La reparación a las víctimas de violencia sexual no implica sólo que puedan acceder a la Justicia. También tiene que ver, y quizás sobre todo, con que el Estado pueda garantizarles una atención en salud mental que sea gratuita, de calidad, sensible al trauma y no revictimizante. No es banal ni caprichoso cuando más de la mitad de las sobrevivientes de violencia sexual presentaron alguna vez ideación suicida, mientras que cerca de 80% de las víctimas de violación, en particular, tuvieron intentos de autoeliminación, de acuerdo con investigaciones regionales consignadas por el colectivo Proyecto Ikove.

En Uruguay, los servicios públicos de salud mental no contemplan tratamientos específicos para las personas que vivieron violencia sexual, pero, además, los que existen están desbordados. A la vez, los destinados a la atención de víctimas de violencia de género abordan situaciones muy específicas –por ejemplo, sólo si la violencia fue ejercida en el marco de la pareja o expareja– y en la mayoría de los casos ofrecen espacios de escucha grupales. El resultado es que, hoy en día, sólo pueden acceder a una psicoterapia individual aquellas personas que pueden pagarla.

Micaela no está dentro de esta última estadística. Ella sufrió violencia sexual durante su niñez y adolescencia por parte del hombre que era pareja de su madre y llegó por primera vez a una psicóloga ya de adulta, cuando su historia le “estaba explotando” por dentro y “ya no daba más con la depresión”, como describe a la diaria esta mujer que prefiere resguardar su identidad. Sin embargo, tuvo que abandonar el acompañamiento en marzo de 2024 porque no tenía (y no tiene) cómo costearlo.

Micaela, que hoy tiene 27 años, denunció a su agresor en junio de 2023 y diez meses después, en abril de 2024, la Justicia lo condenó a cuatro años y seis meses de prisión por reiterados delitos de violación y atentado violento al pudor en reiteración real. Pero eso, como reparación, no alcanza. “Ya hace meses que lo penal terminó, pero mi mente todavía está destruida, apenas puedo hablar, manifiesto mis miedos en mi hija y les tengo miedo a todas las personas que me rodean que son de la edad de él”, dice ella ahora, y reconoce que ya está pensando en el momento en que el hombre salga de la cárcel. “Yo necesito la ayuda psicológica para poder fortalecerme mentalmente porque, si eso pasara hoy, sería imposible para mí, psicológicamente, poder seguir. Pila de veces durante este proceso quise terminar conmigo, porque es muy cansador”, asegura.

Ante esta situación, decidió presentar una demanda ante la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDDHH) para que el Estado financie su tratamiento psicológico, aunque su objetivo es que esto se extienda a todas las demás víctimas de violencia sexual.

Para ella y para todas

La demanda fue presentada el 13 de diciembre. Lo que Micaela pide en concreto es que la INDDHH le recomiende al Ministerio de Salud Pública (MSP) el financiamiento de psicoterapia en la mutualista de la que ella es socia o en la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), sin que eso implique un cambio de su prestador de salud, según se lee en el texto, al que accedió la diaria. Solicita además ser atendida por una psicóloga mujer, con una frecuencia elegida por la profesional tratante y que, en lo posible, sea en el marco de una terapia EMDR, que es utilizada frecuentemente para abordar situaciones traumáticas.

Si bien ella asiste a un espacio de escucha que ofrece la Comuna Mujer, argumenta que ya ha “agotado todos los caminos institucionales para acceder a psicoterapia gratuita”, dado que no puede aplicar a los consultorios de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República por no formar parte del “público objetivo”, y tampoco a los programas de Bienestar Universitario porque no es estudiante de la institución.

Por otro lado, señala que no puede acceder a ASSE porque debería desafiliarse de su mutualista y allí se siente contenida por el equipo de profesionales que la atiende desde hace años. También queda excluida de los programas del Instituto Nacional de las Mujeres “al no poseer un proceso judicial de protección en trámite”. En el escrito, agrega que, además, los aranceles sociales de la Coordinadora de Psicólogos “son altos” para sus ingresos económicos.

Inicialmente, Micaela hizo un pedido al MSP, que le respondió que no era posible la atención de salud mental en ASSE sin desafiliarse del prestador privado. Ante esa respuesta, presentó una petición administrativa en la que planteó tres solicitudes posibles: que la cartera le financie la terapia en la mutualista, que pague la atención en ASSE o en el Ministerio de Desarrollo Social sin que tenga que desafiliarse de su prestador, o que directamente “se ingrese la psicoterapia como una prestación gratuita hacia todas las mujeres víctimas de violencia sexual”.

Ella lo dice de forma contundente en la demanda que presentó a la INDDHH: “El Estado debe brindarme atención en terapia por haber sufrido violencia sexual: es su obligación”. Recuerda que así lo establece la ley de violencia basada en género cuando lo señala como responsable de “atender y reparar a las víctimas en caso de falta de servicio”, o cuando mandata al MSP, específicamente, a “asegurar la cobertura universal y el acceso a la atención sanitaria a todas las mujeres en situación de violencia”.

La semana pasada, Micaela recibió una primera respuesta del Área Programática para la Atención en Salud Mental del MSP, que asegura que, “de acuerdo con la información aportada, desde el punto de vista técnico se considera pertinente la posibilidad de recibir atención psicológica” según el Decreto 305/011, que estableció la obligatoriedad de brindar atención psicológica en todos los prestadores del Sistema Nacional Integrado de Salud a personas de entre 15 y 30 años. Ahora el trámite quedó en manos de la Asesoría Legal de la Dirección General de Salud Ambiental del ministerio.

Si esto queda aprobado, el siguiente paso será para lograr que el MSP pueda garantizar esta prestación para todas las víctimas de violencia sexual, adelantó a la diaria el abogado Ignacio Barlocci, que representa y asesora a Micaela de forma honoraria.

Este pedido se sumará a otro que la INDDHH recibió el lunes por parte de la familia de Milagros Chamorro, la joven que se suicidó en octubre de 2024 después de denunciar una violación grupal, y que también apunta, entre otras cosas, a “la cobertura universal y gratuita de psicoterapia a todas las víctimas de violencia sexual”.

Desgaste emocional y también económico

“Estaría bueno que todas las víctimas pudieran tener acceso a una psicóloga y no tener que estar pagando”, dice Micaela, “porque el daño que nos hicieron no tiene precio, porque necesitás la parte psicológica para poder seguir avanzando” y porque, además del desgaste emocional, hay un “desgaste económico” del que pocas veces se habla. “Una hace el proceso, tiene a los abogados y todo, pero también te perjudica el trabajo”, enfatiza.

En su caso, tuvo que cambiar tres veces de trabajo durante el proceso “porque no me bancaban el tema de mi depresión”. “En mi primer trabajo yo era encargada de cocina y me tuve que certificar porque psicológicamente no estaba preparada para estar dentro de una cocina donde hay muchas cosas con las cuales me puedo lastimar. Entonces perdí plata también, porque al certificarse una pierde ingresos, y ya no podía seguir abonando la parte de terapia”, relata.

Micaela cuenta que tuvo empleadores que llegaron a reprocharle que tuviera que faltar algunos días para ir a las audiencias, reunirse con su abogado o incluso ir al médico. “Porque una también tiene que ir al médico con todo esto que pasa, porque el cuerpo lo sufre, y ni siquiera tenía tiempo para ir al médico regularmente, apenas podía ir a la psiquiatra y pagar los medicamentos, porque una no puede dormir, no puede respirar, te dan ataques de pánico. Entonces, no es solamente el proceso penal”, insiste; “está esta otra parte, que es por eso que una después no puede seguir costeando la terapia, porque hay un desgaste económico también”.

Un camino empedrado

Micaela pudo empezar a contar lo que había vivido muchos años después. Tenía miedo de posibles represalias por parte del agresor, que era funcionario policial, pero, además, las veces que intentó buscar ayuda se encontró con un muro. “A las autoridades les tenía desconfianza, porque pila de veces hablé con una asistente social, hace muchos años, le dije que estaba viviendo violencia doméstica, que él nos golpeaba, que nos había amenazado con el arma de reglamento y un montón de otras cosas más, y la asistente social me dijo que yo era menor y que no podía hacer nada. Entonces, ahí me tiró al piso”, cuenta la joven.

En otra ocasión, fue al liceo “angustiada” por lo que vivía en su casa, se lo contó a la adscripta, y ella le respondió: “Peleas hay en todos los hogares”. “Por eso me cerré también: porque siendo una adolescente intenté acudir a otros medios y se me cerraron las puertas, y tampoco tenía adónde más recurrir”, dice.

Algo parecido vivió cuando empezó a considerar la posibilidad de hacer la denuncia penal. “Sabía que [el delito] estaba por prescribir, había ido a pila de lugares y me habían dicho 'mirá que es un delito que no creo que tenga un buen final porque está muy sobre la fecha'”, recuerda. Ahora, está segura de que se logró la condena –un año antes de que el delito prescribiera–, porque durante el proceso judicial encontró “personas buenas, dedicadas a sus trabajos y empáticas”.

A la terapia llegó por primera vez un poco antes de denunciar. Lo que la impulsó a buscar acompañamiento profesional fue el embarazo de su hija, que hoy tiene cinco años. “Empecé con angustia cuando me enteré de que iba a ser una nena, me empezó a remover todo, y tenía miedo porque esa persona [el agresor] estaba cerca de mí. Entonces, todo empezó a ir despertando y creo que me salió la parte protectora y dije: 'bueno, ta'. Llegué a un punto en que no daba más con la depresión”, relata.

De hecho, la pericia psicológica que se le realizó en octubre de 2023, en el marco del proceso penal, determinó que tenía síntomas que mostraban la “presencia del síndrome de estrés postraumático”, y concluyó que su situación emocional “ameritaba” la “continuidad de su tratamiento psicológico/psiquiátrico”.

Micaela considera que “no deberían de haber prescripciones en los delitos sexuales”, sobre todo cuando las víctimas son niñas, niños y adolescentes, “porque a todo niño le cuesta expresarse y saber qué es lo que le están haciendo, y más cuando es una figura familiar, que es lo que sucede en la gran mayoría de los casos”. En ese sentido, dice que ha conocido a muchas personas de su edad que vivieron violencia sexual en la infancia, pero “no se sienten ayudadas psicológicamente, sienten que los delitos prescriben y ta. No debería ser así, porque no es fácil decir lo que te pasó y acusar a esa persona. Todos tenemos un tiempo para hablar”.

El apellido como una cárcel

Pese a que no tienen ningún vínculo de sangre, Micaela tiene el apellido de su agresor porque, cuando él era pareja de su madre, se hizo pasar por el padre biológico ante el Registro Civil para que la niña tuviera cobertura médica. En junio de 2024, una vez que el hombre fue condenado, ella inició un proceso de impugnación de paternidad ante un juzgado de familia. Busca así reparar tres situaciones: que no sea considerado más su progenitor, que ella pueda dejar de pronunciar ese apellido cada vez que concurre a una oficina pública –algo que repercute en su salud mental– y que su hija no tenga que cargar también con ese peso.

“Siempre tuve presente el querer cambiarme el apellido, pero nunca tuve la información ni los medios al alcance”, señaló; “nunca me gustó tener el apellido de él porque siento que soy su prisionera; siento que es algo que siempre va a estar marcándome”.

El abogado de Micaela explicó a la diaria que los plazos legales establecidos en el Código Civil para estos casos ya vencieron, pero que el argumento principal es que ella “no podía plantear esto antes, porque plantear esto no era sólo decir ‘quiero cambiar el apellido’, sino que tenía que contar todo lo anterior que vivió y recién lo pudo hacer a los 26 años”. Para Barlocci, no se trata de quitarse el apellido porque es “feo”: “Acá hay una cuestión de salud mental y de que el Estado asumió compromisos en materia de derechos humanos que debe tutelar”.

Ante la pregunta sobre qué significaría ese cambio en su vida, Micaela respondió sin pensarlo mucho: “Un alivio. Sería cerrar esa puerta y no abrirla nunca más”.