Era adolescente cuando leí Un viejo que leía novelas de amor. Alguien me la recomendó por ahí. De Chile conocía a Salvador Allende, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, a Víctor Jara y a sus genocidas, a Violeta Parrar, y algo sabía de Vicente Huidobro, José Millas y de los futbolistas de turno. Pero de Luis Sepúlveda no sabía nada, hasta que apareció el viejo Bolívar –personaje principal de Un viejo que leía novelas de amor–. Hay un para siempre desde aquellas historias en la región amazónica.

En esto de saber a quién se lee, supe de Sepúlveda que en el 73, luego del golpe de Estado de Augusto Pinochet, fue preso por más de dos años; que lo soltaron pero lo pusieron bajo arresto domiciliario, que se escapó de su propia casa, vivió clandestinamente casi un año y lo volvieron a detener. Se salvó gracias a Amnistía Internacional. En 1977 se fue de Chile, vagó por Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay, hasta que se quedó en Quito, Ecuador. También supe que se unió a la brigada internacional que luchó en Nicaragua. Terminó viviendo en Asturias. Una vez que estuve en Gijón soñaba encontrármelo por la calle.

A veces uno se olvida de las personas. Lo hace sin querer; no sé, como que se está en otra. De los últimos guiños que la vida me dio con Sepúlveda recuerdo un libro de viaje por la Patagonia que aún lo tengo en mi biblioteca y se llama Ultimas noticias del sur, anécdotas junto a Osvaldo Soriano, recuerdo sobre Paco Urondo y otros poetas, y ocasionales notas en la revista argentina Ñ.

Lo único que me sale es escribir, pero Sepúlveda lo hacía mejor. A propósito de la revista Ñ, comparto un texto escrito por él donde cuenta cuáles fueron las causas por las que se convirtió en escritor. Las plumas nunca mueren, vuelan.

Empieza así:

“A veces, motivado por amigos he hecho algunas confesiones referentes a cómo y por qué diablos decidí ser un escritor o, dicho de una manera más modesta, acercarme a la literatura. A veces envidio a los escritores y escritoras que confiesan haber vivido en compañía de vetustas y bien surtidas bibliotecas familiares, a las que con cierta coquetería culpan de 'haber despertado la vocación'. No es mi caso. Crecí en un barrio proletario de Santiago de Chile y, aunque en mi casa había algunos libros, sobre todo literatura de aventuras, Jules Verne, Emilio Salgari, Jack London, Karl May, sería de una vanidad espantosa decir que se trataba de una biblioteca, y más todavía culpar a esos inocentes libros de lo que hago. No. Yo me hice escritor por el fútbol.

Cuando era un niño, o un pre-adolescente de 13 años, mi gran sueño era destacar en el fútbol y llegar a ser un día profesional de ese gran deporte. Me veía con la camiseta del club de mis amores, el Magallanes, el decano del fútbol chileno y, si todo iba bien, algún día vestiría la roja camiseta de la selección chilena. No jugaba mal. Era delantero en el equipo infantil del “Unidos Venceremos F. C.”, uno de los cuatro clubes de mi barrio Vivaceta, ilustre rincón de Santiago salpicado de fábricas textiles, burdeles, quilombos, boliches en los que servían vino recio, dos estadios y orgullosamente proleta. Además, el barrio era cuna del “Chamaco” Valdés, que por entonces jugaba en el Colo Colo, acababa de ficharlo La Juve en Italia y, desde luego, era delantero de la selección. Pedigrí no faltaba en el barrio.

Así, mi acercamiento a la literatura empezó un domingo de verano y mientras, con mis botines de fútbol al hombro, caminaba hacia el estadio Lo Sáenz, propiedad del sindicato Santiago Watt, que aglutinaba a los obreros de la compañía chilena de electricidad, “Chilectra”, campo en el que se disputaba la copa del barrio.”

Casi como una obligación, esa nota se puede leer entera aquí.