Nadie lo puede negar: anunciar el cierre de la Biblioteca Nacional el 26 de mayo, en el mismísimo Día Nacional del Libro, fue una jugada magistral. Sobre todo porque sigue con el mismo sistema de funcionamiento que hasta antes de cerrar: con más guardias de seguridad mirando el celular que bibliotecólogos y un puñado de investigadores revisando diarios de los tiempos de María Castaña y nadie pidiendo un libro para leer en la sala general. No hay ni pastabaseros yendo a asearse al baño.

Por eso, más allá del rifirrafe público que se armó en su momento, en realidad todo permanece incambiado, con la diferencia de que la situación que atraviesa ese lugar emblemático se coló en la agenda para interpelar a todos los uruguayos, aunque sea por un par de días.

Habría que preguntarse qué hacer con ese lugar tan grande enclavado en el corazón mismo de la avenida principal de nuestro país, que hasta el más humilde especulador inmobiliario seguramente ya le haya clavado un ojo, soñando con derrumbarlo en dos días y levantar en cuatro meses un edificio espantoso, todo de vidrio, de esos que aparecen como hongos por toda la ciudad gracias a la gentrofri... grentrifra... gentorifrica... gentrifornicación... bueno, eso mismo.

O mejor aún: construir otro shopping, que nunca están de más. Que podría llamarse tanto Callejón de Emilio Frugoni Shopping como Old National Biblioteca Center Mall.

Es innegable que este tipo de actividad económica genera más empleo que una biblioteca, más inclusión y mejores oportunidades, ya que no es necesario estudiar bibliotecología para trabajar allí. Cualquier ciudadano que ande medio muerto de hambre puede conseguir un puesto como bachero en alguna cadena de comida rápida, de guardia de seguridad o de limpiadora. En este último caso habría muchísimos más puestos de trabajo que en una biblioteca a la que no acude nadie a pedir un libro, lo que significa que tampoco nunca va nadie al baño. Y un baño que no tiene meadas afuera del wáter, pedazos de caca pegados en la pared ni kilómetros de papel higiénico desparramados por todo el piso no requiere limpiadoras.

Es posible reconvertir las fuentes de trabajo de los bibliotecólogos, que hasta ahora lo único que saben hacer es acomodar diarios viejos en los estantes y perseguir peces de plata a chancletazos; ese bicho que se come los diarios (aunque no se sabe si todos, ya que aparentemente no digiere los editoriales de El País). Se los puede capacitar para elaborar lattes, que es lo mismo que un café con leche pero más caro y más moderno.

Porque seamos sinceros: ¿qué nos interesa más a los uruguayos? ¿Hurgar en la colección completa del semanario Marcha entre 1939 y 1974 o conseguir un buen descuento el Día del Centro para comprar un par de championes de marca que esté a la moda o la máquina que saca pelos de la nariz sin cinchar que tanto quiere que le regalemos papá en su día?

El problema de la Biblioteca Nacional es que tiene los ojos en la nuca. ¿Para qué seguir gastando plata en conservar diarios de los siglos XIX y XX, que están llenos de noticias viejas? Si todos ya sabemos que Hitler perdió la guerra, Uruguay le ganó 2-1 a Brasil en el Maracaná y se levantó la huelga general contra el golpe de Estado de 1973.

Tenemos que mirar hacia el futuro. Si la Biblioteca Nacional, en lugar de diarios de mil ochocientos nosecuánto, tuviera cosas más modernas para ofrecer, como celulares Samsung Galaxy A36 5G, y contara con espacio para cowork, carritos pet friendly y zona kids, sería más atractiva.

Dejaría de abrir en el mismo horario desde la pandemia (de 9.00 a 14.45) para abrir en horario extendido. Y esas escalinatas vacías rebozarían de gente, sobre todo si ponen un Abitab o un Redpagos para que el populacho pague las cuentas de la luz y el agua mientras pasea y mira en las vidrieras cosas que no puede comprar o, peor aún, las compra en miles de cuotas de 180 pesos por mes.

Esto no quiere decir que todo el acervo histórico que se encuentra allí no tenga valor. ¡No! ¡Todo lo contrario!

En una publicación en Mercado Libre piden 1.150 mangos por diez kilos de diarios viejos. ¡Imaginate el platal que hay ahí adentro, muchacho!

Porque si bien ya casi no existen más los diarios en papel, estos siguen siendo de gran utilidad para múltiples actividades de la sociedad y cada vez son más difíciles de conseguir. La crisis de la prensa en ese formato es un problema que preocupa tanto al vendedor de huevos de la feria (que no tiene con qué envolverlos) como al pintor que necesita empapelar el piso para no mancharlo todo o a la vieja que quiere prender la quematutti. Porque si bien se puede recurrir a los impresos con las ofertas que hay en los supermercados o a algún conocido que esté suscripto a la diaria (el mismo al que se le garronea el número de suscripción para comprar entradas 2x1 en el tablado), esto resulta insuficiente para cubrir la demanda.

Y los libros se pueden vender en cualquier librería de Tristán Narvaja que compre libros por lotes, y después que ellos se arreglen para resolver dónde los meten, que son un montón.