Los tatuajes se militan como las banderas. Aparecen para uno mientras dispersamos la pasta en la risa del día. O cuando barremos la humedad del espejo. Vestimos los tatuajes que somos en los momentos más solos, que a veces son con alguien. Ahí se abre el lienzo. El silencio del museo apenas se estorba. El museo de lo roto. El alma habla como habla el pueblo en los muros. La ciudad de tu cuerpo dice: los tatuajes se militan. Y aunque el Indio hable de “tatuajes que ensucien tu piel”, su rostro está tatuado religiosamente en los hombros de alas creyentes: feligreses de una sintonía particular. La religión es estar en una, la religión es alguien. La religión conoce lo que tu piel.

Hay un muro sin tatuajes que separa dos estadios. Por eso quizá se hizo famoso en el mundo, en el freaky mundo del fútbol. Ese mundo, el más bello. El que no se borra. El que no se mancha. La mancha que no se borra porque no es. El muro separa el Parque Palermo del Parque Méndez Piana. Y es cierto que hay gente con tatuajes de Miramar, la conozco. Debe haber, del otro lado de la fila de bloques grises, tatuajes palermitanos. Banderas de ambos hay, seguro: el muro los conoce desnudos. El muro les conoce los tatuajes y las banderas, que son parecidos. El muro es el héroe. El único héroe de un lío mínimo.

El domingo por la noche, una vez, hubo fútbol en el Palermo. El Palermo es un billar sintético rodeado de ruinas. Se parece bastante al viejo Central Español. El viejo y peludo campeón, el que roza el olvido como un parroquiano, el que revive plástico por una empresa. Es así. Del otro lado del muro funciona parecido. Una empresa deportiva donde hay quienes sostienen su magnitud social y dejarán la vida por eso. Ahora juntan libros para una biblioteca. Es como luz esa gente que sostiene la raíz.

La B nos define como pueblo futbolero. Sí, Peñarol y Nacional. Sí, las copas internacionales. Pero la B nos define, es lo que nos pasa. Una dicotomía constante entre el odio y el amor, entre el fracaso y el éxito, el descanse y el color, la terrajada y el frac. La B es anécdota. El año de uno o de otro cuadro, el cuadro aquel de tal y los goles del otro. La B es la letra chica, lo que no se lee del contrato, lo que no se espera, lo más parecido a la suerte.

Miramar y Central se enfrentaron en un nuevo clásico del muro el domingo próximo pasado cuando cayó la noche en el parque Batlle: un pulmón citadino, la cerrazón. Todo eso que son y esa historia que se prende al muro como pintura que no se ve. Esa charla constante en la noche que es el eco de los gritos que quedan trepados. Ese segundo que pasó, que lo dijo todo. La decisión, el gesto con el cuerpo, saludar a la bandera. Se enfrentaron los cuadros cuyos estadios están más próximos en el mundo entero; ni Racing, ni Independiente, ni nadie.

A Nicolás Gómez le dicen el Monoco. Y juega en Miramar, qué coincidencia. Y ese, ese milita sus tatuajes. Lleva uno en el medio del pecho, que es la síntesis de cómo vive: “No me avergüenzo de ser plenero”. En el muro de su cuerpo la sentencia es la fiesta, el código del barrio. Y en el día a día que lo deposita en el festejo de su tercer gol consecutivo, se le pianta el alma. No sabe ser si no es él. En la cancha jugando al borde, en la cara que cambia el reflejo de la tuya como un espejo encantado donde las miserias ríen y las tristezas sudan. Así jugó el Monoco en las tres categorías con las mil rayas de Villa Dolores: como vive, como siente, como baila y como toca las pailas y las tumbas. Baila porque puede. Juega porque puede. Empata porque puede, y no se avergüenza.