amor, también en este caso, triunfó.