La dictadura cívico-militar que inauguró el golpe de Estado de 1973 en Uruguay no sólo persiguió a personas por razones ideológico-partidarias. También lo hizo por motivos morales: todas las personas que desafiaban los valores de la familia tradicional, heteronormativa y patriarcal fueron identificadas como enemigas de ese “nuevo orden” social y político que el régimen autoritario buscó instalar.
Este “autoritarismo moral” –como lo llama Diego Sempol, docente e investigador del Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República– afectó particularmente a las mujeres trans –en aquel entonces identificadas como travestis–, que fueron perseguidas, privadas de libertad y sometidas a distintos tipos de violencia por su identidad de género. Hasta el momento, no han surgido testimonios que indiquen que los varones trans también hayan sido objeto de persecución policial durante ese período. “Eso no quiere decir que no existan”, aclaró Sempol a la diaria.
Si los relatos sobre las situaciones de violencia sexual que vivieron las mujeres cis presas políticas en dictadura empezaron a aflorar mucho tiempo después de la vuelta a la democracia, especialmente luego de la denuncia colectiva que presentaron algunas de ellas en 2011, el silencio de las personas trans en torno a lo vivido en ese período duró un poco más. De hecho, los testimonios empezaron a aparecer principalmente durante el debate en torno a la Ley Integral para Personas Trans, aprobada en 2018, que entre otras cosas establece una pensión reparatoria para personas trans nacidas antes del 31 de diciembre de 1975 que hayan sido víctimas de violencia institucional debido a su identidad de género.
Los testimonios revelan episodios concretos que exponen la persecución que enfrentaban las mujeres trans en la vida cotidiana, las prácticas institucionales a las que eran sometidas y las violencias que enfrentaban una vez que estaban presas. Por lo general, eran detenidas mientras ejercían el trabajo sexual en la calle y en los prontuarios policiales aparecían bajo el rótulo “pederasta pasivo”.
“En realidad, la prostitución en Uruguay era legal, lo que era ilegal era la prostitución en contextos de calle, que es donde precisamente las personas travestis ejercían el comercio sexual, y este fue el pretexto por el cual la Policía permanentemente acosó a esta población”, explicó Sempol, que dedicó varias de sus investigaciones a indagar sobre la violencia estatal contra las disidencias.
El investigador señaló que la violencia contra las mujeres trans buscaba tres objetivos específicos. Por un lado, “limpiar el espacio público”, ya que en esa época “la población travesti era una población que ruidosamente anunciaba esta disrupción [respecto de la familia tradicional y heteronormativa], porque era claramente visible”. Por el otro, “instaurar una idea de qué es lo correcto y qué no es lo correcto de mostrar en el espacio público, entonces qué corporalidades, de alguna forma, no estaban habilitadas”. Y, por último, tenía la intención de “obtener información” sobre actividades delictivas.
Sempol explicó que “muchas veces se detenía a las personas travestis con el propósito de conseguir información sobre actividades delictivas”, porque la Policía consideraba que “formaban parte de un mundo delictivo”. Esto “muchas veces no tenía que ver con la realidad de estas personas, que eran trabajadoras sexuales que tenían una cantidad de clientes y no necesariamente manejaban esta información fina”, pero “esta era la presunción policial por la cual muchas veces se las violentaba física y moralmente”.
El académico dijo que, a diferencia de la violencia sexual que sufrieron las mujeres cis presas políticas, que tenía un objetivo disciplinador, los testimonios de las mujeres trans revelan que, en su caso, la violencia sexual tuvo “un fin de humillación, de subordinación y de violentar el cuerpo”. “En el caso de las violencias hacia las mujeres cis, lo que se está tratando de confirmar es el lugar pasivo frente a ciertos roles activos en el activismo político, y este lugar de supuesta ‘pasividad’ en el encuentro sexual es de ‘mujer, dedicate a lo que debés dedicarte’”. En cambio, en el caso de las personas trans, “la violencia sexual busca el abuso, el usufructo de ciertos placeres sin pagar, y además la humillación de ciertas violencias que se tramitan durante todo ese procedimiento”. Así lo atestiguan los relatos de muchas de las mujeres trans que rompieron el silencio en los últimos años, incluidas Karina Pankievich y Jenifer Acosta, que compartieron sus historias con la diaria.
“Queríamos ser mujeres, por más palo que nos dieran”
Pankievich tenía 13 años cuando se fue de Fray Bentos a Montevideo. Era 1976. “Pasé muchas cosas, dormí incluso en un banco de la plaza Independencia algunas noches porque no tenía dónde vivir, hasta que después empecé a ejercer el trabajo sexual”, recuerda. “Ahí fue lo más difícil, porque la represión, las palizas, las picanas, las violaciones... No había cosa que no hicieran con nosotras”, introduce la activista, que hoy es presidenta de la Asociación Trans del Uruguay (Atru) y coordinadora para el Cono Sur de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans.
La persecución contra las mujeres trans “era tanta”, que no eran detenidas solamente mientras ejercían el trabajo sexual, sino también durante actividades tan cotidianas como “ir a hacer mandados” o mientras comían en algún bar. “Me acuerdo que nosotras le decíamos a un señor de un bar de Propios ‘te pagamos un poquito más, pero cerrá las persianas y dejanos comer’, porque nos sacaban de adentro de los bares, no te dejaban ni comer, y ahí no estabas ejerciendo el trabajo sexual, estabas comiendo. Era tanta la persecución de la Policía, que era 24 por 24 [horas], y solamente por el hecho de ser diferente y no ser como ellos querían”, narra Pankievich.
El tiempo que permanecían presas dependía de qué entidad las detuviera. “Si te agarraba Orden Público, por ejemplo, te podía tener de 24 a 48 horas por investigación. Pero si te agarraba Brigada de Asalto, Hurto, Narcóticos, esos te podían tener siete días presa por investigación. A veces daba la coincidencia de que salías a los siete días y, como no tenías un mango, así como salías de ahí te ibas de vuelta a parar para ver si tenías un peso para volver a donde vivías. Pero teníamos la tal mala suerte, que salíamos de Narcóticos y nos agarraba Brigada de Asalto, y otros siete días presa ahí adentro”, rememora Pankievich.
En la investigación Memorias trans y violencia estatal. La Ley Integral para Personas Trans y los debates sobre el pasado reciente en Uruguay (2019), Sempol señala que “si bien la persecución policial al comercio sexual callejero siempre existió, lo que cambió con el incremento del autoritarismo fueron los lapsos de detención y los niveles de violencia institucional”.
En ese sentido, afirma que, a fines de los años 60, los arrestos de Orden Público o en una comisaría no superaban en general las 24 horas, mientras que “a partir de 1974 pasaron a durar siete o 15 días”. A la vez, “los malos tratos y la tortura para obtener información sobre delincuentes (narcotráfico, contrabando, robos), al principio casi ausentes, se fueron instalando progresivamente en forma frecuente”.
Esto se condice con el testimonio de Pankievich, que durante su relato repite varias veces la palabra “ensañamiento” para referirse a las violencias que vivieron las mujeres trans en la cárcel. “No era solamente la violencia física, sino la psicológica, porque de repente a vos te ponían en un calabozo y estabas incomunicada, pero sonaba la chicharra y eso significaba que te venían a buscar para torturarte o hacerte submarino o darte picana o pegarte, para que vos entregaras a alguna persona”, explica la referente de Atru. “Te decían ‘decime quién está robando’, y nosotras decíamos: ‘No sabemos quién anda robando, si nosotras vamos a trabajar, no le preguntamos al cliente si es médico, cirujano o chorro. El tipo viene, nos paga y se va”.
Recuerda un episodio en particular: cuando fue detenida en 8 de Octubre y Garibaldi porque pensaban que era “la mujer de un tal Toro, que andaba robando en Villa Española”. “Yo les dije que me estaban confundiendo. Cuando llegué a Jefatura, me empezaron a dar. El primer piñazo me lo dieron en la boca del estómago, sin avisarme, y me doblaron que me sacaron el aire. Después estaba otro, que era tremendo, que me dio una patada en la cola que me reventó. Ahí me dijeron ‘o hablás o te vas a ir en silla de ruedas, pero de acá caminando no vas a salir’, y me tiraron adentro de un calabozo”, relata Pankievich. Unas horas después, rompió una bombita de luz contra un banco de cemento y con los pedazos de vidrio se autolesionó. “Me corté las venas para morirme”, dice, “pero me salvó uno de los llaveros que me encontró”.
La violencia sexual que vivieron las mujeres trans durante la dictadura tuvo la marca del transodio y la homofobia, pero también la discriminación por ejercer el trabajo sexual. Cuenta Pankievich: “Te decían ‘si vos chupás la pija y te hacés coger, ¿por qué no me la vas a chupar a mí? ¿No te voy a poder coger yo? Vení acá porque, si no, te meto en el calabozo’. Y bueno, algunas se rebelaban y las mataban a palos, pero otras preferíamos acceder a hacer lo que ellos querían porque después tenías que pasar seis o siete días con los machucones, con los golpes, con los dolores en la espalda de las patadas que te daban porque no querías acostarte con ellos. Había algunos que te decían directamente ‘te vamos a dar tanta pija, que nunca más vas a querer ver a un hombre para que se te vaya la putez que tenés y seas un hombre como debe ser’”. Ella dice que sólo cuenta “algunas anécdotas”, porque hay muchas más, también siniestras, como “que te pusieran desodorantes o la cachiporra adentro, o que te agarraran entre cuatro o cinco”.
La activista resalta el cinismo de que fueran fichadas con el rótulo “pederasta pasivo”: “Nosotras lo único que estábamos haciendo era ejercer el trabajo sexual, y la palabra ‘pederasta’ es cuando abusás sexualmente de un niño, y acá era al contrario; nosotras éramos las niñas, las adolescentes, que con 13, 14, 15 años, venían los clientes y nos compraban”.
“Ensañamiento”, dice de nuevo. Hace una breve pausa y sigue: “Fue un ensañamiento contra la población de travestis por solamente ser diferentes, porque no era que nosotras éramos subversivas o éramos tupamaras. Nosotras no teníamos armas, no peleábamos por ninguna causa, no era político lo nuestro. Lo nuestro era por tener una identidad de género diferente a la que ellos querían que tuviéramos”.
“Pensaban que con la violencia, con la tortura y con obligarnos a hacer trabajo sexual con ellos, nosotras íbamos a cambiar” –agrega–, “pero nosotras no queríamos ser hombres, queríamos ser mujeres, por más palo que nos dieran, por más violaciones a las que nos sometieran. Por suerte, tuvimos la valentía de seguir luchando y aguantando palo, porque hoy, a los 61 años que cumplo este año, te puedo estar contando esta historia. Muchas quedaron en el camino”.
“Nuestra identidad de género podía más”
“Lo más fuerte” que vivió Acosta fue durante los últimos dos años de la dictadura. Ella tenía “13 o 14 años” y vivía en Las Piedras. En esa época empezó a ejercer el trabajo sexual en Montevideo y dice que “ahí fue la guerra”. “Era una cacería lo que hacían con nosotras. Nos llevaban, nos detenían y nos preguntaban por cualquier cosa. Me acuerdo que estábamos todas en un mismo calabozo, dos o tres días. Sonaba una chicharra y, cuando sonaba, te llamaban, te llevaban a un calabozo chiquito, ahí te torturaban con picana eléctrica, te dejaban desnuda, atada, con agua fría. Imaginate que a veces íbamos hasta 30, 40 chicas”, relata a la diaria. “Cómo sería la psicología que nos hacían que, a veces, cuando sonaba esa chicharra, queríamos ir primero, porque si éramos 30 y estabas entre las últimas, sentías los gritos de las compañeras, y ya ibas mal. Ahí hubo hasta violaciones”, recuerda.
Consultada sobre si vivió situaciones de violencia sexual, repite: “Sí, muchas veces. Muchas veces. Muchas veces”. Y continúa: “Para que te soltaran, primero tenías que... te violaban, te violaban en todas las jefaturas. Picanas en las partes íntimas, en camas viejas de hospital con unos ganchos y resortes, ahí te ponían y te tiraban agua y la picana”.
También cuenta que a veces las “llevaban para la escollera” y les hacían “submarino” para obtener alguna información. En otras ocasiones, la obligaban a ponerse de rodillas: “Un oficial, de atrás, sentado en una silla, me agarraba de las manos, y otro de la cabeza, y me cinchaba para atrás. El que estaba adelante te daba cada patada en la boca del estómago, para preguntarme cosas que yo no sabía. Cuando ya estaba desmayada que no podía más, me llevaban a un chorro de agua fría, en invierno, que ahí te ataban con las manos para arriba y te dejaban hasta que te despertaras. Ahí podías tener fiebre, congestión, lo que sea, no les importaba nada”. “Yo con 14 años qué iba a saber”, dice; “ninguna sabía nada porque íbamos a trabajar nada más”.
Acosta recuerda que a las mujeres trans “siempre” las trataban “como varón”. “Nos decían ‘los travestis’, nos decían ‘vos vas a dejar de ser puto, vas a ver’, y ellos mismos hablaban de ‘estos putos cómo no dejan las polleras y eso que les hacemos de todo’”, cuenta. “Pero era nuestra identidad de género, podía más que todo eso”, aclara.
Al igual que Pankievich, habla de “un ensañamiento cruel”. Y asegura que, desde entonces, convive con las secuelas. “Hoy por hoy las consecuencias que tenemos todas nosotras de los riñones… […] Sufro de claustrofobia, a veces de pánico, tengo eso todavía de andar en la calle... esas cosas te quedan. El maltrato psicológico, el maltrato sexual, todas esas cosas te quedan”, asegura Acosta, que hoy tiene 56 años. “Te queda un sufrimiento horrible que una no puede borrarlo. ¿Cómo un ser humano puede hacerle eso a otro por ser o sentirse diferente?”, reflexiona, y agrega: “Soy mujer y eso no lo pudieron cambiar los palos, no lo pudieron cambiar las violaciones. No lo cambia nada”.
la diaria se intentó comunicar con otras mujeres trans que padecieron la dictadura. “Muchas no quieren dar su testimonio, no sé si por miedo, por no volver a recordar…”, señala Pankievich. “Yo te cuento a ti las cosas, pero a mí se me vienen a la mente esos momentos y es como estar metiendo el dedo donde te dieron una puñalada. Pero para que se sepa cómo realmente fue la historia, estos detalles tienen que aparecer en el testimonio”, afirma. “Si hay muchas que no quieren dar su testimonio, no quieren comprometerse o tienen miedo, yo puedo hablar por ellas porque viví con ellas, caí presa con ellas, estuve en los calabozos con ellas, y nadie me puede desmentir”, dice la activista; “mi voz habla en nombre de las demás. Mi lucha es por las demás”.
Sobrevivir juntas
En el medio de un contexto tan hostil, las mujeres trans desplegaron estrategias para resistir y sobrevivir. “Solidaridad en las comisarías o, por ejemplo, tenían toda una estrategia para avisarse cuando empezaba a recorrer la Policía, para que todo el mundo saliera corriendo, es decir, una estrategia de huida, de escape, de vigilancia conjunta”, describió Sempol.
A su vez, llevaron adelante ciertas “estrategias colaborativas”, como organizarse para llevarles comida y ropa a las que pasaban mucho tiempo detenidas, o “compartir el poco dinero que se tenía para pedir que se compraran cosas afuera”, señaló el investigador. Pankievich contó que, por ejemplo, “si éramos tres paradas en una esquina, caían dos milicos, nos llevaban a dos y una se salvaba, esa que se salvaba podía llevarnos una frazada o un plato de comida a la Jefatura”.
“Había una cantidad de estrategias de resistencia que incluso, en algunos casos, construyeron vínculos de mucha solidaridad que después van a estar en la base del activismo y la construcción del sujeto político trans”, afirmó Sempol. El académico dijo que, de hecho, muchas de las personas que luego crearon la Mesa Coordinadora Travesti en 1991 “se conocieron ejerciendo el comercio sexual en calle, en plena dictadura o en los primeros años de democracia, y resistiendo toda esta persecución policial”.
La ley trans: un punto de inflexión
La aprobación de la Ley Integral para Personas Trans en 2018 marcó un antes y un después para las mujeres trans que sobrevivieron a la dictadura. En primer lugar, porque estableció una pensión reparatoria para todas las personas trans nacidas antes del 31 de diciembre de 1975 que hayan sido víctimas de violencia institucional y/o privadas de libertad por su identidad de género, una política que las incluye a ellas específicamente. Segundo, porque el propio debate sobre la ley habilitó espacios para que muchas empezaran a contar lo que vivieron en aquella época. Pero, además, la propia creación de la reparatoria significa que el Estado reconoce su responsabilidad en la violación de los derechos de las personas trans durante ese período.
Desde que entró en vigencia la ley hasta ahora, se aprobaron 186 solicitudes de pensión reparatoria, según aseguró Pankievich, que desde 2019 integra la Comisión Especial Reparatoria en representación de la sociedad civil. “No te va a solucionar la vida, son 15.000 pesos, pero te da la posibilidad de que tu vejez sea más digna”, acotó la activista.
“La reparatoria te cambia; yo hasta que no la tuve tenía que seguir saliendo a la calle a hacer cualquier cosa por 100 pesos para el pan y la leche. A mí me cambió la vida”, evaluó Acosta. Dijo que hoy, después de todo lo que vivió, gracias a esta pensión, se siente “muy agradecida” y “feliz”. “Como si me hubiera sacado el 5 de Oro”.