Aún hoy, 10 años después, no logro volver a aquel momento. Hay dos minutos de mi vida, tal vez tres, cuatro, o hasta cinco, que están perdidos.

Es un tiempo en el que no puedo dar cuenta de mi vida, ni tampoco ninguno de ustedes, que estaban atendiendo sus vidas. Pero todos, cómo fuere, de alguna manera estábamos en Sudáfrica, en Johanesburgo.

Yo sé que estaba en el estadio Soccer City de Johanesburgo desde temprano. Ese día debemos haber estado fácil 10 horas en aquella maravilla de estadio al que el día anterior le dediqué mi admiración.

Al mediodía arrancamos con Sandro Pereyra y con el Profe Piñeyrua, y hasta pasada la medianoche no salimos de aquella locación mágica que no olvidaremos.

Tengo estampado el sol pegándome por la ventanilla de la combi en aquel semáforo cerca de Soweto, yendo para el estadio. Mientras la luz roja nos para, decenas de personas, vendedores, vecinos y turistas, nos rodean y, con extrema simpatía, y sin la más mínima sensación de apriete, nos hacen sentir que somos más visitantes que el Mono Gambetta en Maracana, aquella tarde del 16 de julio de 1950.

Es que para un par de millones de nosotros, aquel será nuestro partido del siglo, casi tan infartante como el partido del siglo de otro par de millones nuestros, el de Uruguay y Hungría en 1954.

Ese minuto, porque mirando la película sé que es exactamente un minuto entre que se cobra el penal y que Asamoah Gyan lo patea al travesaño, tal vez sea igual al minuto en que, tras convertir, colapsa el corazón de Juan Eduardo Hobberg en Lausana.

¿Dónde estuve ese minuto?¿Dejé de respirar? ¿Mi corazón dejó de bombear? Sólo puedo elaborar, muy forzadamente, y con pistas muy precarias, una sensación de soledad, de tiempo paralizado, pero no de angustia opresiva, ni tampoco de tranquilidad, con la disrupción de las vuvuzelas en un entorno frenético y apretado, de individuos que hacen vibrar sus pupitres repiqueteando sobre sus teclados o gritando sobre sus micrófonos.

Estoy en medio de ellos, con los auriculares puestos, con el micrófono en la mano, con la computadora adelante, y el monitor que en cada repetición muestra que antes de la no-falta de donde sale el centro, y el infierno, o el limbo, antes del paraíso, no hay ni por casualidad foul de Fucile, y que este hijoderecontramil nos está cocinando. ¿Pero después? Dónde estaba en esos 60 segundos y más, - porque la mancha hielo me duró hasta después que la pelota tocara el travesaño y se exiliara del territorio de la gloria ghanesa- hasta que la gente festejaba, o se agarraba la cabeza, o directamente no lo podía creer.

Fue un minuto de omnipotencia para recordar lo que no recordaré, pero que sin embargo, condujo al éxtasis.

Todo lo demás de aquella gélida pero abrasadora noche de Johanesburgo irá conmigo, y entonces con ustedes, hasta que sea cenizas y más.

Me paré en el pupitre y grité ¡Uruguay nomá! hasta el paroxismo. Me bajé cuando el desmayo parecía conducirme. Me abrazó, como si yo fuera el Uruguay, un hermano argentino, y me reconocí, como el Indio Pedro Arispe, 86 años antes en Colombes, abrazado por mi patria.

Busqué con desespero al Profe Piñeyrua, y como si él fuese Tabárez, Abreu, Suárez o Forlán, le di el más fraterno abrazo que pudiese concebir. El cenit de las emociones. A 100 metros debajo de mis abrazos, otros hombres, vestidos de celeste y de pantalones cortos, se abrazaban con la misma emoción. Ellos habían construido aquel momento inolvidable de efímera pero imperecedera sensación de felicidad. Ellos sí eran Tabárez, Abreu, Suárez y Forlán.

En estado de gracia bajé hasta aquella inmensa e inconmensurable sala de prensa, tan grande o más como el campo de los sueños del Soccer City. Buscaba otro abrazo, el de Sandro, mi hermano de aquella felicidad, mi compañero de trabajo, y mientras avanzaba como Nasazzi creando la vuelta olímpica, u Obdulio yendo a sacarle la Jules Rimet a Jules Rimet, lo hacía gritando desaforado ¡Uruguay nomá! ¡Uruguay nomá! que quiere decir eso mismo, que somos, queremos, necesitamos, vivimos, en, con, para, Uruguay, y nada más.