Desde hace algún tiempo las redes sociales se han trasladado de ser un espacio de conversación y exposición a un ámbito de profunda intolerancia y operaciones mediáticas y políticas. La fuerte apuesta a las cadenas de trolls contratados y de fake news que circulan es la muestra clara de un ámbito que tiende a polarizarse cada vez más.

En particular, Twitter se ha convertido en un escenario de disputa muy hostil a partir del ejército de cuentas contratadas que se dedican a denigrar, agredir o marcar tendencia de opiniones. De esta manera, se construye la sensación de una opinión pública virtual que en muchas ocasiones no es otra cosa que una construcción sistemática de personas pagas posteando y dando “me gusta” para generar una tendencia. Por eso, Twitter es el espacio de opinión donde todos creemos que somos mayoría.

La posibilidad de expresión que traen las nuevas tecnologías y las redes son fantásticas. Permiten en muchos casos tener voz en el espacio público sin necesidad de mediaciones. La instantaneidad en poder opinar también tiene su virtud, pero en muchas ocasiones nos convertimos en esclavos de las palabras y pocas veces hacemos uso de ser dueños de nuestros silencios.

Hace diez días Andrés Vargas fue prendido fuego mientras dormía en la calle en la Ciudad Vieja. Hoy se encuentra estable pero grave. La noticia y las imágenes del hecho generaron estupor, rabia, bronca y solidaridad. Fue un acto brutal y criminal sin lugar a dudas, que merece el repudio y la sanción penal correspondiente. El hecho generó gran conmoción pública, lo que habla bien de una sociedad que no quiere anestesiarse ante la barbarie. Es importante que nunca seamos indiferentes ante la muerte y la violencia, vengan de donde vengan.

La participación como ciudadanos en el espacio público también exige responsabilidad de todos para construir comunidad. Y en este caso, las redes sociales se poblaron de conjeturas y aseveraciones sobre el móvil del acto criminal que no contribuyen a una sociedad que apuesta al diálogo. Muchas personas atribuyeron el intento de homicidio a la aporofobia, que es una palabra acuñada por la filósofa española Adela Cortina, que en 2019 fue incorporada al diccionario de la Real Academia Española y significa la “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”. En las redes sociales se instaló una conversación que al instante dio por válido que la atrocidad cometida se debía a una respuesta de un individuo que por odio a los pobres había decidido asesinarlo prendiéndolo fuego mientras dormía. No pocos se hicieron eco y aventuraron que estábamos ante la instalación de una nueva dinámica social.

En Uruguay existen el rechazo y el miedo a los pobres. No es nuevo el fenómeno y ha ido cambiando a lo largo del tiempo. En 2003, hace ya 17 años, dirigí la primera encuesta sobre “Exclusión y discriminación social” y en el informe advertía que como sociedad estábamos en “la transición de la compasión a la pobreza al rechazo al pobre”. La crisis económica había dejado una huella fuerte de sensibilidad al hambre y la miseria, pero poco a poco la sociedad estaba iniciando un proceso de distanciamiento. En su momento lo resumí diciendo que el clima social que se imponía era: “hay que ayudar a los pobres, pero los quiero lejos de mi vida, mi barrio y mi vista”. Eso se ha ido profundizando con el tiempo, y la legitimidad de las políticas públicas hacia los sectores más desfavorecidos ha tenido que lidiar contra ese rencor social evidente y sistemático.

En el debate público tenemos que construir el Uruguay que queremos y evitar prefigurar una realidad sin evidencia

Pero, ante un hecho criminal tan grave y con escasa información inicial, consolidar la idea a través de la opinión y el clic en la pantalla de que ese odio o miedo se convirtió en acción de exterminio es absolutamente imprudente y alejado de la realidad.

El intento de homicidio no tuvo ese motivo. El autor es un traficante de drogas y un microprestamista en la Ciudad Vieja. Con un vínculo permanente con la dinámica criminal y el narcomenudeo, se encargaba de la distribución de drogas al por menor. Una deuda pendiente generó la reacción criminal que terminó con el incendio en vida de Andrés Vargas. El autor alegó ante la Fiscalía que tiró una colilla de cigarro sin intención, pero durante sus días de fuga contó otra versión: las deudas, aunque sean pequeñas, se pagan, porque así se mantiene el negocio. Esa es la ley de hierro del narcotráfico: plata o plomo (o fuego, en este caso). Y es válido para el narcomenudeo y para el narcotraficante de escala sideral.

La agresión criminal a una persona que duerme en la calle intentando prenderlo fuego para matarlo no es la primera vez que sucede en Uruguay. Hay conflictos que se dirimen a los tiros, otros a golpes y en algunos casos a puro fuego. Hay varios antecedentes de personas incendiadas en la calle y en ningún caso se ha comprobado que el móvil haya sido por odio e intención de exterminio por ser pobre. Y esto es un activo de nuestra sociedad que ha evitado la instalación de estas conductas sistemáticas que existen en otros lugares del mundo. Quiero ser preciso en esto: es gravísimo y repudiable el acto criminal de querer asesinar a alguien, pero para juzgarlo y condenarlo debemos ser rigurosos también en la adjudicación del móvil. Aunque el resultado sea el mismo, es muy diferente aseverar que en la sociedad uruguaya se ha hecho “verosímil y legítimo en la conducta criminal” el asesinar personas por ser pobres, a decir que el móvil del intento de homicidio está vinculado a deudas y conflictos con el suministro de drogas.

La confianza en lo público es la mejor estrategia de seguridad y convivencia. Antes del clic acelerado es prudente dejar que las instituciones responsables de la investigación criminal (Fiscalía y Policía) hagan su trabajo profesional y riguroso. Eso implica poner pausa en la opinión desenfrenada y al instante.

La realidad es siempre más compleja que hacer clic en la pantalla. La palabra y el lenguaje también construyen realidades y modelan formas de habitar la sociedad. En el debate público tenemos que construir el Uruguay que queremos y evitar prefigurar una realidad sin evidencia. En el espacio virtual, donde todos creemos que somos mayoría, estamos a un clic de la grieta.

Gustavo Leal es sociólogo