No existe instrumento más mágico que el lenguaje. Sin entrar demasiado en una visión semiótica de la vida, ¿acaso hay otra forma para construir la realidad? Lenguaje es poder. Pero todo poder, cuidado. Para bien, para mal, para todo lo que pasa en el medio. Conviene tener cuidado, porque las cosas no son sólo las cosas: son también lo que se hace con ellas. Y con lenguaje-poder, tantas cosas se han hecho.

“El fútbol es un vehículo muy poderoso e importante”, le dijo Mathías Riquero a Garra, en una conversación sobre derechos humanos previo a que su club fuera uno de los que abrieron una pancarta para convocar a la 24ª Marcha del Silencio. Es verdad la definición del volante. A su vez, tampoco es nueva. El problema es que, la mayoría de las veces, gana el fútbol de la necedad, el de la estupidez, el de la banalidad. Ya sea porque es el mensaje que transmite o porque nosotros, consumidores al fin, lo elegimos. Acá no se salva nadie.

No hay revoluciones tempranas, crecen desde el pie, diría el flaco. De tanto acumular, no hace más de dos o tres años que en el fútbol uruguayo pasan muchas cosas. Qué novedad. De todas las que sucedieron, las que más llamaron la atención fueron algunas que se dieron “afuera de la cancha” –como si el reglamento también marcara lo que se tiene que hacer en la vida, ¿no?–. Muchas de esas cosas distintas tuvieron que ver con Más Unidos Que Nunca, un colectivo de futbolistas al que el historiador Gerardo Caetano definió inmejorablemente: “Es una de las manifestaciones sociales más importantes de los últimos años en Uruguay y tiene que ver con una recolocación del rol del futbolista en un mundo con mucho dinero y mucha mediocridad. Ha habido un empoderamiento de los futbolistas que advirtió de las cosas que pasan en términos de poder económico y de poder simbólico. Pero los pleitos fundamentales nunca se terminan. No hay victoria final, nunca, en ningún plan. Porque es como se dice en el fútbol, una frase típica: después de una gran victoria viene una gran derrota. Se ganó un Maracaná, pero la lucha debería continuar”.

Liberarse: proceso histórico, natural y evolutivo de los seres humanos, que puede manifestarse ante la adversidad, la opresión o la imposición. Sus beneficios pueden ser la igualdad, generar la capacidad de deconstrucción, buscar nuevos ideales, tomar conciencia de estar haciendo algo bueno.

A propósito de Riquero y la conversación sobre derechos humanos, el futbolista concluyó un par de cosas interesantes. Primero, que son muchos los jugadores muy jóvenes con núcleos familiares también jóvenes que no hablan en sus casas de temas relacionados con la conciencia colectiva –por decirlo ampliamente–. Segundo la pregunta, dos o tres décadas atrás, ¿en qué planes de la educación se hablaba con profundidad de la dictadura cívico-militar?

Si bien la explicación del fenómeno necesita un análisis muchísimo más profundo, lo segundo tiene que ver con lo primero. Si no hay información, hay desinformación. Si no hay enseñanza, las cosas funcionan rengas. Si todo va a depender del interés personal o de los contextos familiares –cosa que, en principio, parece buena– se excluye a un montón de personas, a una cantidad de sensibilidades. Entonces, ¿son sólo los jugadores de fútbol el colectivo de ignorantes? Nosotros, que no jugamos a la pelota, ¿de verdad creemos saberlo todo, o ser más o menos sensibles que los que sí juegan? A modo de ejercicio simple, ya que sabemos todo, ¿dónde queda el Museo de la Memoria en Montevideo?

Daniel Gélin, aquel actor francés que recuerdo conduciendo el ómnibus en la película The Man Who Knew Too Much, de Alfred Hitchcock, dijo que “se llama memoria a la facultad de acordarse de aquello que quisiéramos olvidar”. Hay mucho fútbol para olvidar. Muchísimo. Y ojalá se pueda. Pero este, el que tiene gestos que profundizan la democracia, el que se manifiesta como instancia democrática, el de jugadores que quieren mejorar su vida, su trabajo, y que a la vez buscan acompañar por solidaridad, por empatía con el otro; el fútbol y los y las futbolistas que les quitan las manchas a la pelota, esa pelota que exige saber qué pasó en el pasado reciente, que busca goles de verdad y justicia; a este fútbol, deberíamos tener la honestidad de recordarlo toda la vida.

Si la mosca anda en la sopa, por ahí no es que la mosca moleste, sino que la sopa está podrida. No existe instrumento más mágico que el lenguaje. El lenguaje es poder. Lo vi en una pancarta. Una vez más: muchas gracias, jugadores.