Carmen Beramendi es investigadora en género y políticas públicas de igualdad. Hoy es consejera honoraria del Fondo de Mujeres del Sur y asesora de género de la Intendencia de Montevideo (IM). También se desempeñó como directora de Flacso Uruguay.

Cuenta con una trayectoria vital en la que la militancia, el movimiento feminista y las políticas públicas se intersectan. Fue dirigente sindical y estuvo detenida durante la última dictadura, junto a su hija, entre 1972 y 1979. Con el regreso de la democracia se convirtió en diputada por el Partido Comunista y después fue senadora. Fue directora del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) y fundadora de la Comisión de la Mujer del Parlamento Latinoamericano.

Esta conversación forma parte de “Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado”, una investigación transnacional de LatFem sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).

Con tu larga trayectoria, porque pasaste por distintos espacios institucionales, de investigación, de activismo. ¿Cómo ves el feminismo de Uruguay hoy?

A mí me parece que estamos pasando un momento en el feminismo en Uruguay. Me cuesta un poco nombrarlo en singular. Más allá de que un movimiento puede integrar diversas expresiones, creo que cada vez integra diversas identidades, expresiones, modos de vivirlo. Entonces, prefiero hablar de los feminismos y de cómo esos feminismos, en el movimiento feminista en Uruguay, se articulan, se tensionan, disputan.

Ha habido un avance impresionante en relación con los niveles de algo para lo cual no sé si la palabra adecuada es masificación, que a veces tiene una connotación negativa. Es una llegada y alcance a lugares impensables. Me parecen maravillosos, por ejemplo, estos 8 de marzo que irrumpen, las primeras marchas masivas. En el caso de Montevideo, las primeras marchas masivas, de 2018 o de 2019, ni eran marchas porque copaban todo el Centro y no se podían mover. Luego y en simultáneo, tuvo expresiones en la mayor parte de los departamentos de Uruguay.

Algo nuevo es la llegada de improntas más territoriales. Dejó de ser un feminismo de un núcleo activista, incluso con concepciones que tenían que ver con prácticas elitistas.

Una tensión grande que siento hoy es cómo al mismo tiempo que se avanza en términos de masividad, de extensión, de diversidad, se produce un avance en términos de profundidad y eso requiere estudiar, no necesariamente en la academia, pero tener espacios de reflexión, repensarnos.

Sí reconozco valor, por supuesto, en términos de que se intenta colocar cosas nuevas. Sin ninguna duda, todo tiene que ver con la multiplicidad de identidades, algunas autoras lo señalan con preocupación, Nancy Fraser, entre otras –pienso en las italianas, como Rosi Braidotti–. Dicen: todas tenemos en nuestras vidas identidades nómades, pertenecemos a distintos lugares. Pero, ¿cómo se construye eso, luego, en un movimiento que intenta construirse como sujeto colectivo? El movimiento feminista, recuperando la pregunta inicial, ese sujeto colectivo debe ser capaz de ver cómo hace para que las distintas identidades que se han ido construyendo no subsuman ese sujeto capaz de movilizarse en conjunto, colectivamente.

Te encontrás con tensiones. Si una, por ejemplo, te dice que una mujer que ejerce el trabajo sexual –que sé que en los países hay discusiones muy distintas– no puede integrar el movimiento, me parece que no estamos entendiendo que la lucha debe ser capaz de no generar de manera permanente esto de ser o no ser feminista.

Entonces, para mí hay una tensión entre identidades múltiples que pueden no contribuir a construir el sujeto colectivo común que precisamos, que es necesario, mucho más con los embates neoconservadores o fascistas que estamos teniendo en el mundo, en la región. ¿Cómo ser capaces de convivir con esta tensión, reconociendo que es una tensión? Siempre va a haber disputas, luchas y no me parece mal. El problema es cómo la disputa por las identidades no se transforma sólo en la disputa de poder en términos de la representación.

Tenemos una visión de poder fruto del que conocemos mayormente, que es el poder de la dominación. Como conocemos esta forma de ejercicio, de liderazgo muy autoritario, muy dominante, creemos que podemos sustituir, en una cosa horizontal, el ejercicio del liderazgo. Yo defiendo el liderazgo democrático, lo defiendo y sinceramente creo haberlo ejercido. Lo que no quiere decir que esto sea el no protagonismo.

¿Cómo se ejerce el liderazgo siendo feminista?

Yo tuve un liderazgo muy protagónico. Fui presidenta de un sindicato, la primera mujer del Frente Amplio en Diputados desde la democracia. Discutiendo con una compañera que me hablaba del bajo perfil como gran valor, yo miraba a la gente que tenía alrededor y no creció nadie con ella. Cuando yo salí del sindicato, salí de la dirección del Inmujeres y, del equipo que trabajaba conmigo, había mujeres ocupando lugares de dirección en muchísimos lugares. Entonces, al final del día, tú hacés la cuenta y lo que importa es si crecen otras, si se desarrollan otras o no. No importa tanto lo de los estilos en términos personales. Sí los estilos de liderazgo democrático, como aquel que es capaz de hacer que florezca, crezca y genere otras.

¿Qué características tiene una política pública feminista?

Estamos en una construcción. No sé si puedo definir la política pública feminista, sino más bien qué es lo que desearía de una política pública feminista o lo que entiendo que debería ser. Dentro de la política pública yo tengo dos experiencias, una a nivel nacional y otra a nivel municipal.

En la política pública nacional lo que hicimos fueron políticas públicas de igualdad intentando que tengan como norte y como indicador, en cada acción, el principio de igualdad, que es el principio que debería ser orientador en la política feminista. Cuando entré al Inmujeres tenía 13 funcionarias que, en general, tenían escasa formación. Era un lugar subsumido dentro de otro, dentro del Estado. Éramos un área chiquita, no teníamos presupuesto propio. Cuando terminamos la gestión había departamentos armados, institucionalidad montada, recursos.

Todo era difícil. Muchas veces me he preguntado si la dificultad que me tocó a mí era sólo un tema mío o si era también de la política. Sinceramente, creo que no es para quitar la tensión que existió, era una cuestión de todos lados. Había políticas de género, pero esto no significa políticas feministas. La política para que sea feminista tiene que ser una política de género transformativa, una política de género que efectivamente se meta con lo estructural. En el Estado, meterse con lo estructural es tremendamente difícil. Por eso para mí lo que hay es un proceso de construcción. Para que sea una política pública integral feminista tiene que ser capaz de tener llegada a múltiples públicos diversos. Tiene que ser muy atrevida y dispuesta a trabajar con los malestares, el enojo.

Estuve trabajando la transversalización de género en organismos públicos, y logramos avances importantes. Llegamos a compromisos impresionantes con el directorio. Pero con los propios espacios de género, integrados por feministas, cuando se enfrentaban a hombres con poder, era dificilísimo. Estaba en juego su trabajo y su permanencia en lo que estaban haciendo. La que está cotidianamente y tiene que enfrentar todos los días la realidad de que te encontrás con que te dicen “integramos género” y pedís la información desagregada por sexo y no está, cosas tan básicas como esa: preguntás cuántas funcionarias mujeres hay en este lugar y no está. Aunque tengas muchos años de trabajar ahí, decís “¿acá qué pasa?”.

Trabajar en feminismo en el Estado requiere información, requiere construir sistemas de información, requiere plantearse metas que sean efectivamente transformadoras del orden de género imperante en esa institución. Transformadoras, que es distinto a la paridad, a la llegada de mujeres a determinados lugares.

Veo hoy problemas con el acoso en el trabajo, que vienen de larga data. Hay testimonios de mujeres que dicen “yo he vivido esto”, mujeres que me llamaron cuando se enteraron del proceso de investigación que estaba haciendo, de intervención, y me decían “yo me tuve que ir, me fui del Estado por el acoso que vivía”. Les preguntaba “¿pero tú con quién hablabas?”. Y había una trama ensamblada de directores, funcionarios que venían de larga data, con prácticas muy patriarcales. Nadie se enteraba. Y yo preguntaba con nombre y apellido: “¿Hablaste con Fulana?”.

Entonces, me parece que, en lo que tiene que ver con las políticas hacia la ciudad, son muy buenas. En lo que tiene que ver con las políticas nacionales hacia las mujeres, muy buenas. Dentro del aparato estatal, todavía no.

“La política para que sea feminista tiene que ser una política de género transformativa, una política de género que efectivamente se meta con lo estructural”.

Vos decías que para tener una política pública feminista hace falta meterse con la estructura y desde el Estado es realmente muy difícil. Eso aparece como un obstáculo estructural. Pero hay obstáculos más de lo diario, de la micropolítica. ¿Cuáles son esos obstáculos, según tu experiencia, que hacen que, realmente, el desarrollo de una política se frene en lugares?

La escasa formación en feminismo. En teoría y en desarrollo conceptual. Se define fácilmente algo como feminista. Te puedo decir “sí, tenemos una política equitativa…”. Pero también hay distorsiones conceptuales. En Uruguay arrancan los gobiernos de izquierda a nivel nacional en 2005 y en Montevideo desde 1990 gobierna el FA. En ese momento era muy fácil hablar de equidad; la equidad había pasado el examen, pero la igualdad no. Hay maneras de ver si efectivamente construimos o no igualdad. Tiene que ver no sólo con la posibilidad de acceso a los recursos. Cuando priorizo la política pública que efectivamente genera empleo, si además priorizo una política pública que genera empleo para las mujeres, si priorizo la política pública que busca la llegada a lugares donde no había nada, si a nivel del sistema educativo se llega a lugares donde antes no. Todo eso hace una política que busca la equidad. La igualdad plantea la meta en términos de resultados y piensa en términos de resultados.

Me encontré, muchas veces, con mujeres en el Estado que venían de una formación de izquierda marxista, o incluso marxista-leninista, mujeres que venían de una posición según la cual la clase es lo determinante y la pobreza pasa a ser el objeto de erradicación más importante, cosa que comparto: es inaceptable la pobreza extrema, es inaceptable que haya gente que no tenga los recursos mínimos para ello. Pero cuando ingresé, me planteaba esa tensión, con todo lo que se estaba precisando en materia de recursos para las mujeres de la pobreza. Entramos al gobierno con el primer Plan de Emergencia, es decir que en el primer plano de la prioridad estaba atender la emergencia. Lo que no había era la comprensión, en esta micropolítica, incluso llevada adelante por mujeres, de la necesaria articulación: no es que lo sustantivo es la clase y después el género, sino que el género tiene mucho para aportar. La perspectiva de género aporta a la erradicación de la pobreza.

Hoy encontrás otros discursos, pero en ese momento fue una disputa. Yo también vengo de una formación marxista, por lo tanto también tuve grandes disputas con estas cuestiones del feminismo. ¿Cuál es la contradicción principal, la de clase? ¿Resuelve, la contradicción de clase, todas las demás por añadidura? Nunca. No es cierto. No sólo no es cierto, sino que se pierde la oportunidad de pensar en términos de que el feminismo y la perspectiva de género como categoría, como instrumento, como herramienta y como categoría de análisis aportan a esto una mirada incluso a la pobreza, mucho más multidimensional.

Hacer una política feminista, entonces, primero requiere convertir al Estado, o que empiece a revisar sus prácticas.

Al mismo tiempo, creo que las políticas públicas son permanentes. Me gusta mucho la definición de Virginia Guzmán: el espacio privilegiado de articulación del Estado con la sociedad. Ese espacio de articulación del Estado con la sociedad implica reconocer que es un proceso, que tiene que contextualizarse, y no puedo hacer la misma fórmula que hizo Montevideo en el resto del territorio nacional: hay cosas que valen en Artigas y no valen en Rocha y no valen en Maldonado. Ese reconocimiento de la contextualización y de la necesidad de la articulación de la política pública entre Estado y sociedad es una clave.

Tuvimos debates tremendos, compañeras con trayectoria feminista del lugar más cercano me decían “no hay condiciones para hacer una política y construirla participativamente, porque la participación supone un proceso largo y tenemos cinco años, tenemos que instalar las primeras políticas nacionales de igualdad”. Fue un esfuerzo monstruoso, que tiene un componente muy militante. Una compañera dijo: “nNo, el movimiento no nos va a poder acompañar si lo hacemos con esta lógica”. La realidad es que el movimiento no iba a las asambleas departamentales. Fueron las mujeres rurales. Escasamente participó el movimiento feminista. Estoy hablando de las primeras políticas a nivel nacional. Entonces yo decía: “Estamos haciendo algo mal nosotras”. Pero había una cuestión de tiempos distintos que tiene la discusión a nivel estatal, distintos a los tiempos del movimiento.

¿Cómo es o era la relación con las feministas que estaban fuera del Estado?

Hubo una cantidad grande de feministas que ingresaron al Estado en el primer gobierno [del FA]. Ingresaron al Estado vaciando las organizaciones. Entonces había algo de que nosotras nos habíamos apropiado de la agenda. Hoy cada vez más pienso: qué mejor que se apropien de tu agenda. Después, cuando nos fuimos, todo el mundo nos extrañó y dijo: “Qué impresionante lo que se construyó”. En las asambleas del Plan de Igualdad, no faltó un pueblito de Uruguay, no hubo uno que no estuviera representado. Éramos 3.000 mujeres en el río Negro, el río Hum (como me gusta decirle), territorio donde los indígenas quedaron en los bosques, escondidos, hasta que los encerraron y masacraron a todos. Elegimos hacer en ese lugar la asamblea y fue una cosa conmovedora. En las asambleas departamentales, que hicimos en todos los departamentos, bajaban de los ómnibus con el documento y se sentaban en el patio a discutir. Yo decía “esto es increíble”. Mujeres que en general leían con dificultad, incluso. Fue un proceso maravilloso. Fue rescatado como la única experiencia de real participación que hubo en el primer gobierno. Le presentamos a la ministra Marina Arismendi, que trabajaba junto con Ana Olivera al frente del Mides [Ministerio de Desarrollo Social], con otras 1.000 mujeres de todo el país, el Plan de Igualdad. Construimos una mística. Había un himno, cantábamos “tengo un plan”, era maravilloso. Intentamos también ligar la experiencia personal: era el plan nacional y mi plan. Tu plan y tu vida. Entonces se construyó una lógica donde construir una mística también era clave.

Pero no hubo reproche del movimiento en términos del desacople. En realidad, creo que hubo, necesariamente, una revisión autocrítica del movimiento en términos de cómo le costó reacomodarse frente a un Estado que empezaba a tomar la agenda. Yo me reunía mensualmente con toda la comisión y con las representantes mayoritarias, que eran mujeres maravillosas. Tenían un protagonismo impresionante. Hacíamos mucho espacio informal también. No era como esta cosa que vi después de “consejos”. Muchas veces en esos lugares no hay posibilidad de debate.

¿Cómo son las relaciones con otras feministas dentro de la gestión, del Estado? ¿Hay espacios formales e informales de participación, de intercambio?

En términos de vínculos entre feministas, siento una tensión en la articulación intraestatal. Cuando digo intraestatal digo Parlamento, gobiernos departamentales y gobierno nacional. Hay disputas y espacios de colaboración. En el caso del Parlamento, hay una muy buena prensa de la Bancada Bicameral Femenina. Es una buena práctica que rescato pero que en general pongo en entredicho cada vez que discuto con ellas. Porque si la agenda avanza con autonomía de los partidos es una historia, si lo que hacemos es lo mismo que haríamos si no existiera ese espacio, es otra cosa. En el último encuentro hubo un acuerdo por la ley de paridad con las mujeres de todos los partidos. Hace unos años, cuando algunas defendíamos la paridad, compañeras dentro de la izquierda nos decían: “No hay condiciones en Uruguay”. Las propias compañeras feministas decían: “Avancemos con la cuotificación y después vemos”. Ahí hubo toda una discusión fuerte. En el primer año que estuve en el Parlamento, el 90, éramos seis mujeres. Era patético lo que ocurría a nivel de la representación política de las mujeres. La cuota sale en 2009, de 30% y con un carácter minimalista. De tres lugares, el tercero era para las mujeres.

La cuota, el cupo y la paridad fueron y son instrumentos importantes, pero también están en discusión sus limitaciones, las trampas que genera la propia política. ¿Qué reflexión tenés sobre esto?

En una encuesta ante la posibilidad de la paridad en el Parlamento, 70% de la población contestó que está de acuerdo con que haya tantos hombres como mujeres. El nudo más importante lo tenemos a nivel de los partidos. Vos tenés, por ejemplo, mecanismos de representación en el interior con un diputado o dos por departamento. Entonces ahí la disputa es feroz. Si las mujeres no ocupan el primer lugar, no salen. Porque no tenés dos diputados, tenés uno por departamento.

También está toda la cuestión, muy metida entre la izquierda, de la meritocracia, que me parece otro obstáculo conceptual fuerte. En un congreso del FA a mí me dijeron: “Me gustaría que todas lleguen como llegaste vos”. Yo respondo: “¿Qué sabés cómo llegué yo?”. Había muchos hombres y mujeres, pero en ese Congreso del FA no se permitió la cuota, no se permitió la discusión. “No se puede discutir eso porque divide la clase…”, te dicen. Los mecanismos de defenestrar por qué las mujeres llegan es una cosa impresionante. Descubrí tanto relato y tanto mal gusto sobre mi trayectoria vital, decía “no puede ser que me adjudiquen eso”. Porque no lo pueden creer.

No tenemos que ser excepcionales. Lo que permite la paridad es que las mujeres comunes lleguen. “El día que haya tantas mujeres incapaces como hombres incapaces hay hoy, llegaremos a la igualdad”, escuché decir.

Las compañeras que sí llegan muchas veces son asignadas a determinados reductos, lo que nosotras llamamos el nicho de género, el cuarto propio. No sé si vos lo ves como un riesgo o como una potencia. ¿Cómo pensás este problema?

La semana pasada volví a leer Un cuarto propio, de Virginia Woolf. Cada tanto lo hago. Creo que las mujeres seguimos precisando espacios propios. Estoy convencida de eso y no quiere decir que a esos espacios no puedan ingresar varones. Hablo de espacios propios en el sentido de la construcción de una lógica que subvierte la lógica dominante. Cuando fui diputada teníamos un espacio de género, yo le llamaba “el rincón de género”. Se asustaban. “¿Qué pasa ahí, de qué hablan cuando no estamos nosotros?”. Hablábamos de las dificultades que teníamos con ellos, con nuestros compañeros, dificultades no sólo hacia el afuera, dificultades propias. No era nada institucionalizado, pero habíamos armado un núcleo y discutíamos a fondo. Eso no era posible de hablar en los espacios mixtos.

Cuando entramos en el Estado, la construcción del espacio propio es importante. El riesgo de quedar en el nicho es también muy importante. En la transversalidad tenemos la herramienta para no quedar en el nicho, pero luego requiere constituirse realmente como algo por lo cual apropiarse, con mecanismos.

En este caso, ¿qué es lo que yo veo? Se lo dije a las compañeras de Gestión Humana y la División de Género [de la IM], que son maravillosas: “Si no existiera el entramado por la igualdad que ustedes han construido, que es muy distinto al mecanismo de género, consolidando un lugar donde cada vez hay más mujeres, más feministas, no sostenés la transversalidad”.

¿Cómo ves la opción de crear un partido feminista?

Muchas veces nos ha tentado. ¿Y si hacemos, no un partido, pero una lista de mujeres? No lo descarto, pero tampoco me parece que resuelva. Y me parece que tiene grandes riesgos, porque vas a encontrar mucha dificultad en feministas que están dando batalla dentro de sus sectores políticos. La lucha hay que darla acá. Hay una tendencia de vuelta a los márgenes. Frente al fracaso del Estado, la vuelta a los márgenes o, por ejemplo, mujeres que nunca estuvieron trabajando en lo territorial, feministas bastante encumbradas acá, que hablan todas de la vuelta al territorio, y ¡nunca estuviste en el territorio, vieja! ¿De qué me hablás cuando hablás de la vuelta al territorio?

Me parece que hay una suerte de idealización del espacio propio. El espacio propio para mí tiene valor en la medida en que es el que te permite la disputa con el espacio mixto. Entonces, si te permite eso, si vos ganás en autonomía, en argumentación, si el espacio propio te hace irte con energía, yo creo en la necesidad de los espacios propios. No un partido, un partido feminista, no lo veo.

Para pensar en mujeres en lugares de liderazgo, en términos de Uruguay, quiero la paridad y una presidenta mujer: las dos cosas, una democracia paritaria y una representante mujer.

¿Querés ministerio específico para las mujeres también? ¿Hacés una buena evaluación de la creación de esos espacios en la región?

Sí, que se jerarquice a ministerio. La evaluación que hago es que permite estar en el corazón del debate en igualdad de condiciones. Eso no garantiza la distribución de los recursos. Si el mecanismo de género realmente articula y se construye la política pública articulando con la sociedad, es una historia. Si eso no ocurre, es otra historia.

“Para pensar en mujeres en lugares de liderazgo, en términos de Uruguay, quiero la paridad y una presidenta mujer: las dos cosas, una democracia paritaria y una representante mujer”.

Hay algo muy propio de los espacios de izquierda críticos hacia los feminismos, de lo que vos hablabas en términos de “feminismo versus popular”. Se dice que es una agenda de minorías, que se ocupa de cuestiones simbólicas, que no es la contradicción principal. ¿Qué actualidad le ves a esa discusión, realmente, en los espacios políticos?

Mucha.

Hablemos de eso. ¿Y qué responsabilidad nos cabe de esa asociación?

Siempre lo vincular es de ambos lados. Las responsabilidades tienen más que ver con quienes tienen más poder, pero nosotras también estamos en la construcción, como feministas, de un poder alternativo. A veces es difícil creernos eso. Inicialmente esto tuvo carácter, en términos de la disputa, de minorías. Incluso se creó una concepción muy vanguardista y elitista. Yo estoy muy enojada con las posiciones vanguardistas en política en el sentido de pensar que hay un núcleo que nos va a salvar. Eso tiene que ver con mi posición política hoy, que es un entrevero. Vengo del marxismo, considero que hay cosas muy importantes que le aportó a la izquierda, pero creo que también hay cosas que no entendieron, cosas que decía Hegel primero, Engels después, en relación con la familia, la propiedad privada y el Estado, cómo cuestionaban y hablaban de que la primera dominación era la que hacía el hombre hacia la mujer. Se olvidaban de esto. Entonces, hice un esfuerzo de discutir desde una formación no sólo teórica. De nutrirme de la teoría a la que podía acceder para discutir con ellos. Hubo discusiones que eran de carácter muy fuerte con compañeros marxistas. Utilizaron el marxismo como quisieron. Yo decía: “Marx no hizo todo eso que ustedes dicen”, hubo construcciones más instrumentales, vino el leninismo. Yo intentaba rescatar algunas cosas donde ya se veían algunos pensamientos sobre estas cosas que nosotras decíamos.

En el ámbito sindical fue tremendo, tuve que ganarme el derecho, y me lo gané porque tenía muchos votos. “De ninguna manera vas a hacer una asamblea de mujeres, vas a dividir la clase”, me decían. “Yo lo voy a hacer. En el descanso vamos a pedir que los hombres descansen antes y que queden solas las mujeres, porque ninguna habla cuando están ustedes hablando, ustedes gritan, ustedes hablan de una manera que no las deja hablar”. Yo estuve en la universidad, fue muy fácil para mí ser dirigente sindical, estuve presa siete años, me validaron por presa política. “La compañera estuvo presa siete años…”. Con eso me validan. Yo no me daba cuenta, muchas veces, de estas cosas. Te das cuenta, en el ejercicio de la política, las cosas que sufrimos las mujeres. Mujeres que ingresan a la política muy antiparidad y anticuota y al poquito tiempo se dan cuenta. Es tremendo este mundo, es despiadado. La no validación de la palabra, el ninguneo. Hablás, decís una cosa interesante, nadie te responde. Uno dice lo mismo mal dicho, mucho peor, y dicen “la gran idea del compañero…”.

Creo que la interseccionalidad aporta una herramienta conceptual muy valiosa, también fue resultado de luchas sociales. Sigo pensando que las determinantes socioeconómicas son determinantes del conjunto de las desigualdades. Tiene que ver con mi formación marxista. Hay una estructura de dominación económica que es determinante, pero no es la única. Si no resolvemos el salario mínimo vital para todas las personas, no vamos a resolver una política de igualdad. Al mismo tiempo, si vos integrás la perspectiva de género al tema de la pobreza, vas a lograr que muchas más mujeres salgan de la pobreza que si no lo integrás. Por lo tanto, no estás haciendo un adorno, estás aportando a la política central. Entonces, la política central, con una perspectiva interseccional, se empieza a transformar en una perspectiva más integral. Es difícil, pero es parte del aporte.

Yo hablo de la superestructura y de la estructura de dominación económica. Hablo de eso porque me parece que es así. Es de Nancy Fraser: reconocimiento y redistribución. Creo que es muy importante volver a la redistribución, porque en esta cuestión de las identidades nos quedamos mucho con la representación y lo identitario. Estamos perdiendo la disputa por la desigualdad, que es lo que genera gente muriendo de hambre.

˃ “Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado” es una investigación especial transnacional de LatFem sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).