En México, a la Ciudad de México sus habitantes la llaman “la ciudad”. “La ciudad” está en alerta naranja de contagios en una escala de colores que va desde el rojo al verde. Camino en dirección a la Cinemateca Nacional, leo en un quiosco de diarios que cientos de migrantes aguardan en Tijuana para ingresar a Estados Unidos, en acuerdo con la nueva política migratoria del presidente demócrata Joe Biden.
En el centro histórico de la ciudad, sobre la calle República de Cuba, las instalaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) permanecen ocupadas por grupos feministas desde setiembre de 2020. Inicialmente, la entidad gubernamental fue tomada por un pequeño grupo de familiares de víctimas de abuso sexual y desaparición forzada, quienes decidieron amarrarse a una silla y realizar una huelga de hambre hasta que fueran resueltas las demandas. Luego durmieron y permanecieron allí por dos días. Algo similar sucedió en la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, en donde un grupo de mujeres, también madres de víctimas, realizó a la vez un plantón en el hall de esa institución.
En setiembre de 2020, en un video de la colectiva independiente Revueltas, se podía ver a Marcela Alemán y otras madres en el balcón de la CNDH flameando una bandera y cantando “vivas nos queremos, no estás sola, no estás sola”. En la toma de la bastilla feminista lo que resuena es una apelación a lo colectivo, al acompañamiento, a las redes de sostenimiento mutuo y al sentido comunitario: una sororidad sobre una situación que se enmarca en lo individual y lo excepcional. Una situación que sucede a diario, un tipo de violencia sistemática y sostenida sobre los cuerpos de migrantes e indígenas, mujeres cis, feminidades trans, feminidades masculinizadas, feminidades maricas, masculinidades lésbicas, masculinidades trans, masculinidades feminizadas, disidencias sexuales y sobre las vidas queer que atraviesan las lógicas de la violencia en el presente latinoamericano y con especial énfasis en estas tierras aztecas.
Las cifras se acumulan en algún cajón, como números inertes que contabilizan muertes. Son cifras récord que cuantifican un genocidio. Sólo de enero a noviembre de 2020 se produjeron 888 feminicidios y 2.567 homicidios dolosos contra mujeres y niñas en México, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
“Hasta que no se resuelvan los casos, no vamos a salir”
“Vivas nos queremos”. En ese canto se apela también a un campo de disputa frente a la máquina de guerra mexicana. Se trata de reivindicar la vida frente a una política de muerte, el derecho básico a vivir y sostener una vida vivible. Una vez más, son las madres ocupando el espacio público, produciendo y haciendo justicia. Se trata de una memoria feminista que se reclama latinoamericana y que vuelve sobre las luchas pasadas, siempre inconclusas e imperecederas. En este punto se conectan las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo con las luchas mexicanas. Un grafiti y un stencil en las oficinas de la CNDH señala: “No perdonamos ni olvidamos. No desaparecemos, nos desaparecen”.
En setiembre del año pasado, en México y en toda la región, la pandemia de covid-19 parecía ser la prioridad en la agenda pública. Marcela Alemán es la voz de una madre en un espacio lleno de silencios. La voz de una madre que reponía un eco, una reverberación sonora que se escucha subterráneamente, que apunta sobre los modos sistemáticos de la violencia y la muerte en un contexto de creciente vulnerabilidad corporal. Una pandemia dentro de otra pandemia. Lo mismo puede señalarse sobre las violencias de género, las desapariciones y los feminicidios: una pandemia de violencia hacia niñas, adolescentes, mujeres, posiciones feminizadas y disidencias sexuales que se ha visto intensificada durante la pandemia de coronavirus, multiplicándose los episodios de violencia doméstica y los femicidios por el encierro domiciliario y el confinamiento.
Dos días después de la toma de familiares, el Frente Nacional Ni Una Menos México se hizo presente en apoyo y lograron tomar definitivamente la CNDH. Por aquella fecha, Mónica Esmeralda Caballero, integrante de la organización feminista, afirmaba al periódico mexicano La Jornada: “Ya se tomó la CNDH. Son muchísimos casos de desaparición y de femicidios, vienen para acá más familias, y hasta que no se resuelvan sus casos, no vamos a salir”. Durante esos días, lo que se mostró y se dejó exhibir fue la inacción política de las instituciones consagradas. Y más aún, lo que produce la ocupación y sus efectos de sentido es politizar un conflicto instaurado: la complicidad del poder político, la gestión neoliberal de lo social, el narcoestado y los aparatos de administración gubernamental.
Algo que resuena hasta en los debates más contemporáneos en tierra azteca, como una nota al pie y subtexto, refiere a la polémica candidatura al puesto de gobernador del estado de Guerrero de Félix Salgado Macedonio, denunciado por al menos cinco casos de violación y abuso sexual (denuncias que aún son investigadas por la Comisión de Honestidad y Justicia de su partido). Aun así, es apoyado por el gobernante Movimiento Regeneración Nacional (Morena) y el actual mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador. De allí se explica el lema y la consigna “rompa el pacto patriarcal”, el pacto de los señores y los caballeros sobre el que vuelve la campaña en redes sociales con los hashtags #NingúnVioladorSeráGobernador, #NingúnAgresorEnElPoder y #PresidenteRompaElPacto. La citada comisión de Morena finalizó un proceso interno y le quitó la candidatura a Félix Salgado.
“En la toma de la bastilla feminista lo que resuena es una apelación a lo colectivo, al acompañamiento, a las redes de sostenimiento mutuo y al sentido comunitario: una sororidad sobre una situación que se enmarca en lo individual y lo excepcional”.
Luego de la jornada de protestas del 8M, al otro día se dio a conocer una encuesta interna de Morena en que Salgado encabezaba las listas de “opinión positiva”, “honestidad”, “respeto al derecho de las mujeres”, “cercanía”, “conocimiento del municipio”, “cumple”, “buen candidato”, que lo posicionaban como el virtual candidato al puesto de elección.
Las ocupas feministas mostraron a la prensa la calidad de los alimentos que consumían los funcionarios de la CNDH, en señal de un lujo y una ostentación que se contraponen a la falta de presupuesto aducida por la institución gubernamental para hacer frente a la violencia de género. En los días siguientes, las activistas, familiares y madres fueron por más. El espacio de la CDNH fue intervenido con pintadas y algunos cuadros de figuras históricas fueron modificadas en su aspecto, especialmente algunos próceres considerados emblemas nacionales, como José María Morelos, Benito Juárez, Miguel Hidalgo y Francisco Madero. El cambio radical de las figuras patrias supone un cuestionamiento feminista que desborda la institución gubernamental y la acción política de la ocupación de la CNDH, y que se vuelve expansivo sobre el mundo del arte. De allí que la intervención es una acción de complemento funcional, puesto que todo emblema masculino resulta inacabado e insuficiente para la construcción de una memoria feminista mexicana. En días posteriores, las pinturas del panteón nacional de próceres, modificadas ahora con una estética punk-pop (que recuerda al arte callejero de Jean-Michel Basquiat), fueron sacadas a la calle para subastarlas.
En poco tiempo y en lo sucesivo, el edificio de la CNDH cambió de nombre por Casa de Refugio Ni Una Menos México y se convirtió en albergue para mujeres vulneradas, donde se brindarían servicios de acompañamiento psicológico, asesoría legal, alimento y hospedaje.
La comuna de México es hoy una casa ocupada que logra gestionar y sostener las necesidades vitales de un cuerpo colectivo. Lo mismo reparten despensas y alimento a la gente allegada, precarios, vagabundos y ciudadanos. Ante la falta de capital y financiación se apela a la autogestión y las donaciones; venden tazas, termos y pañuelos con frases e ilustraciones feministas para generar ingresos.
Ocupar espacios para reclamar derechos
La historia está hecha de saltos, repeticiones, vueltas y citaciones previas. La toma y ocupación de la CNDH recapitula un sedimento histórico reciente: la ocupación feminista en la Universidad Nacional Autónoma de México y, dentro de esta, en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), durante noviembre de 2019.
Ubicada a un costado de la colosal Biblioteca Central y su gigantesco mural de 4.000 metros cuadrados, la toma de la FFyL fue impulsada por la colectiva Mujeres Organizadas de Filosofía y Letras (MOFFyL) y se mantuvo por 163 días, hasta abril de 2020. La colectiva se organizó para autoabastecerse y gestionar la alimentación, la limpieza y el acondicionamiento de los salones como dormitorios. La periodista mexicana Isabella Portilla relató que, en las primeras semanas, al interior de la facultad las mujeres intervinieron un busto de Dante Alighieri, que en la cabeza llevaba una capucha y, a su lado izquierdo, agregaron una inscripción: “UNAM feminicida”. En sintonía con el centro ocupa Casa de Refugio, esta experiencia previa apunta también al registro de lo sensible, el canon artístico y cultural, acusado miles de veces de reproducir las normas patriarcales y las desigualdades patentes.
La colectiva que organizó la toma, las llamadas “paristas”, encapuchadas con una estética zapatista y Pussy Riot, reclamaban una serie de demandas articuladas en un pliego petitorio que entregaron a las autoridades de la facultad: la modificación de estatutos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para reconocer la violencia de género como falta grave, la destitución de dos funcionarios de la FFyL y la creación de una comisión tripartita encargada de supervisar el buen funcionamiento de la Unidad de Atención a la Violencia de Género. Según indicó Mónica González, abogada general de la UNAM, “hasta el momento se han atendido 1.200 casos de acoso sexual en la institución y se han despedido a 25 funcionarios”, aunque las paristas denuncian que “la atención para ese tipo de denuncias y delitos es ineficaz y revictimizante”.
Pero las demandas de la colectiva MOFFyL no se agotaban allí. Se exigía también la asignación de espacios para grupos de mujeres y disidencias, el seguimiento y la transparencia a las denuncias de acoso, además de talleres y cursos con perspectiva de género a docentes, administrativos y estudiantes. Demandaban la no criminalización de las paristas ni la destrucción de sus murales. Por último, exigían también una disculpa pública a la familia de Mariela Vanessa Díaz Valverde porque la universidad no se pronunció frente a la desaparición de la joven de 21 años ocurrida el 27 de abril de 2019.
Algo se logró durante los seis meses de toma: el Consejo Universitario modificó el Estatuto General de la UNAM para que la violencia de género fuera reconocida como una falta grave. Pero eso no es todo: desde la colectiva MOFFyL también consiguieron crear una comisión tripartita autónoma que se encargará de revisar las políticas para enfrentar la violencia contra la mujer. Las mujeres lograron además el pronunciamiento del rector, quien “anunció el mayor programa que ha emprendido la universidad para conseguir la equidad de género y combatir la violencia contra la mujer”, según detalló Portilla.
Esa multitud que ocupa espacios, se abre lugar alzando la voz. La comuna de México, el centro ocupa Casa de Refugio y las paristas de la UNAM son un verdadero laboratorio político en Ciudad Universitaria y en el centro de la antigua metrópolis de Tenochtitlan.
El 5 de febrero de 2016, en su lecho de muerte, la activista travesti argentina Lohana Berkins decía: “El tiempo de la revolución es ahora, porque a la cárcel no volvemos nunca más. Estoy convencida de que el motor de cambio es el amor. El amor que nos negaron es nuestro impulso para cambiar el mundo. Todos los golpes y el desprecio que sufrí no se comparan con el amor infinito que me rodea en estos momentos. Furia travesti siempre”. Y lo que Lohana ponía en circulación era, una vez más, la furia (declinada en rabia, odio y enojo) como afecto y sentimiento de repulsa a los poderes instaurados. Pero la furia es también un sentimiento colectivizante, un modo de organización colectiva y del espacio de lo común. Una procesión de mujeres, posiciones feminizadas y disidencias sexuales y un petitorio que se vuelve plataforma, un petitorio que se multiplica en dos, tres y mil consignas, porque la justicia no alcanza, porque es siempre insuficiente, porque siempre llega tarde, porque no repara y no restituye.
¿Acaso estamos hablando de una reforma del aparato judicial, una Justicia feminista, como proponen desde Argentina a propósito del feminicidio de Úrsula Bahillo? ¿Cómo producir un cortocircuito o, por qué no, un apagón generalizado en la máquina de muerte y sus pactos patriarcales? El desafío, entonces, parece ser doble: no sólo cómo lograr una Justicia feminista y una reforma de los aparatos judiciales androcéntricos (su inercia inoperante y su codificación cómplice), sino cómo transformar la lengua punitiva, la denuncia reactiva y su captura en medidas concretas, cómo hablar otros lenguajes que excedan a la máquina de guerra y su gramática de violencia genocida.