El cuerpo tiene memoria. Bien lo saben Ivonne Klingler, Luz Menéndez y Ana Amorós, tres de las 28 mujeres que denunciaron haber sufrido violencia sexual durante la última dictadura cívico-militar (1973-1985). Ellas forman parte de las más de 60 mujeres que se reunieron para consignar la denuncia en los años previos a su presentación, y de los cientos de mujeres y varones que sufrieron violencia sexual en ese período.
El cuerpo tiene memoria y no olvida; lo reviven cada vez que narran la violencia ante la Justicia. Rearmaron el puzle de la memoria instalada en los cuerpos después de 30 años de silencio. Narraron una y otra vez lo vivido, con la esperanza y la convicción de difundirlo y de conseguir justicia. Quieren traspasar el doble muro reforzado de la impunidad que existe en Uruguay: el de los delitos de lesa humanidad durante la dictadura y el de la violencia sexual en toda época.
Las 28 mujeres se unieron para hacer una denuncia colectiva porque “no se podían morir sin contarlo” y porque como mujeres expresas han hecho un recorrido posdictadura muy diferente del de sus pares hombres: “En las organizaciones en que nosotras militamos hubo un minimizar el papel de las mujeres presas. En este país todo el mundo sabe que hubo rehenes, pero la mayoría ignora que hubo rehenas. Eso no es casualidad, como tampoco lo es que la mayoría de las historias que se conocen son las de los hombres. Este es un problema de la sociedad patriarcal”, contó Luz en entrevista con la diaria.
Diez años sin justicia
La violencia sexual que ejercieron los agentes del Estado contra las expresas políticas durante la dictadura fue a través de la desnudez forzada, la humillación con connotación sexual, la violación, la amenaza de abuso sexual, el abuso sexual, la explotación sexual, el acoso sexual, los embarazos y abortos forzados, y el forzamiento de exhibicionismo, entre otras formas de cometer este delito. Así quedó consignado en la denuncia que presentaron ante la Justicia en 2011, mientras se discutía públicamente la prescripción de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura.
Hacer una denuncia colectiva les permitió detectar que la violencia sexual no se ejerció contra cuerpos aislados, en la esfera de lo íntimo e individual, sino que fue parte de una estrategia estudiada y planificada, que se ejerció de forma sistemática y coordinada en por lo menos 20 centros de todo el país durante todo el período dictatorial. “Fuimos botines de guerra”, repiten estas mujeres. Pero además, les permitió demostrar que “la tortura nunca es neutral y tiene una cuestión de género”. Ellos saben, porque estudian y se especializan en el tema, qué hacer para lastimar más a una mujer”, explican.
En estos casi diez años, de las 28 mujeres fallecieron dos: Mirta Macedo y Angélica Montes. Además, otra compañera apoyó al grupo pero nunca llegó a hacer la denuncia. Del otro lado, de los 100 agentes denunciados, ninguno ha sido detenido. El único detenido fue el excapitán Asencio Lucero, pero por privación de libertad y no por violencia sexual. Ellas dicen que “la denuncia sigue en etapa de presumario, como si la hubiésemos presentado anteayer. No ha avanzado nada, y no hay perspectivas de que esto cambie”.
Según Luz, desde las primeras declaraciones ante la Justicia, “el juez nos hacía preguntas insólitas, que demostraban la falta de empatía y evidenciaban que no se había tomado la molestia de informarse un poco del contexto”. Para las expresas, la revictimización fue constante durante todo el proceso. Plantean que los denunciados y sus defensas siguen usando “las mismas chicanas y postergaciones de siempre: lo que se hizo había que hacerlo; en realidad no era tan grave, ellas exageran; yo cumplí órdenes y por eso no tengo responsabilidad”.
A ellas les queda un siguiente paso: trasladar la denuncia al exterior y traspasar el muro sobre el que les alertó el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Ruibal Pino, allá por 2011: “Hagan la denuncia que se van a estrellar contra un muro”. El 18 de marzo a las 11.00 tienen una audiencia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Estarán presentes Flor de María Meza, su abogada defensora, y María Noel Leoni, del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional, además de dos de las expresas, que van a narrar su historia una vez más.
El alivio de hablarlo
Pasaron 30 años en los que casi no hablaron sobre la violencia sexual que sufrieron durante la dictadura, ni con sus parejas ni con sus familias: “A mí me pasó por años aquello de ‘no me cuentes porque te hace mal’. Y a mí lo que me hacía mal era que no me quisieran escuchar”, recuerda Luz. Durante los dos años previos a la denuncia se reunieron en el local de AEBU. Un viernes cada 15 días, con el apoyo de una psicóloga y una trabajadora social, se reunían para compartir vivencias, ensayar cómo contárselo a sus familias y redactar la denuncia. “Sin ellas no hubiésemos podido salir adelante, hubo mucho movimiento emocional”, dicen.
Ivonne rememora, con la mano en la frente y los ojos vidriosos, una escena repetida: “Había una compañera que siempre llegaba a la reunión con la hoja escrita y al rato se ponía a llorar y la rompía. Y así cada viernes. Decía: ‘No puedo hablar de esto’. Y no pudo”. Estiman que en aquellas primeras reuniones eran más de 60 compañeras, pero sólo presentaron la denuncia 28 de ellas.
Ivonne, Luz y Ana se toman su tiempo para narrar cómo fue contárselo a sus hijas e hijos: algunos las entendieron, apoyaron y acompañaron; otros parecen haberlo entendido, pero jamás volvieron a hablar del tema. Cuentan la historia de Mirta Macedo, una de las mujeres que fallecieron, que escribió la denuncia y la dejó arriba de la mesa de la cocina para que su esposo y su hijo la leyeran y supieran lo que le había pasado. Ana agrega que fue reparador poder hablarlo con la familia y que luego de presentar la denuncia, compañeros del partido la llamaron para decirle que estaban orgullosos: “Eso fue un abrazo”, explica.
Una vez hecha pública la denuncia, para ellas fue bastante complicado lidiar con la respuesta de los vecinos del barrio y de la sociedad en general. En un ómnibus, Ana escuchó a dos mujeres que hablaban entre ellas decir que las expresas “eran unas taradas por denunciar” y que los hombres que las abusaron eran “unos necesitados”. Ivonne, por su parte, presenció cómo un vecino le decía a su esposo que “la tenía que perdonar, si le pegaron tanto era porque ella tenía que ofrecerles algo”.
Las expresas concuerdan en que es muy complicado hablar de violencia sexual en el contexto de la dictadura. Ivonne lo explica así: “Vos capaz que entendés que nos lastimaban y pegaban porque éramos su enemigo, pero que abusaron sexualmente de nosotras, que éramos muchachas jóvenes, es más difícil de entender. A veces, hasta para mí es difícil de entender cómo pudieron ejercer tanto horror. Imaginate que ellos trabajaban con nosotros para sacarnos información, y esto la gente no lo une con satisfacción sexual. Por eso es doblemente ocultado, porque algo se habla del submarino y de la picana [métodos de tortura], pero de esto no se habla nada, nada”.
Ellas también son conscientes de que el muro de impunidad que graficó Ruibal Pino se le pone enfrente a cualquier mujer que denuncia violencia sexual en cualquier época. En un país con cerca de 1.900 denuncias por delitos sexuales por año (esa cifra corresponde al período entre enero y octubre de 2020), “esta impunidad es muy negativa y repercute en el resto de las mujeres que presentan denuncias de violencia sexual”. Ivonne agrega: “La mujer tiene muchísimas dificultades para denunciar esto. Porque para qué te vas a reventar haciendo una denuncia que es dolorosa y difícil si muchísima gente no te va a entender y además la Justicia es la primera en cerrarte la puerta en la cara”.
Las expresas van más allá y alientan la unión de esfuerzos y apoyos: “Que se junten las mujeres que vivieron experiencias traumáticas y violencia sexual, eso es lo que tenemos que lograr que se multiplique. Es la única forma de hacer una presión tan grande como para que se empiece a romper el muro de impunidad. Nuestra sociedad no condena estos hechos con la suficiente fuerza; si no, no tendrían tantas posibilidades de repetirse”.
Un idioma común
Para las expresas políticas, el proceso de la denuncia en colectivo fue y es “una experiencia inigualable”. Un proceso duro y difícil, pero reparador. Luz lo ve como “una reedición, en otra etapa y por otras razones, de lo que fue la convivencia en la cárcel”. Donde estuvo presa, en la cárcel de Punta de Rieles, que sigue abierta y ahora es para varones, no había cabida para la imagen de “la pobre presita sufriente” que tiene la mayoría de la sociedad: “En el colectivo de mujeres que formamos en la cárcel nos apoyamos y contuvimos, nos formamos y crecimos. Hicimos muchísimas cosas maravillosas”. Por eso, cuando caminan juntas entre compañeras que vivieron las mismas experiencias, se habla “un idioma común, surge una comprensión, el entender cosas que no hay que hablarlas demasiado”.
En su caso, Ana considera que les debe la vida a las compañeras que la ayudaron y cuidaron cuando estaba enferma en la cárcel. Y para Ivonne fue clave escuchar las vivencias de las otras en aquellas reuniones previas a la denuncia: “Lo mío ya lo resolví: tengo hijos, como, vivo, respiro. Pero por lo que le pasó a la otra no me puedo quedar callada. Te identificás mucho con la denuncia de la otra, tomás la bandera y decís: ‘Tengo que salir a hablar por esa compañera que muchas veces no pudo hablar’”.
Quienes vivieron en la clandestinidad con seudónimos o en una cárcel identificadas con un número o sin identificación, como pasaba en La Tablada, sienten que la identidad propia se vuelve muy difusa. “El rearmarla se logra a través de esto que estamos haciendo ahora: la charla, recordar cosas buenas y lindas que hicimos. Es la única forma. Si no, creo que seguiríamos en una zona muy fea y negativa, muy metidas para adentro”, explica Ivonne.
También están la culpa y la vergüenza por cargar con el horror. Recomponer el cuerpo dañado fue un “collage” que les costó mucho, contó Ana: “Creer en los afectos, pensar ‘¿Se lo cuento o no lo cuento? ¿Me entenderá?’. Siempre tener el miedo de que les pase algo a tus hijos. Fue muy jorobado todo eso, a mí me ayudó empezar a hacer todo esto con las compañeras. El poder hablarlo para no sentir más vergüenza de mí misma”.
Por eso, Ivonne rescata las primeras reuniones posdictadura de las expresas, que “eran para la alegría, cantar, joder, contar las anécdotas”. “En esas reuniones, según los números que teníamos en el penal, las pares llevaban la comida y las impares, la bebida. Cantábamos las canciones del penal como si fueran el himno patrio. Esas alegrías y reencuentros nos ayudaron. Fue todo un proceso en el que hay que aceptarse: éramos bichos peludos, sucios, arrugados, metidos en un rincón de la celda temblando de miedo, que si sentíamos pasos decíamos ‘que no entren acá., pero sabíamos que iban a ir a torturar a otra compañera o compañero. Es terrible ese terror. Poder entender que esa también soy yo, pero que no soy sólo esa, me llevó mucho tiempo y mucha ayuda de las compañeras y de mi familia”.
Las expresas coinciden en que la sociedad ha logrado escucharlas, pero no entenderlas aún: “Nos están escuchando mucho más, están creyendo que es cierto lo que decimos. Pero es muy difícil entender esto que pasó, porque cualquier mente común y corriente no entendería tanto horror”.