Cuando algo nace, incluso tiempo antes, aún en etapa de gestación, acostumbramos a depositar la fe en el futuro. En ese futuro. Casi siempre con inocencia, con ingenuidad y hasta con ignorancia, pero nos resulta necesario darle a esa expectativa el envión de una fe poética que convierta lo irreal en real. Al menos en creer que se puede. Lógico. Hay miedo, porque cada vez que se intenta algo existen posibilidades de pifiarla. Pero tal vez la cuestión no sea errarle, sino qué hacer con ese miedo. Largarse y jugársela siempre son opciones para andar el camino hacia la verdad. Porque a la verdad, para contarla, primero hay que construirla.

Cuando se da una noticia, se elabora una crónica o se hace un perfil, entre otras opciones narrativas, pasan muchas cosas. No importa detenerse en cuáles, sólo registrar que suceden, que se sienten. Pero como el periodismo, al sentir de Tomás Eloy Martínez, “no es un acto de narcisismo sino de servicio a los demás”, no alcanza con la suspensión voluntaria de la incredulidad. Muy linda la fe poética, pero si una noticia no está escrita mirando lo que está en los ojos de la gente, en la garganta de la gente, en las entrañas de la gente, en la memoria de la gente, en las palabras o en los sueños, la fe corre el riesgo de perder su efecto y de ser nada más que humo.

Lo que sabíamos de Dolores era que tenía cara de niña. Ojos sesgados, pelo castaño, sonrisa pícara propia de su edad, aunque tímida al andar. Normal para una chiquilina de 16 años. Conocíamos eso y poco más. Hasta que un día llegaron los Juegos Panamericanos de Toronto 2015. Carrera a carrera, una gurisa de Paysandú nos hizo seguir día tras día su desempeño corriendo en vela. En láser radial, decían, mientras la mayoría de los uruguayos aprendían de la disciplina tanto como podían. Cuando llegó la última carrera ya sabíamos que se denominaba medal race. Cuando terminó, el entrenador, loco de la vida, la esperaba para decirle “sos plata”. Después el abrazo a los saltos, el podio, el pabellón nacional que sube, las lágrimas más grandes que todo el río Uruguay. La deportista más joven en ganar una medalla en un Panamericano. Lola Moreira, su nombre de piel y hueso.

Cuesta recordar una expectativa mayor a la que teníamos los uruguayos antes del Mundial de Brasil 2014. Una selección con la empatía por los cielos, celeste de ídolos barriales, más un cuarto puesto en el Mundial anterior y una Copa América ganada. Porque un poco exitistas somos. Nada parecía salir mal. Hasta que llegó alguien llamado Paul Dummett. Un animal que por la liga inglesa le rompió la rodilla a Luis Suárez, pasándolo por arriba en el minuto 86 del último partido de la temporada. Increíble. Como si fuera un familiar, esa noticia nos tuvo pendientes día y noche. La operación de meniscos se transformó en cuenta regresiva, en esperanza. Había optimismo, pero yo qué sé, ¿viste? Entre las manos del kinesiólogo Walter Ferreira, un genotipo potente como el de Suárez y mucha, pero muchísima fe, se calculó que podía llegar a jugar algún partido del Mundial, pero no el primero, el del 14 de junio de 2014. Y zas, derrota con Costa Rica. En el medio de ese partido contra los ticos Suárez pidió jugar, hasta golpeó con el puño el banco de suplentes, pero aparentemente nada alteró los nervios de Óscar Tabárez. Cinco días después el goleador histórico de Uruguay le metió dos goles a Inglaterra y reencauzó la historia. “Si esto fuera una película y alguien hubiera escrito este guion, sobre todo para el público uruguayo, nadie lo hubiera hecho mejor”, dijo Tabárez. Luego vino Italia, una mordida, la expulsión como si fuera un reo, aprender. Un nuevo Suárez. No hay mal que por bien no venga.

No sabía si soñaba o si alguien me gritaba como un loco en el teléfono de línea. La noticia, lo que me querían decir, era que Milton Wynants, con una bicicleta comprada rascándose los bolsillos, el mismo hombre que había entrenado en velódromos de cemento del fin del mundo, invitado generosamente por wild card porque hay que repartir los cupos entre los pobres países, había recorrido 160 vueltas en un óvalo de madera lujosa en Sídney y ganado la medalla de plata de los Juegos Olímpicos. 20 de setiembre de 2000, la fecha de la eternidad. Fin de la carrera, un ramo de flores y la medalla colgada en el podio. Media vuelta saludando como lo hacen los humildes: con la mano. Fue el mismo día que un video recorrió el planeta al grito de “Uruguay pa todo el mundo”. La mayor gesta deportiva del siglo y premio para uno de los atletas más ganadores en la historia del deporte uruguayo.

Un aprendizaje: ver, contar, conmover. Desde los deportistas que llegaron alto hasta los que nunca van a llegar pero se atrevieron al camino. Porque nada surge de la nada. Todo germina de lo que se construye, de lo que se sueña, de lo que se pelea, de lo que se lucha ahí donde pongamos la fe. Eso también es el deporte. Y toca contarlo porque, como la vida, el periodismo no se queda quieto. Y el periodismo, según Juan Gelman, es simplemente un vecino, alguien que vive en un piso distinto que la poesía.

Asumimos el juego de la industria de la comunicación todos y cada uno de los días, en este tiempo y en el tiempo que sea. Pero esta vez con el objetivo centrado en los deportistas. Decía Paulo Freire que la felicidad sobre todo es felicidad si es con otros. Ese es el punto: las historias son suyas y sus historias hierven nuestra inspiración. De sus vidas hemos aprendido que nada ni nadie nos va a quitar ni la ilusión ni el deseo de hacerlo, de hacerlo bien. No sólo queremos concebirlo desde ustedes, sino con ustedes.

Así nace Garra.