Washington Fernando Camacho nació en Paso de los Toros hace 34 años. Cuando se reflejó en el metal de la Copa Sudamericana que levantó con Defensa y Justicia en enero supo que en su vida hasta entonces había pasado de todo: “Bien de futbolista uruguayo cuando no estás en un cuadro grande. Andás de acá para allá con esa ilusión de que algún día te toque dar un salto”.

El volante se anotó en la historia de un gran club de barrio como Defensa y Justicia tras conseguir el primer ascenso a la categoría grande del fútbol argentino y, luego de un breve periplo de experiencias inolvidables, el primer metal preciado de carácter internacional. Sobre la historia detrás del campeón que emprende su vuelta al pago, el devenir de un futbolista uruguayo que supo romperla del otro lado del Río de la Plata, y sobre un montón de realidades, algunas tangibles y otras que parecen inalcanzables, habló Washington Camacho con Garra.

“En Paso de los Toros mi papá era el director técnico del equipo del colegio de monjas de Don Bosco, que tenía baby fútbol. Todo el día jugaba. Estaba en clase y lo veía pasar cuando iba a entrenar a las otras clases, y yo estaba desesperado por ir. Así fue la vida nuestra, con mis hermanos, de chiquito. El más grande ahora volvió al pueblo; le gusta la vida de pueblo, la vida que teníamos cuando éramos chicos. A mí me ha tocado andar por lugares lindos; pienso en mi nena, en la crianza que tiene hoy, que es distinta de la mía. La crianza que tuve no la cambio por nada: si tuviera que nacer de nuevo quiero vivir esa infancia otra vez. Era flaquito y siempre jugaba con los más grandes hasta que me vine a Montevideo, a los 14. Pasé de vivir todo el día en la calle, de una casa con patio y de jugar todo el día al fútbol a un apartamento en un tercer piso en Tres Cruces. Parecíamos leones enjaulados. Habíamos venido de vacaciones y nos fuimos a probar a Defensor con mis hermanos y quedamos, entonces se vino toda la familia. No nos querían dejar solos acá. Las primeras noches nos costaba dormir por el ruido. En Montevideo fue la primera vez que escuchamos sirenas. Habíamos venido hacía tres años con mis padres y había visto un par de zapatos de fútbol en la terminal. Cuando nos mudamos fui hasta esa misma tienda a ver si seguían estando. En el pueblo la vidriera no la cambiaban nunca”.

¿Qué sucedió en esos primeros vínculos con el fútbol en la capital?

En Defensor nos dijeron que no habíamos crecido lo suficiente y que quedábamos afuera. Sin mirarnos. Mis viejos habían pedido traslado en el trabajo, habían hecho la mudanza, todo. Fue bravo, estuve un tiempo sin jugar hasta que fuimos a Racing a probar. Al final, no hice muchas inferiores. Llegué a Villa Española, pero jugué sólo un par de partidos en la quinta. Me vio Alberto Quintela y me subieron a tercera, hicimos fútbol con los suplentes de primera y Miguel Meza me terminó citando para entrenar en primera. El equipo había descendido el fin de semana anterior. Jugué los cinco partidos que quedaban para terminar la temporada 2003, de la nada. Sábado en quinta, domingo en tercera y al siguiente fin de semana debuté en primera. La familia de mi pareja es del barrio, entonces le agarré cariño al club, quedé para siempre ligado al cuadro.

¿Fueron difíciles los primeros años en primera?

Sí. Al principio fue todo muy raro. Estuve seis meses en la tercera de Rentistas hasta que debuté con [Carlos] Manta. Agarré confianza y me empecé a soltar. El mismo Manta me llevó a Bella Vista, donde estuve un año hasta que quedé libre. Sigue pasando, es increíble: quedás libre en diciembre y recién volvés a jugar en abril. Pero por algo pasan las cosas: justo nació nuestra hija, estuvo internada las primeras semanas y pudimos estar todos los días ahí. Edgardo Arias, que había sido el ayudante de Manta, me llevó a Juventud para jugar en la B; teníamos un cuadrazo pero no pudimos ascender, perdimos la final con Miramar. Pero ahí volví a crecer de vuelta, me fui a El Tanque y después a Cerro. Cuando llegué a Cerro ya me había pasado de todo. Bien de futbolista uruguayo cuando no estás en un cuadro grande. Andás de acá para allá con esa ilusión de que algún día te toque dar un salto. Pero hay que estar dispuesto para que eso pase, y estar preparado en el momento justo.

Washington Camacho, en el estadio Obdulio Varela de Villa Española.

Washington Camacho, en el estadio Obdulio Varela de Villa Española.

Foto: Federico Gutiérrez

¿Ese salto de calidad en tu carrera empezó al emigrar a Mendoza para jugar en Godoy Cruz?

Un tiempo antes me había llamado Fernando Errecart para ir a jugar a River. Yo le había dicho que si me conseguía equipo a la hora de firmar lo llamaba a él, pero al representante que tenía en ese momento se le dio por hablar y al final me quedé sin nada. Sentí que había dejado tirado a Fernando, porque le había dicho una cosa e hice otra. Sabía que me había manejado mal: me ganaron la necesidad y el vínculo que tenía con el otro. Al año, cuando estaba en Cerro, me volvió a llamar y me daba vergüenza. Le pedí disculpas, en el momento no había sabido cómo manejar la situación. Ya estaba dejando de creer un poco en todo. A mitad de año me llevó a Godoy Cruz de Mendoza. Fernando se maneja así y hasta el día de hoy trabajamos juntos. Es difícil el fútbol, pero a mí me han pasado cosas extraordinarias. En Mendoza jugué los primeros seis meses; es bravo ahí porque se hace lo que dice el presidente José Manzur. Es un club al que, estando él, no hubiera vuelto nunca, pero es cierto que me cambió la vida. Tuve que acostumbrarme a otro estilo de vida, al profesionalismo. Antes hacía lo que podía, vivíamos en la casa de mi suegro donde era el garaje. Comíamos todos los días con mis suegros y se comía lo que había. Éramos una banda. En un momento ganaba 9.000 pesos en Juventud de las Piedras, lo que me daba la posibilidad de seguir creciendo, pero no de vivir de eso.

¿La llegada a Florencio Varela fue algo más parecido a lo que vivías en Uruguay?

Era más como acá pero con otra estructura. Más pueblo, bravo, zona sur, Berazategui, Quilmes. Después de que la nena arrancó el colegio todo empezó a fluir. Se terminó dando todo divino: el ascenso, quedar en la historia. Pero al principio yo sólo pensaba en jugar. Cuando me fui a Racing nos quedamos a vivir en Florencio Varela. Yo ya tenía 27 años, era la primera vez que iba a ganar un poco mejor como para empezar a juntar, no estaba para gastar en apartamentos caros, además no teníamos que cambiar de escuela ni nada. Vivir ahí te vincula de otra manera con la gente. Seguimos viviendo de la misma manera. Como vivía acá pero ya siendo profesional, teniendo otra dimensión de las cosas.

En el avión llevamos los bombos, los redoblantes. Podíamos perder y teníamos que volvernos con todo para atrás, pero esa era la mentalidad. Me cambió la carrera.

¿Qué significó aquel ascenso y entrar en la historia de Defensa y Justicia?

La cancha siempre estaba llena. Es mucho más chico Uruguay como para tener esas dimensiones de gente, pero a mí me hace acordar mucho a Villa Española. Un cuadro de barrio. Siempre estuvimos primeros o segundos, y había gente que tenía el pensamiento de que el ascenso al final nunca se daba. Pero ese año, cuando jugábamos de local no pensábamos cómo nos iba a ir sino por cuánto íbamos a ganar. No pensábamos nunca que íbamos a empatar o a perder. Así, de local los ganamos casi todos. Defensa nunca había ganado en San Juan. Ganando ascendíamos y en el avión llevamos los bombos, los redoblantes. Podíamos perder y teníamos que volvernos con todo para atrás, pero esa era la mentalidad. Me cambió la carrera.

¿Cómo fue la experiencia posterior jugando clásicos entre equipos grandes de Argentina como Racing y Rosario Central?

Fui a préstamo a Central y después me terminaron comprando, cuando estaba Paolo [Montero]. Él mismo te decía que estaba aprendiendo. En el manejo de grupo fue el mejor y siempre decía que tenía cosas para mejorar. Después de que se fueron, me llamaron para preguntarme lo que me había parecido bueno, en confianza, y lo que había estado mal. De los clásicos más lindos que me tocó jugar contra Independiente fue en una Liguilla para entrar a la Libertadores. Los eliminamos, una fiesta. El de Central y Newell’s es un mundo aparte. Si Avellaneda fuera una ciudad sería la misma enfermedad, pero Buenos Aires es grande, la gente se diluye, y no se siente tanto como en Rosario. En Rosario es otra dimensión. Desde que no le den la tarjetita de un cumpleaños en la escuela a mi hija porque el papá de la compañera era de Newell’s hasta amenazas a compañeros en las semanas previas.

Volviste a Defensa para ser campeón de la Copa Sudamericana y volver definitivamente a Uruguay.

No iba a volver porque mi nena no quería cambiar más de escuela. Ponés eso en la balanza y bueno... Pero hablando con mi compañera nos convencimos de volver un año más. Los primeros meses no jugué mucho y después vino la pandemia. No me quería ir así de Varela, entonces volví, me preparé bien con el profe Flavio Chagas, que es de allá de mi pueblo. Me dejó impecable y volví con toda la fuerza. Para ganar la copa se fue abriendo el camino. En un momento apuntamos a la Libertadores, jugábamos muy bien pero cometíamos muchos errores. Errores conceptuales. Tuvimos varias charlas entre nosotros. Fuimos a la Sudamericana y el cuadro fue madurando. Agarramos el envión y cada vez estábamos más firmes, sobre todo después del partido contra Vasco, aunque nos tocó Bahía y los brasileños juegan bien. El festejo del ascenso había sido una locura, pero en el de la Sudamericana hubo una caravana desde Ezeiza. En el peaje de Dock Sud había otro montón de gente esperando. Era una marea. Lo de volver a Uruguay no fue una decisión de ahora, sino de antes, y que además tomamos en familia. Estaba preparado para eso. Disfruté mucho las últimas semanas. Ahora estoy entrenando y esperando, o ni esperando en realidad. Mi intención era volver a Uruguay y no volverme a ir.