Isabel Pérez de Sierra es investigadora y docente de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) Uruguay. Se formó como docente en Filosofía, tarea en la que empezó su interés por el estudio de las prácticas educativas, y además es magíster en Género y Políticas de Igualdad. A partir de la combinación de sus estudios, se abocó durante seis años a la investigación del vínculo entre educación, género y políticas de cuidado. Producto de este trabajo, en diciembre de 2022 publicó el libro Primera infancia e igualdad de género en las prácticas cotidianas de educación y cuidados. Una trama en construcción, editado por Flacso y que está disponible en la web.
“Tradicionalmente, las políticas públicas de infancia han tenido escasa relación con las políticas de igualdad de género y viceversa”, escribió Pérez en el prólogo del libro. Precisamente, el objetivo de este material es dar cuenta de cómo ha sido la “construcción de política pública” que involucra estas aristas, dijo la investigadora en entrevista con la diaria. Además, en el texto destaca la importancia de que las instituciones educativas de primera infancia acerquen a niñas y niños a una “perspectiva crítica de las desigualdades de género” para apostar a una “transformación” social y tener infancias “libres”, expresó.
El libro se estructura en dos partes. En la primera se presentan “aspectos teóricos y experiencias de institucionalización de la perspectiva de género en los ámbitos de la primera infancia”, contó Pérez de Sierra. En tanto, la segunda parte recoge estudios realizados por mujeres egresadas del Programa Género y Cultura de Flacso: “Son análisis de un problema de desigualdad de género en su centro de primera infancia”, explicó la investigadora. En diálogo con la diaria, la autora habló sobre los contenidos del libro, el vínculo “ineludible” entre educación, género y cuidados en la primera infancia, y los desafíos en materia de elaboración y aplicación de políticas públicas en esta materia.
¿Cómo se vinculan el género, la educación y los cuidados?
Se vinculan por muchos lados. Es difícil hacerlo en términos amplios por cómo se pensó la política de cuidados en Uruguay y la población que se tome en cuenta. En el caso de la primera infancia, el vínculo entre lo educativo y los cuidados es muy claro. El género se cuela por todos lados, y más en las prácticas educativas. Tiene que ver con cómo nos concebimos, cómo nos representamos, cómo nos vinculamos, cómo integramos la diversidad de identidades y no nos quedamos en una lectura binaria. En la investigación vimos que en la primera infancia hay un vínculo entre estos tres aspectos que se puede dibujar con más claridad, a pesar de que muy pocas veces la política había puesto el foco ahí. Está la idea de que en esa primera educación hay mucha libertad y parece que las y los educadores no incidimos en nada. Y, en realidad, a partir de la investigación, podemos sostener que los sesgos adultos están todo el tiempo traduciéndose en habilitaciones, inhabilitaciones, formas de determinar y condicionar el desarrollo de niñas y niños. La primera infancia es un momento crucial para intervenir con perspectiva de género.
¿Y la relación entre políticas públicas dirigidas a la infancia y las políticas de igualdad de género?
En Uruguay, cuando se creó el Instituto Nacional de las Mujeres [Inmujeres], en 2005, dedicó sus líneas de trabajo a otras cuestiones. No tenía un espacio institucional ni una línea de política que estuviera dirigida a pensar la relación entre las infancias y el género. Por otra parte, el INAU [Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay], principal actor institucional en políticas de infancia, venía de una larguísima trayectoria en la que el género había aparecido en elementos puntuales, pero no en políticas ni instrumentos concretos. No existía en ninguno de estos ámbitos una herramienta ni una línea concreta de política que pusiera en práctica ese vínculo. La construcción del Sistema Nacional Integrado de Cuidados [SNIC] en 2015 tuvo un lugar importante en el impulso de construir esas herramientas que permitieran institucionalizar las líneas de trabajo conjuntas.
Desde entonces, ¿qué avances hemos tenido?
Eso ya es más complejo de responder. Entre 2016 y 2020 hubo mucho trabajo en este sentido. En el marco de esta investigación, se llevó adelante un acompañamiento a 18 centros de primera infancia públicos y privados, que fue interesante porque no sólo aspiraban a tener el sello Cuidando con Igualdad [del Ministerio de Desarrollo Social], sino que hubo todo un proceso de involucramiento con la herramienta, se hicieron diagnósticos participativos de género en las instituciones y se pensaron planes de mejora. Lo otro que pasó en ese período fue que el INAU adoptó una política de formación en género muy activa, becó un montón de funcionariado para esa formación. A partir de 2020, eso empieza a quedar en un lugar no tan privilegiado. El INAU hace un viraje en las líneas prioritarias y el género no aparece entre ellas. Por su parte, Inmujeres no ha vuelto a hacer un llamado de estas características [para acompañar centros educativos]. Hay un estancamiento.
En la introducción del libro planteás que “las instituciones educativas, incluyendo las de primera infancia, no son neutras desde la perspectiva de género”. ¿A qué te referís?
En general, se ha planteado que las instituciones educativas no inciden en las relaciones de género. Sin embargo, hay varias autoras que hace bastantes décadas sostienen que esa pretendida neutralidad es en realidad “ceguera de género” porque se considera que los impactos de las prácticas y acciones de las instituciones son iguales para todas las personas, pero no es así. Desde el punto de vista del género los impactos son diferenciales y, si no entendemos eso, estamos reforzando las desigualdades en lugar de neutralizarlas.
¿Cómo reproducen las instituciones educativas las desigualdades de género?
Lo hacen, por un lado, a través de mecanismos formales como los criterios de evaluación y de pasaje de grado; allí, en general, no miran las trayectorias distintas. En educación media, una de las cosas que hizo el SNIC fue pensar en las estudiantes que eran madres y que habían dejado la educación media por esa razón, y pensar espacios de cuidados para esas hijas e hijos que permitieran una continuidad de esas mujeres en el sistema educativo. Por otro lado, está la dimensión de las prácticas y acciones cotidianas. Nadie está exento de estar en esta cultura patriarcal, no hay forma de evadirnos de eso. Inconscientemente estamos todo el tiempo reproduciendo prácticas sesgadas, a veces violentas o reforzadoras de la desigualdad. En el caso de la primera infancia, aparecen una serie de elementos que a veces son hasta invisibles y que hay que empezar a ponerse los lentes y mirar con particularidad. Por ejemplo, muchas veces, en los espacios de juego no reglado donde se disponen elementos para que niñas y niños puedan elegir con qué jugar, los objetos disponibles tienen sesgos de género. Recuerdo una sala de un CAIF en donde había, por separado, bebotes y cubos. Automáticamente, los niños fueron hacia los cubos y las niñas hacia los bebotes. También se reproducen a través de otros elementos que tienen que ver con el uso del espacio. Hubo un caso de un CAIF que en el patio tenían chivitas –bicicletas de madera que no tienen pedales–, pero no alcazaban para todas y todos, las agarraban quienes salían primero al patio. Las educadoras de ese centro se dieron cuenta de que sistemáticamente quienes salían primero eran los varones, entonces hicieron un cambio en la salida al patio para que alguna vez las niñas pudieran agarrar una bicicleta.
¿Qué importancia tiene entonces introducir la perspectiva de género en los centros educativos que trabajan en la primera infancia?
Para mí es crucial porque hay elementos que después se van acentuando. En la medida en que intervengamos en esa primera etapa estamos haciendo gran parte del trabajo de transformación. Estoy convencida de eso. Además, hay una cosa que suele aparecer en los actores que trabajan, sobre todo, en la primera infancia, que es esto de que “aquí no hay nada que hacer porque todavía están libres, todavía no tienen esos elementos culturales que tenemos nosotros”. Y, en realidad, eso es absolutamente falaz porque desde antes de nacer estamos preguntando de qué sexo es el bebé, qué cosas va a tener y de qué colores. Cuanto antes intervengamos en esos sesgos, mandatos y habilitaciones que socialmente nos van estructurando, antes podemos transformarlas.
¿Qué posibilidades abre para las niñas y niños acercarlos a una perspectiva crítica de las desigualdades de género?
Habilita la libertad. Algo interesante es que lográs desestructurar las respuestas prehechas. Uno de los planteos que nos hacían las educadoras era si tirar todos los materiales que ya tenían, como los cuentos clásicos. Nosotros les decíamos que no. No hay que omitir esos recursos, sino dejar abiertas las preguntas. No se trata de dar nuevas recetas, que sean distintas u opuestas a las que ya tenemos, sino de propiciar marcos más habilitantes de las prácticas diversas y de formas de relacionarnos más amorosas.
¿Esto cómo puede beneficiar a la sociedad en su conjunto?
No hay posibilidades [de cambio social] si no se trabaja en todos los frentes. Creo que las infancias tienen mucho para interpelar a las personas adultas y si, además, las instituciones se hacen cargo y dan mensajes en esta línea, también se va transformando a las familias. Eso lo vimos en el proceso de investigación: las familias se empiezan a interpelar y a cambiar las formas de ver.
En términos generales, ¿con qué se encontraron en el desarrollo de los estudios?
Encontramos que en los espacios de CAIF, fundamentalmente, ya venían trabajando en la incorporación de la perspectiva de género. La mayoría de las prácticas no tendían a reforzar una mirada conservadora desde el punto de vista del género, lo que pasa es que siempre hay mecanismos invisibles e inconscientes por los cuales seguimos reproduciendo estereotipos y reforzando desigualdades. Otro hallazgo importante es que no hay cambio posible si esto es iniciativa de las personas sueltas. Los cambios son posibles si hay instituciones que respaldan esas acciones. El poder de la institución es mucho mayor que el de la iniciativa individual.
¿Qué aspectos deben tener en cuenta las instituciones para incorporar la perspectiva de género en sus prácticas y acciones?
En las instituciones que trabajan con la primera infancia hay cuatro dimensiones importantes para observar y para intervenir. La primera tiene que ver con las prácticas cotidianas pedagógicas y de relacionamiento: todas las personas que transitan por el centro educativo tienen impacto en esas prácticas y, de alguna manera, todas terminan siendo prácticas pedagógicas. La segunda dimensión tiene que ver con el relacionamiento con las familias y con las comunidades. No puedo incorporar una mirada de género y proponer cambios dentro de la institución sin mirar a las familias y la comunidad, porque incorporar la perspectiva de género no va a implicar siempre lo mismo. La tercera tiene que ver con la infraestructura, la ambientación y el uso del espacio: qué cartelería me encuentro, qué lenguaje utiliza esa cartelería, cómo están dispuestos los espacios, si tienen colores predeterminados, los nombres de las salas, entre otros. La cuarta dimensión tiene que ver con la formación del equipo en herramientas para planificar y para analizar las prácticas desde el punto de vista del género.