En el imaginario social, la diversidad está representada con todos los colores del arcoíris, los pasteles de la bandera trans y de la intersexual, e incluso por el negro de la asexual. Son algunos de los tantos símbolos. En setiembre, la Marcha por la Diversidad llena de brillo y de glitter las calles al son de los clásicos de Gloria Trevi, Lady Gaga, Madonna y Thalía. Y, al darse cuenta de que la inclusión sirve a la mercadotecnia, algunas empresas llegan a colocar las insignias del orgullo LGBTI.

Lejos de las grandes avenidas de la capital, la diversidad también se expresa en el interior de los hogares de formas menos extravagantes y rimbombantes. Por eso, esas historias corren el riesgo de desaparecer si se apaga la memoria de sus protagonistas. No es el caso de Rosario Tiscornia y Silvana Vilche, que en abril de este año fueron noticia por celebrar el primer matrimonio de mujeres en Pan de Azúcar, ocho años después de la aprobación del matrimonio igualitario en Uruguay.

La decisión de celebrar la unión en el Juzgado de Paz de Pan de Azúcar no fue aleatoria, sino totalmente intencional. Rosario se crió en esa ciudad, rodeada de rumores sobre su orientación sexual. Sin embargo, hasta el día del casamiento, nunca nadie tuvo la oportunidad de verificar el rumor. “Si me casaba en otro lado, iban a decir que era porque me daba vergüenza. Dije ‘tengo que ser noticia, la felicidad me la tienen que ver donde crecí’. En Pan de Azúcar fue el boom. Es chiquito, toda la vida viví ahí”, cuenta a la diaria. Los pobladores de la ciudad –que hace diez años eran cerca de 6.597, según datos del último censo que hizo el Instituto Nacional de Estadística (INE)–, no perdieron la oportunidad de felicitar a Rosario, pero los saludos también llegaron de otras localidades del interior, de Argentina y de Italia.

Las trayectorias de vida de Rosario y Silvana habían recorrido caminos muy distintos. Rosario tiene 48 años, es madre de una niña de 12 y estuvo casada con un hombre, al que su hija llama papá. En cambio, Silvana supo temprano en la vida sobre su atracción por las mujeres. La insistencia de su madre la llevó a ponerse de novia con un muchacho cuando tenía 15, pero no duró mucho. Terminó el liceo y se convirtió en monja. Misionó casi siete años con las hermanas Misioneras de la Caridad, una congregación que fundó Teresa de Calcuta, y cuando volvió al “mundo de afuera”, con 26 años, le costó reintegrarse. Su historia dio un giro inesperado cuando empezó a trabajar en un hotel de alta rotatividad. Con los meses, “te vas liberando”, asegura.

En el hospital donde Silvana trabaja como enfermera, se supo de su orientación sexual cuando pidió días libres para casarse. “Por mi parte, no era necesario decirlo”, comenta.

“La sociedad te marca un montón. En 45 años, nunca tuve una relación con otra mujer, no estaba segura de mí misma. En el momento que conocí a Silvana me animé a más cosas, hasta el punto de hablar con mi hija”, cuenta Rosario. La sociedad tiene su peso, pero decirle a la niña, que en aquel entonces tenía siete años, era atravesar la línea de fuego. “Primero le expliqué que el amor no tiene género y ella fue preguntando. No creo que lo haya aceptado de una, pero sí me ayudó a abrirme al mundo. Luego ella sola llegó a [la conclusión] que el amor es el amor”.

Con los años, el vínculo entre Silvana y la niña creció. De hecho, fue la niña la principal promotora del matrimonio. Una de las razones era que quería llevar el apellido de Silvana a la que, con el tiempo, empezó a llamar mamá. “Le explicamos que la familia la hace una. Cambiarle el apellido no tenía sentido, aunque hicimos las averiguaciones. No me arrepiento de nada de lo que le dije a mi hija, ni de enfrentarla al mundo y a la sociedad”, cuenta Rosario. “Esta es mi realidad, mi verdad. No tiene por qué ser su historia. Yo le digo ‘no te hagas responsable ni culpable, que nosotras nos hacemos cargo de lo que hablen de nosotras’”, es el mensaje que intenta transmitirle.

Lo cierto es que crecer con dos madres tiene efectos sobre la persona. Con orgullo, Rosario recuerda que la niña le ofreció asilo en su casa a una compañera a la que le gustan las niñas y cuyo padre rechaza la homosexualidad porque cree que esa no es la voluntad de Dios. “Cuando la jueza nos casó, ella dijo que era el fruto del amor y quería estar en todas las fotos. Este tema lo ha hablado en el liceo también. Le ha servido a ella como ser humano y como adolescente. Es un granito de arena para el futuro”, cuenta Rosario.

En su caso, Rosario dice que a su padre le costó aceptar la relación y que por mucho tiempo insistió en referirse a Silvana como “tu amiga”. Sin embargo, cuando anunciaron la boda, quiso acompañarla. Como era un momento complicado de la pandemia, la familia no quiso exponerlo y finalmente no asistió.

La aprobación del matrimonio igualitario en Uruguay fue una de las primeras conquistas legislativas en materia de derechos para las personas LGBTI, en 2013, cuando el casamiento entre mujeres y varones venía menguando, según datos del INE y de investigaciones realizadas por la demógrafa Wanda Cabella y el sociólogo Gustavo Leal. Fue además el duodécimo país del mundo en permitir los matrimonios entre personas del mismo sexo y el segundo de América Latina. A sus 50 años, Silvana se casó con Rosario, un día de sol, el 15 de abril.