Una cancha chica es un corazón. Hay corazones olvidados en Montevideo. Una cancha chica es un corazón del barrio. En la memoria por siempre la cancha de La Luz, la del Albion. Veteranos dirán la de la Estación Pocitos. El Parque Sainz o Parque España. Una cancha chica es un corazón del barrio. Hay corazones vivos en Montevideo. Que laten de noche cuando el rocío los embebe. Que los pellizcan los pájaros. Les hablan los bichos verdes conversadores desde el alambre. Hay canchas chicas que laten de día si un gurí se cuela.

Hay una pelota perdida entre los matorrales de una cancha chica. Duerme la pelota en el olvido. Siente el licor del rocío. Oye las viejas voces que como espíritus levantan el polvo.

Un gurí se cuela por el muro caído del fondo una mañana de nadie y la encuentra, reluciente, recién lavada por el cielo. Las canchas chicas son el corazón de ese gurí que ahora pica mejor.

Una cancha chica es el corazón de los caseros. La luz prendida de noche. El fuego de una chimenea. Una cancha chica es la caldera, el gato, el perro. Los pájaros. El corazón de una niña que corre contra el alambrado pateando una latita. Es un gol trepado al mismo alambrado instantes después.

Que la final del Campeonato Uruguayo se haya jugado en el Complejo Perrone de Rentistas debería enorgullecer a todo aquel o aquella que hace de la cancha chica el patio de su casa. Hay un aura que por las noches cruza la ciudad como una nube baja. Es la respiración de las canchas chicas. La de Basáñez bajo la mirada del Euskalerría, la de Salus, el Parque Huracán. Es cierto que el Perrone es aún más joven. Que el plástico del césped te corta la musa porque no hay matas, o porque si cae agua no hay nada más lindo que ese olor del pasto mojado. O porque el rocío temprano en el pasto sintético no llora igual cuando el sol sube.

Y es cierto también que este panorama viral que nos aqueja desluce cualquier museo de estos escritos y de tantos más, porque la cancha chica es un corazón pero la gente es el alma. Hasta las arañas estuvieron inquietas. Por primera vez en la historia y quizás permitido por el contexto –aunque supone un desafío cierto para cuando abran fronteras de todo tipo clausuradas– la tribuna que queda de espaldas al sol cuando se mece se vio reflejada en el metal de la copa más importante del fútbol criollo.

Hay todo un éxito en el arribo de Nacional al Complejo, que, a decir de la poeta Vivianne Artigas, “no tiene nada que ver con ganar”. Aunque, claro, es fútbol. Y podría haber sido que entre el rozamiento del sintético fluya un gol fronterizo como los que hacía Zinho. O que en un vértice del área alguien se inspire como Karibito Morales supo hacerlo con una camiseta dos talles más grande. O que sonaran por las bandas los tapones como los de Cafú en sus años mozos. O podía ser que el partido se terminara casi enseguida si el supuesto grande se aprovechaba de la ansiedad de uno de los equipos que mejor supo qué hacer con once tipos y una pelota. Alejandro Cappuccio jugó con lo que tuvo y eso lo volvió un gran equipo. Tragó saliva. Martín Ligüera creyó en la pertenencia.

Rentistas recibió a Nacional por primera vez en su historia en el Complejo, y disputó con los bolsos la revancha por el Campeonato Uruguayo.