La muerte aturde, golpea, conmociona, con la peor y asquerosa brutalidad. Esa muerte asquerosa, inmunda y vilmente ejecutada en manos de quien le da tan poco valor a la vida, se apronta en una esquina para entrar en la dimensión de la realidad que coincidirá, precisamente en esa esquina, con otra dimensión. Está a sólo cinco gestos de distancia de alguien para quien la vida no vale nada, y por tanto cotiza en nada la vida de los demás.

Mi vida ha pasado en el deporte. Mi vida es el fútbol, y sé que el fútbol no es la muerte. No debe serlo. No puede ser. Sin embargo, nos van arrinconando, con la exportación virtual de barras, bandas, mafias, y aguante que resignifican la violencia en el fútbol –unas piñatas, unas generalas y capaz unas pedradas– en organizaciones mafiosas con camisetas que cooptan la vida social y comercial de los clubes, y pugnan por territorios y muertos.

Después, entre el cerco del periodismo pretendidamente especializado y que no entiende la lógica del deporte de competición pero se siente obligado a actuar, y los usuarios de los medios sociales que se transforman en filósofos, vehículos de la moral, paladines de la ética y jueces implacables de los escenarios ajenos, terminamos casi vencidos, agobiados, doblegados por la tristeza, casi paralizados, sin respuesta.

La violencia, el deporte

Una muerte violenta, repugnante, devastadora.

Un individuo se la agarra a tiros con la multitud. La circunstancia está teñida coyunturalmente por el fútbol, porque un club ha sido campeón y está festejando. Del criminal, del agresor que tira a matar, y que además vuelve tras sus pasos premeditadamente para atacar, no sabemos por qué está ahí, y ni siquiera –aunque es muy verosímil– si pasó armado por el lugar pensando en desenfundar.

Los tiempos se juntan, las emociones se funden asquerosamente. La alegría, el miedo, la saña, la conciencia, la inconsciencia. Es justo en esa esquina que chocan la candidez de la alegría con la saña de la barbarie.

Hace más de hora y media, a 1.500 metros de allí, en el estadio Centenario, Nacional se ha consagrado campeón uruguayo 2019. Los tricolores vencieron a Peñarol 1-0 y, por lo reglado deportivamente, al ser campeones del Clausura y la Anual, ganando ese partido con el gol de Matías Zunino lograron el título.

Los hinchas y aficionados de Nacional, como campeones, son los que deben abandonar el estadio más tarde, mucho después de que los aurinegros fueran evacuados, casi enseguida después de que terminara el partido.

Se sabe: en Uruguay, en la metrópoli o en el caserío más chico, si hay un campeón hay caravana, y entonces, los 20.000 pobladores tricolores del Centenario recién pueden festejar una hora larga después de que Gonzalo Bergessio haya levantado la copa.

Por 8 de Octubre, desde la sede, y después también, confluyen alegres bolsilludos. Los que fueron y los que no, los que lo vieron por televisión y hasta los que escucharon por la radio son merecedores de ir al festejo central. Gritos, bocinas.

Lucas y Yamila, su novia, son de los que no fueron al partido, pero saben que por 8 de Octubre a la altura de la sede entrarán en vía de festejo. Van en la moto, a paso de hombre, gritando, festejando. Están en la dimensión del festejo.

Otro hombre y otra mujer, que no se sabe de dónde vienen ni a dónde iban, ni que intenciones tenían cuando cruzaron 8 de Octubre para avanzar hacia el sur por Presidente Berro, están avanzando a través de la barbarie por la dimensión de la tragedia.

Ni los que van festejando –una formación heterodoxa con gente de a pie, motos, autos, cantos, gritos y bocinazos– ni estas dos personas pertenecen a organizaciones armadas y beligerantes, barras bravas, brazos armados de equipos de fútbol. No. Nada de eso. No era posible. El partido, con todo su operativo de seguridad, organizado sobre colectivos y masas, culminó hace rato. La previsión es que ahí no se crucen, como lo hacen a diario en sus casas, en sus barrios, en sus centros de estudio, en sus trabajos, hinchas de Nacional y de Peñarol. Por lo menos no en grupos. A 300 metros de allí, en la terminal de ómnibus, sí se cruzan cientos de hinchas de unos y otros, identificados, que contentos y tristes vuelven a sus hogares sin que pase nada; ni riñas ni discusiones.

¿Por qué?

La moto de Lucas Langhain y su novia avanza cruzando muy lentamente la esquina. No los vemos, no sabemos qué hacen. Menos sabemos qué pasa, qué hacen, qué pasó con el asesino y la mujer que visualizamos a través de recortes de cámaras comerciales o de seguridad.

Ellos avanzan separados. Tal vez vienen de una discusión a los gritos, o algo así. Son dos personas que en esos segundos no llaman la atención de ningún observador entre el despliegue. Se alejan solos, a 15 o 20 metros de la multitud, del festejo. Caminan nomás, tal vez vienen tensos, con alguna rispidez latente entre ellos, o entre ellos y la multitud que no vemos. Él, el criminal, el asesino, en su momento de máxima ira, gira sobre sí mismo, da diez pasos hacia atrás y, medio parapetado en un árbol triste, dispara la muerte sobre quien se cruce. Son cinco plomos. Cuatro de ellos van a más de un metro del piso e inevitablemente alcanzarán cuerpos. Allí está Lucas, que cae abatido mientras el matador corre. Después, evidentemente, hay un caos absoluto. Quienes van diez metros adelante ni se enteran y siguen su camino, mientras que los que pasan inmediatamente después de la corrida del miedo, de las balas, de la caída, se alejan o se acercan a ayudar. La Policía llega dos minutos después pero no para asistir al herido de muerte. Pasan los minutos y Lucas sigue desangrándose en el piso. Ni las instituciones ni los especialistas responden. Como en la guerra, desconocidos cargan al herido.

Una muerte violenta en la calle, en una metrópoli cualquiera en el siglo XXI. La barbarie en cualquier lugar del orbe, desde los primeros pasos de la civilización hasta los días que vienen. Una muerte que trasciende el fútbol, el deporte, y las previsiones y operativos para instancias catalogadas de alto riesgo.

Nuestra vida, la muerte de Lucas, y un crimen inconcebible.