Un auto come kilómetros a la velocidad del verano, como tantos otros sobre las costas de Rocha. No se sabe si es paseo o necesidad. Hay que buscar alguna playa con menos gente, o con aquel vendedor de choclos tan ricos, o donde están los amigos de los niños.

Desde su asiento, un niño —para quien los kilómetros son muchos más y pasan más lento que lo que dice la tecnología—, apenas logra ver el tapizado y las nucas de sus padres. Qué aburridos son los padres cuando están de espaldas.

La ventana como aliada, la mirada perdida, la cabeza vagando en pensamientos infantiles, de esos que ya son inalcanzables para los adultos. El niño mira al mar y el mar mira al niño. Muchos no lo saben, pero el océano está plagado de ojos.

Julián sí lo sabe. Hace semanas que le viene dando vueltas en la cabeza la curiosidad por esos señores que flotan en el agua. El auto sigue comiendo kilómetros y Julián sigue encontrando sus ojos con los cientos de ojos que tiene el mar. Hasta que todos los hilos del pensamiento se juntan en ese punto en que se encuentran las ideas maravillosas. Y lo dice: “Quiero disfrazarme como ellos, quiero un disfraz de surfista”. Lo dice una y mil veces, sin énfasis, con esa tranquilidad que siempre tuvo Julián de niño, con la calma de los que saben que las cosas van a pasar.

Y pasan. El primer traje de surf, una licra inicial como satisfacción primera, esperando a ver si no es un capricho. Una tabla, prestada, obvio. Y el agua, para siempre el agua. Las primeras tiradas con papá, todo risas y revolcones. Las primeras en soledad, para sentir que ya no es un juego.

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Julián Schweizer se convirtió en surfista en las playas de mil nombres que rodean La Paloma. Atrás quedó Defensor Sporting, banco de pruebas deportivas, donde se había mostrado como un basquetbolista inexacto, pero aplicado, con más oficio para la destrucción que para la belleza. Herencia familiar de su abuelo, el histórico Carlos Chupa Schweizer, múltiple campeón con el legendario Welcome de los años 50.

Julián Schweizer, legalmente rubio, con su cara de dibujito animado, descubre además que su pasión viene acompañada de talento. No siempre es así, a veces la genética no acompaña nuestros deseos y los sueños se ven estrellados contra el muro de las limitaciones. Pero él domina la tabla a su antojo, la siente debajo de sus pies; si Julián piensa en subir, la tabla sube, si Julián quiere que vaya rápido, ella acelera, si Julián se cansa, ella flota mansa sobre las aguas del atardecer, hasta que el adolescente esté pronto para seguir. Su padre mira desde la orilla; son las últimas veces que mirará al horizonte en Uruguay, y el mar le devolverá la mirada.

Cuando el juego se convirtió en vida, Julián, con apenas 15 años, dejó las playas de Rocha para irse a Costa Rica en busca de un futuro profesional. En aquellas tierras están todas las olas del mundo, y Schweizer las va conociendo y dominando. Impulsado por el talento empieza a recorrer el mundo, combinando esas dos facetas del surf, la del estilo de vida y la de la competencia.

Julián va más allá del simple estilo de vida, dice que el surf es una metáfora de la vida. A veces estás arriba, a veces estás abajo, a veces estás todo revolcado. Si pasa en la vida, pasa en la tabla. Y Julián se revuelca y se levanta, tanto surfea la ola de sus sueños, como agota tardes esperando olas que nunca llegan.

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Hasta que llegan los Panamericanos de Lima 2019. El surf, en una de sus mecas americanas, estrenándose como deporte olímpico, aunque el longboard no vaya a estar presente en Tokio. Julián se cae del cuadro principal en la segunda ronda ante un magistral Cole Robbins. La ruta del repechaje no le es extraña, aunque hay que recorrerla con cautela, porque un error te deja afuera. Pero lo cortés no quita lo valiente, dicen las abuelas, así que Julián va, cuidadoso pero decidido. Al final lo espera el argentino con nombre de ángel: Surfiel Gil. Ganar es bronce, perder es irse.

En un mar difícil, Surfiel saca ventaja. A Julián le quedan cinco minutos para conseguir sus puntos y solo tiene una oportunidad. Sigue hamacándose en las playas del Pacífico, con la misma calma con que pedía su disfraz de surfista a los diez años, con la misma convicción de que, tarde o temprano, llegará. Julián rema, y toma una ola que es igual a las miles que vienen antes y que vendrán después. Pero él sabe.

Cuando se presagia el final, el océano le da un poquito más. La ola aguanta sin romper. Como los niños que remontan las cometas, Julián le suelta la piola al mar y lo desenrolla desde su tabla hasta poder conseguir los puntos necesarios. El surf, con su libertad eterna, ahora se amiga con los puntajes: 5,86 necesita Julián, 6,83 dicen los jueces.

Y ya que está, Julián va por la medalla de plata, contra Cole Robbins, de nuevo. Nunca Perú se pareció tanto a Uruguay. La bruma apática de las playas del Pacífico recuerda a las mejores tardes primaverales de las costas rochenses, cuando el frío pega, pero la vista del mar calienta el alma; uno aguanta unos minutos más, sospechando que alguna revelación existencial está a punto de abordarlo. Quizás sea esa conexión con Uruguay o, quizás simplemente, que Julián ya es uno de los mejores surfistas del mundo pero, ahora, sí puede con Robbins. Toma una última ola para asegurar la plata, sobrado, elegante, feliz.

Ya pasado el vértigo panamericano, Julián Schweizer flota en el océano con la armonía de las gaviotas cuando descansan. No hay movimiento del mar que él no conozca, y el agua lo acuna con el amor con que las madres hacen dormir a sus hijos. Julián se entrega al lento vaivén de la marea y observa la carretera. Por la costa pasa un auto, un niño mira desde la ventana, y siente que el mar también lo mira.