Fue hace diez años. Algo pasó, y tal vez el sedimento de aquella explosión, demostración, evolución y comunión del pueblo uruguayo con su símbolo más representativo, la celeste, aún no esté pronto para un análisis singular de aquella erupción que tanto cambió.

Tal vez sea tiempo de comenzar a aceptar, de asumir que Uruguay es un producto del realismo mágico latinoamericano, tangible e inigualable. Sí, tal vez sea necesario asimilar una nueva mirada. Nunca fuimos Macondo. Siempre fuimos Uruguay. Pero nadie nos retrató en una novela magistral.

Algunas noches, sentado en el estadio y ya con el partido terminado, aún en la locura de desarmar rápidamente el puesto de trabajo para ir a las conferencias de prensa y editar las entregas finales para la diaria, mucho antes de estrecharme en un interminable abrazo con Sandro Pereyra, en el que nos abrazábamos con cada una y cada uno de nuestros compañeros que habían hecho posible aquel viaje a la luna, se me planteaba una rarísima interrogante muy difícil de explicar. La pregunta que me surgía desde la más profunda emoción era: ¿por qué a mí?

Lo raro es que, por lo general, uno se pregunta eso en condiciones de tristeza, de mala suerte, de acontecimientos negativos. Pero en mi caso era absolutamente todo lo contrario y casi lo sentía como un exceso de premio, por lo que estaba viviendo, por mi vida, por el rol profesional que estaba desempeñando en coincidencia con el éxito de un proyecto con un estilo de trabajo que habíamos defendido y del que nos tocaba ser heraldos a la hora del éxito.

A Sudáfrica 2010 habíamos llegado con la mochila de testear en vivo los desarrollos de un proceso que había acompañado con entusiasmo y argumentos, pero también con la gozosa y pesada carga de ser el eslabón final de una cadena de voluntades de la diaria que habían hecho un esfuerzo tremendo para que pudiéramos estar ahí. De hecho, en los cuatro años de la historia de la diaria por esos días era la primera vez que se trabajaba con el concepto integral de viaje de trabajo periodístico.

Aquel esfuerzo no obedeció a razones de oportunidad comercial ni de mejor competencia con los otros medios, ni para usar la participación uruguaya como una de las ofertas de la góndola supermercadista de la información. la diaria jugó en aquella cancha por la necesidad propia de un emisor que busca la interacción con su receptor para volcar insumos informativos y de opinión, certezas, dudas, puntos de vista ordinarios y extraordinarios, que no tienen caja de resonancia como canal regular y sistemático.

Estábamos allí para no saltearnos ninguno de los protocolos periodísticos básicos en cuanto a la búsqueda y difusión de la información, así como en la generación de ideas por medio de la opinión y la discusión. Apostábamos a que nuestros relatos, crónicas e informaciones, combinados de manera justa y jerarquizada por la fotografía, que en nuestras páginas dice cosas de otra manera, terminaran germinando tus emociones de aquellos días. Seguramente el impacto de la muy buena figuración, sumado a la impresionante receptividad conseguida entre la casi totalidad de la población uruguaya, y el seguimiento de una línea de tiempo que marca la evolución y desarrollo del proyecto de selecciones nacionales (Institucionalización de los procesos de selecciones nacionales y de la formación de sus futbolistas) ya han alimentado por una década análisis, explicaciones y discusiones acerca de las razones por las cuales en Sudáfrica la celeste logró igualar su segunda mejor colocación en la historia de los mundiales, al terminar cuarto, igual que en Suiza 1954 y México 1970.

Perogrullo dejo escritas algunas razones básicas acerca de por qué Uruguay llegó a soñar con volver a ser el mejor del mundo: porque hizo más puntos que nadie en su grupo, el A, porque le ganó a Corea del Sur en octavos de final y porque por penales derrotó a Ghana después. La derrota con Holanda todavía no se digiere, y el partido con Alemania… ya no estábamos en la final.

Pero ¿cómo lo hizo? Lo hizo apoyándose en la conjunción cuasi mágica que logran los colectivos deportivos, regulares, ordinarios y con sueños: una buena y acertada planificación y estrategia, que básicamente apuntaba a neutralizar a los rivales y, a partir de ahí, desarrollar evoluciones propias para que después, con la pelota ya en marcha, los futbolistas lograran, a partir de sus condiciones técnicas y su exposición en la cancha, desarrollar el plan.

Aquel invierno Uruguay volvió a estar entre los mejores equipos de fútbol del mundo en el siglo XXI, extendiendo la coherencia mágica de la inexplicable genética histórica del país y su cultura futbolística. Porque ciertas veces, que no son pocas, fuimos campeones del mundo y campeones sudamericanos, mucha gente sigue sintiendo que esto es normal y lógico. Algún día, alguien podrá explicarlo objetivamente.

Tal vez en diez años más, o en 20 o en 50, haya una gran novela en la que se cuente –con el extrañamiento que proponía Ray Bradbury, mirando las cosas como si fuéramos extraterrestres– lo que es Uruguay, el fútbol, la celeste y su gente. Por ahora nos quedamos con el recuerdo dinámico y actualizado de aquellos días, y con las imágenes de la diaria que dejó El mundo hecho pelota.