La emergencia sanitaria y el pedido de confinamiento y distanciamiento social dejan expuesta una enorme cantidad de actividades, responsabilidades y tareas que están asociadas a eso que se llama “la sostenibilidad de la vida”: el trabajo doméstico y de cuidados.
Se trata de lo que los estudios de género y feministas han elevado al estatus de “trabajo”, pero que por su necesidad, circularidad y repetición ha sido asumido generalmente en condiciones de “no remuneración”, excepto para aquellos sectores de la población que pueden tercerizar el servicio. Quienes asumen este tipo de trabajo de forma remunerada son mayoritariamente mujeres. De ese modo queda configurado un problema de desigualdad entre varones y mujeres, que también tendrá impactos diferentes entre mujeres en distinta posición social.
¿Por qué es un problema y por qué implica desigualdades? Según la última encuesta sobre el uso del tiempo realizada en Uruguay (Instituto Nacional de Estadística, 2013) la mitad del trabajo que se realiza en el país corresponde a este conjunto (50,1%), proporción que no tuvo prácticamente cambios entre esa medición y la anterior, del año 2007. A la vez, según la última edición, las mujeres realizan más de la mitad de la carga global de trabajo (remunerado y no remunerado), lo que tampoco se modificó entre ambas mediciones.
Estimaciones posteriores ofrecen otros indicadores del problema. Por ejemplo, las encuestas nacionales de adolescencia y juventud (ENAJ) realizadas en 2013 y 2018 muestran cómo los cuidados no remunerados determinan las posibilidades de continuidad de los trayectos educativos formales o laborales de las mujeres adolescentes y jóvenes en Uruguay. El informe de la ENAJ 2018 evidencia importantes diferencias por sexo, y mientras casi una de cada cuatro mujeres deja de estudiar o trabajar por cuidar, esto solamente sucede en 5% de los varones.
La desigualdad en la asunción de trabajo no remunerado –ese que sostiene la vida y significa 50% del total del trabajo– se articula con otras desigualdades, lo que tiene impactos diferenciales según la posición social y económica que ocupan las personas. Según la misma encuesta, los cuidados recaen con mayor peso en las y los jóvenes pertenecientes a hogares de menores ingresos. 47,5% de las y los jóvenes de ese quintil de ingresos realizan tareas de cuidado, en tanto 21,1% lo hace en el quintil de personas con el mayor poder adquisitivo, dato que nos advierte que si fuera posible solucionar la situación del trabajo no remunerado desde el mercado o desde el Estado este dejaría de ser una limitante para otros desarrollos.
Este problema, que cuesta visualizar como tal, aun en plena emergencia sanitaria, tiene que ver con las concepciones que lo sustentan: ciertas asignaciones de tareas, responsabilidades y espacios para los géneros, paradigmas de feminidad y masculinidad que permean la esfera privada y la pública.
Pero ¿alcanza con que repensemos cómo nos repartimos hoy entre varones y mujeres y entre distintas generaciones estas actividades, responsabilidades y tareas en nuestras casas o el entorno en el que habitamos? ¿No será también aquí válida aquella consigna de que lo personal es político y, por tanto, se trata de un asunto común al conjunto, un tema de lo social y lo colectivo? ¿Cómo se reparten hoy estas responsabilidades las esferas del Estado, las familias, el mercado, la comunidad? ¿Es posible que haya otro reparto y otra asignación de tareas?
Un poco de historia
La enseñanza de la economía doméstica en el sistema de educación público uruguayo ya se encontraba presente en textos y programas a finales del siglo XIX. En aquella época refería a trabajos de costura y bordado, y se sumaban en forma gradual, en relación con el nivel socioeconómico, conversaciones sobre la importancia de la higiene del hogar y de los alimentos, y cuestiones de cuidado a la infancia y a las personas enfermas. Era un saber orientado específicamente a las niñas.
En el proceso del segundo período de modernización, y sobre todo con el batllismo, la economía doméstica fue consolidándose como disciplina escolar hasta alcanzar incluso altos niveles de institucionalización. Un primer aspecto de su evolución tuvo que ver con el pasaje de las lecciones a la realización de prácticas concretas.
En 1910, en el Primer Congreso Femenino Internacional, realizado en Buenos Aires, se abogó por una enseñanza práctica de la economía doméstica, aspecto que a su vez sintonizaba con las corrientes pedagógicas generales, que reclamaban la formación técnica, es decir, profesional y de oficios. Otro aspecto interesante tuvo que ver con la producción de libros y manuales sobre la enseñanza de la economía doméstica, siempre orientados a las niñas y las mujeres.
En 1911 un grupo de maestras designadas por el gobierno de José Batlle y Ordóñez fue enviado a estudiar a Europa durante dos años para aprender sobre el hogar, y de cuestiones agrícolas y profesionales. Volvieron inspiradas y la repercusión no se hizo esperar: Agrile Cayssials fue la colaboradora principal de Pedro Figari para la inclusión de las mujeres en la Escuela Técnica, Ercilia Deltrochio escribió dos libros sobre alimentación racional, y la maestra valdense Ana Armand Ugón dirigió cursos para directores de Primaria y en 1918 fundó la primera Escuela del Hogar en Colonia Valdense. También escribió dos libros: Libro de cocina (1925) y Libro de cocina y economía doméstica (1933, 1957).
Cabe destacar que ese proyecto educativo, que sintonizaba con los propósitos del Estado, se pudo concretar por los fondos privados de la Iglesia Valdense, y a medida que las alumnas egresaban se fueron multiplicando los cursos en distintas localidades del departamento de Colonia. Las escuelas del hogar pasaron a la órbita municipal en 1935, y al día de hoy siguen funcionando 15 establecimientos. En la misma época en que Ana Armand Ugón promovía la participación de las niñas de la Colonia Valdense en los cursos del hogar se comenzaban a dictar las primeras lecciones de economía doméstica en el Instituto Crandon de Montevideo, a cargo de misioneras metodistas provenientes de Estados Unidos.
Grosso modo, se podría decir que en las primeras décadas del siglo XX la economía doméstica consistió en una disciplina exclusiva para las mujeres, un saber que contribuyó a construir las identidades y los roles de género que hoy denominamos “tradicionales”. Desde allí se consideró que la mujer tenía que estar capacitada para ser ama de casa y madre de familia, gobernar el hogar, y ser responsable de la higiene y la alimentación, por ende, de la salud de las y los que cuidaba. Todo esto requería un método y una organización especial. Implicaba saber de nutrición, calcular presupuestos diarios y mensuales, capacidad de aprovechamiento de recursos materiales y humanos, disciplina y orden.
Si bien a simple vista puede ser difícil juzgar el impacto positivo de esta educación que reforzó la división sexual del trabajo, es necesario recuperar el contexto para resaltar el beneficio. Los objetivos, los contenidos y el lugar de esta materia dentro del plan de enseñanza estaban influidos por conceptos relativos a la posición y la función del hogar privado, la condición jurídica y social de la mujer en la familia y los respectivos deberes y funciones del varón y de la mujer.
Esto explica que en aquel momento la economía doméstica fuera un saber exclusivo de las mujeres. Ellas no poseían la condición de ciudadanas con pleno derecho; se las estimaba en su condición biológica de reproductoras y cuidadoras, guardianas de la vida doméstica y la reproducción de los valores morales de la sociedad. Al mismo tiempo –y tal vez de modo paradojal–, se confió en que eran las personas indicadas para refundar un nuevo orden social: hacer de la china una mujer moderna, del rancho un hogar, del gaucho un ciudadano, de la infancia el porvenir de la nación.
Consolidado ese aprendizaje entre las diferentes generaciones de mujeres se produjo un doble efecto: la disciplina y sus contenidos fueron dejando lugar a otros saberes “más importantes” hacia la década de 1940, al mismo tiempo que las mujeres fueron conquistando derechos políticos y sociales e ingresando de forma masiva al mercado laboral para obtener su propio sustento. El problema aparece con la asunción de la doble jornada laboral, porque si bien generaron autonomía económica, no se cambiaron las bases materiales del sostenimiento de la vida diaria. Una revolución para las mujeres ante un sector masculino congelado en sus prácticas.
¿Qué podemos hacer hoy? Arribaremos a esas reflexiones en la próxima entrega.